Guía para extraviarse en Berlín

Lectura de También Berlín se olvida de Fabio Morábito

Literatura, experiencia viva

El exiliado es el que mejor encarna hoy en día, desviándolo de su sentido original, el ideal de Hugo de San Víctor, que este formulaba de la manera siguiente en el siglo XII: “El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante: aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero solo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”. (Yo, que soy un búlgaro que vive en Francia, tomo esta cita de Edward Said, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado en Erich Auerbach, alemán exiliado en Turquía).

TZVETAN TODOROV

La conquista de América. El problema del otro 

¿Cómo observa Berlín un escritor italiano nacido en Alejandría que reside en Ciudad de México y escribe en español? ¿Qué figuras proyecta esa mirada en el mapa físico e imaginario de la urbe europea? ¿De qué modo se yuxtaponen memoria, olvido e invención en ese registro foráneo? En pocas palabras: ¿cómo lee la capital alemana Fabio Morábito en su libro También Berlín se olvida (2004)?

Las líneas que siguen provienen de esas preguntas.

*

Nacido en el puerto de Alejandría en 1955, Morábito vivió su niñez y adolescencia en Milán, por lo que su lengua materna es el italiano. Cuando tenía catorce años, su familia emigró a México, donde aún reside, y pocos años después de su llegada a la capital mexicana, el autor eligió el español como instrumento literario para la escritura de diversos géneros que abarcan principalmente la poesía, la narrativa y el ensayo, así como para su oficio de traductor.

De modo que la experiencia biográfica y literaria de Fabio Morábito permite ubicarlo en la categoría de los escritores de la extraterritorialidad establecida por George Steiner (2000), quien supo advertir una especie de «era del refugiado» cada vez más pronunciada en las prácticas culturales contemporáneas. Steiner señala que el imaginario de este tipo de escritores se encuentra signado por la convivencia —a veces tensa, a veces enrarecida— de dos o más lenguas, ocasionada casi siempre por desplazamientos migratorios elegidos o impuestos, y cuyas obras revelan las marcas de la extranjería, la pluriculturalidad y el multilingüismo, entre otros signos característicos de aquello que Fernando Ortiz denomina «procesos de transculturización».

Cuatro versos de In Limine, poema inaugural —umbral— del primer poemario de Morábito, Lotes baldíos (1984), resumen su paso por esas tres geografías que constituyen su condición de extranjero esencial: «Yo nací en una playa /de África, mis padres /me llevaron al norte, /a una ciudad febril, /hoy vivo en las montañas». Esta especie de carta de ciudadanía desplazada podría servir de pórtico a toda su obra, en tanto que en esta se privilegia la reflexión en torno a lo foráneo, la lengua trasplantada, la traducción, las zonas limítrofes, los desplazamientos geográficos, la visión descentrada, entre otras huellas que configuran su poética de la extranjería.

Los últimos versos del mismo poema suponen el reconocimiento de esa compleja relación del autor con los signos de pertenencia: «jadeo mi abecedario /variado y solitario /y encuentro al fin mi lengua /desértica de nómada, /mi suelo verdadero». En La tentación de la quietud (2002), Gina Saraceni describe el sujeto poético de la poesía de Morábito como «un extranjero sin casa, sin muros, sin lengua, sin origen; un desarraigado que usa esta condición para construir una manera de habitar el extravío mediante una escritura que funciona como un ancla y que permite no “desprenderse” nunca de la realidad». Podría agregarse que ese sujeto de enunciación atraviesa todos los ámbitos de la vida y la escritura de Morábito: mirada, escucha y voz —vocación— de nómada que articulan su destino literario.

*

A comienzos del siglo XXI, Morábito obtuvo una beca para escribir un libro de cuentos y se mudó temporalmente con su esposa y su hijo a la ciudad de Berlín. Durante esa estancia, que duró poco más de un año, fue gestando una serie de textos de naturaleza híbrida que combinan los mecanismos discursivos de la crónica, la narrativa y el ensayo, y cuyo resultado es una zona literaria de indeterminación donde la cifra de los hechos se entrelaza con los procedimientos de la ficción. Este es el origen de También Berlín se olvida. Un libro que puede leerse como la mirada contemplativa —a veces perpleja y deslumbrada, y otras, irónica y melancólica—, de un escritor que ha asumido la extranjería como una huella de no-identidad de su oficio: un método también para extranjerizar lo observado y transfigurarlo en materia literaria.

Morábito muy bien podría valerse de la frase de Montaigne y decir sobre Berlín: «¿Qué sé yo?». Porque el autor lee esta ciudad como quien recorre un texto cuyo lenguaje no entiende (o no le gusta) del todo, y sobre el cual va anotando al margen sus observaciones de flâneur: un testigo más interesado en dejar asentados sus asombros, descubrimientos e interrogantes que en explicar la urbe desde una posición centralizada. El autor escribe no para descifrar y analizar, sino para tantear la realidad —para ensayarla— desde una mirada más intuitiva que racionalizadora, más imaginaria que cronística. Una (re)construcción urbanística de quien no tiene del todo los pies sobre la tierra. «La escritura —señala Morábito en una entrevista de Tatiana Maillard— es sobre todo eso, una herramienta de curiosidad. De explorar cosas nuevas. Nunca la he visto como un instrumento terapéutico o de autoconocimiento, sino como una forma de conocer cosas que no sé».

*

Todo lector se proyecta en lo que lee, de manera que su impresión de lectura está mediada por sus modos de ver (de interpretar) el mundo. Leer produce un cruce de sentidos entre el texto y el lector, en cuyo intercambio se diluyen las identidades. Leer siempre es leer en los otros lo que uno es y no es al mismo tiempo.

Se entiende así que la lectura de la ciudad alemana registrada por Morábito lleve las marcas extraterritoriales no tanto porque las busque deliberadamente, sino porque el autor posee un ojo entrenado en detectar —y, cuando es el caso, en inventar— ámbitos fronterizos. Su propia personalidad reservada, a veces distante, se presta para ese tipo de aproximaciones: «Rara vez pierdo mi talante de recién llegado —revela Morábito en También Berlín se olvida—, cosa que los otros, en el fondo, agradecen, ya que las personas como yo, los no saludadores, los conocidos a medias, cumplimos una función de linde muy importante. Al no dejarnos absorber, al permanecer en los límites, proporcionamos el precioso sentimiento de la distancia y, junto con él, el de la pertenencia a un territorio dado» (89). Es posible entonces leer el libro como un mapa singular de la capital europea: una guía no para orientarse, sino para extraviarse en sus márgenes, en sus refugios, en esos espacios, públicos e íntimos, donde no están excluidas las coordenadas de lo imaginario. 

*

El primer capítulo de También Berlín se olvida es una pregunta que demarca el tono y el enfoque del libro: «¿Hay río en Berlín?». De entrada, la incertidumbre de quien lee la ciudad se impone por encima de las certezas. Asimismo, destaca la imagen acuática como una de las constantes en la obra de un escritor nacido en un puerto legendario —puerta marítima que comunica culturas diversas—, y para quien el agua representa una zona de navegación e intercambio, una vía de desplazamiento, confluencias y libertades. El agua como elemento liminal que simboliza los inicios y las partidas, asociada además a sus bordes. Playas y puertos: perímetros del escritor extranjero. 

Sin embargo, admite Morábito, Berlín tiene un río que parece no existir. Resulta desconcertante esa observación viniendo de alguien que ha vivido durante más de un año en una ciudad cuyo río principal posee una longitud aproximada de cuatrocientos kilómetros. El autor no niega el desconcierto; más bien admite su ignorancia en materia fluvial y reconoce que su impresión se debe a que se trata de un río de aguas estáticas. El Spree, agrega, no se comporta como río; incapaz de fluir, su corriente es más bien un estanque ramificado en canales, un espejo petrificado y repartido en trozos donde sus habitantes se ven reflejados en su fijeza urbana. (Recordemos que una de las etimologías de la palabra Berlín es «tierra pantanosa»). Ese río detenido, comenta Morábito, no marca «una frontera natural en la conciencia de los habitantes» (10), que es lo que suelen significar los ríos en otras metrópolis, sino que se aviene mejor con esa actitud berlinesa que describe en otro capítulo: «un rechazo al lustre, al revuelo, al énfasis, que termina por otorgar a la ciudad un aspecto de perpetua periferia» (28). El río de Berlín es un agua sin aspavientos, discreta, asentada, un afluente políticamente correcto cuyo torrente no les proporciona a sus habitantes «orientación, ni tranquilidad, ni sabiduría». Acaso porque el muro que dividió a la ciudad durante veintiocho años, sugiere, «representaba en la conciencia de la gente un punto de referencia más claro que el río» (12). 

Se podría trazar una correspondencia entre esta imagen fluvial recreada por Morábito y las formas del aceite que describe en su libro Caja de herramientas (1989): «El aceite es un agua que ha perdido el ímpetu y el descaro de la ida, y ahora, agotadas todas las rutas, se descubre pisando tierras que pisó en el pasado (…) Incapaz de correr, de desprenderse instintivamente de los peligros, de pisar cálidamente cada piedra, de tener una dicción clara, el aceite se ha hecho respingoso, calculador y sedentario». Dicha asociación permite comprender esa mezcla de estupor y fascinación que despierta en un escritor de naturaleza nómada como Morábito un territorio aparentemente sedentario como Berlín. Agua y aceite encontrados en la superficie de una escritura que los reúne sin mezclar sus respectivas esencias.         Ante ese desasosiego que le produce el río inmóvil de Berlín, el autor opta por levantar la mirada y hallar en el cielo de la ciudad el torrente que el suelo parece negarle: «La estaticidad del agua de Berlín contrasta con la gran movilidad de sus nubes… El río de Berlín existe, pero no está abajo, sino arriba» (13). Se sabe que la mirada del extranjero suele ofrecer un giro inesperado que modifica la imagen de lo que para otros es ya conocido, asentado en la costumbre. Morábito no inventa otro río, sino que mira por detrás (o por arriba o por debajo) de lo que ya existe, propiciando un inadvertido ángulo de lectura de la ciudad alemana. «La visión del extranjero —le dice Morábito a Maillard— nos redescubre porque a diferencia nuestra, no está acostumbrado a lo que ve. Todos cargamos con esa mirada, todos podemos pasar del modo familiar, doméstico, hogareño, al modo extranjero. La poesía, que es la mirada asombrada sobre lo que te rodea, es una mirada extranjera. Uno de los principios de la poesía es abrir los ojos. Abrirlos de verdad. Así sales de ti mismo y de lo que eres. Ensayas otra personalidad, otra manera de ver. Eso te permite descubrir un aspecto nuevo en las cosas familiares». 

Por ello, donde Morábito sí encuentra fluidez y desplazamiento es en el S-Bahn, tren elevado que atraviesa la capital alemana, «suspendido en una franja intermedia que solo le pertenece a él y que le permite, rozando muros y balcones, tener una intimidad con la ciudad como ningún otro medio de transporte» (15). El tren eléctrico se desliza como una «aguja que cose un hilo alrededor de Berlín» (16) y muestra, de modo fugaz, el semblante de una secreta intimidad de las alturas, imposible de apreciar en los trajines públicos de lo cotidiano. Otra imagen fronteriza, en su condición de margen urbano, que Morábito destaca como una alteridad regeneradora: «El S-Bahn, pasando por encima de las calles, desmintiéndolas, intenta reintegrar esa parte exiliada al bullicio general, creando una ciudad más aérea y continua, donde las ventanas sean las verdaderas protagonistas» (17).

Al ritmo de un paseante que se adentra en los intersticios de una metrópoli «invertebrada» y en «perpetua periferia», Morábito continúa hilvanando imágenes fronterizas, a veces incluso desde el rechazo, asociadas con el escape o el refugio. Los Kleingärten, casitas de retiro campestre aledañas a las vías del tren, que les permiten a los habitantes imaginar un desvío en esa línea recta propia de la mentalidad alemana —esa «capacidad de imponerse una meta y no desviarse hasta alcanzarla» (22)—; la Ciudad Rusa, caserío pintoresco en las afueras, cuya precaria simulación de un pueblo ruso es tratada con ironía por el autor; los lagos contiguos de Krumme Lanke y Schalachtensee, donde los citadinos se asolean semidesnudos a las orillas de un agua con «cupo limitado» (59); la silueta ausente del muro de Berlín, que concita la reflexión sobre la presencia de ese fantasma arquitectónico en la vida del ciudadano alemán —«porque es relativamente fácil dejar de ver algo que existe. Lo difícil es dejar de ver algo que ha desaparecido» (56)—; la anhelada fila del nivel superior de los autobuses de doble piso, que desencadena un relato humorístico de vergüenzas y persecuciones; las avenidas hermanas Kuddam y Kantstrasse, donde el autor ha vuelto «a presentir Alejandría» (88) y, llevado por la nostalgia, las asume como «aceras opuestas de una tercera avenida que nunca existió y que acaso sigo buscando» (88); o las dos prostitutas que hacen guardia en el portón de un edificio, cuya imagen le sirve a Morábito para trazar correspondencias con su oficio de escritor: «Actuábamos en las mismas zonas de repliegue, de oscuridad y, sobre todo, de ocio. Lo que yo perseguía en el papel, ellas a su manera lo perseguían con sus clientes en la cama, ya que cada encuentro íntimo, lo mismo que cada libro, puede deparar el gran cambio, la solución o el atajo soñados. De no ser así, muy pocos entrarían en un burdel o en una librería» (92).        

Mención aparte merece el capítulo «Mi lucha con el alemán», en el que Morábito cuenta que el estudio de ese idioma le sirvió no para aprenderlo sino para destrabar sus otros idiomas. Su empeño en incorporar el alemán se tradujo en un rito de carácter espiritual con el que aspiraba retener las palabras pronunciándolas como un rezo: «Todos necesitamos rezar, independientemente de nuestras creencias con respecto al más allá, y una de las formas de hacerlo es aprender de memoria las palabras de un idioma extranjero» (77). El aprendizaje de otro idioma obliga al autor a pensar también en las resonancias, aún vivas, del idioma materno en su escritura, «porque aprender una lengua extranjera supone rearticular sonidos y conceptos elementales, volver a ser niños, quizá para pedir como niños el perdón que no nos atrevemos a pedir como adultos» (78). 

¿Perdón a quién, y por qué?, se preguntará el lector. Morábito ha tratado de responder esta interrogante en cada uno de sus libros, en cada intervención pública. Toda su obra se sostiene en ese sentimiento de traición/traducción con respecto a la lengua de origen y a la lengua trasplantada. Tal vez las siguientes palabras de su libro El idioma materno (2014) iluminen este mea culpa lingüístico y existencial: «El extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que puede aspirar un escritor por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto y se abdica del llanto porque sólo dejando de llorar se puede escribir».

Las dificultades de Morábito con el alemán, que fue olvidando luego de su regreso a Ciudad de México, demuestran, a escala idiomática, la sensación de desajuste, a veces de extraña fascinación y desacomodo, que vivió el autor en la capital alemana, sin que por ello su experiencia en esa ciudad pueda valorarse de forma negativa. Más bien, gracias precisamente a esos contrastes y exigencias, es posible entenderla como una saludable expiación: «Berlín es la ciudad más ajena a mí —le explica Morábito a Maillard— porque yo soy meridional, nacido en Egipto de padres de origen siciliano y romano. Berlín es una ciudad distinta, dura y distante. Aunque no puedo decir qué me enseñó, estoy seguro de que sin esa experiencia sería una persona más incompleta. Estuve un año conviviendo con una lengua que procuré aprender sin lograrlo y con personas de mentalidad muy distinta. Eso nutrió mi sentido del humor, porque el humor es una de las virtudes de los viajes. Nos reímos de nuestras propias costumbres. Nos damos cuenta de qué tan provincianos somos. Basta ver cómo otros pueden vivir de un modo distinto para darnos cuenta de lo limitados que somos».

¿No es el título mismo de su libro otra clave para comprender la experiencia de lectura que ha dejado en el autor su estadía en Berlín? ¿En qué medida esta ciudad es olvidable y cómo ese olvido es una forma de lección asimilada? ¿Qué deja en el imaginario de Morábito una urbe que, como su idioma, pareciera desdibujarse con rapidez en su memoria? Tal vez eso justamente: la posibilidad de poseerla desde la disolución y la pérdida. Las siguientes palabras de César Aira ofrecen una pista en ese sentido: «Supongan que leen un libro. Al día siguiente lo tienen todo en la memoria. Pasa el tiempo, y empiezan a olvidar; al fin, lo han olvidado todo. Es decir, lo han incorporado todo, son el libro. Recordar es todavía poder rechazar».

De modo que ese texto —También Berlín se olvida— que es la ciudad alemana recreada por Morábito, también sería susceptible al olvido. Esto es: inmune a los rechazos. Su permanencia, como el muro de Berlín en la conciencia de sus ciudadanos/lectores, sería la de la ausencia incorporada. Lindero extraterritorial —fuera de un territorio definido, o más allá de él— donde olvido y memoria, desarraigo y pertenencia, entreveran credenciales de extranjería: el ámbito de la palabra literaria.

Bibliografía

Del autor

MORÁBITO, Fabio (1989). Caja de herramientas. México: FCE.

MORÁBITO, Fabio (2014). El idioma materno. México: Sexto Piso.

MORÁBITO, Fabio (2006). La ola que regresa (Poesía reunida). México: FCE.

MORÁBITO, Fabio [2004] (2015). También Berlín se olvida. México: Sexto Piso.

De referencia 

AIRA, César (1991). Copi. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

MAILLARD C., Tatiana (SF). «La patria del lenguaje». Entrevista a Fabio Morábito en Correo del Libro. Disponible en: www.correodellibro.com.mx/entrevista/fabio-morabito-la-patria-del-lenguaje/ ⦋Consulta: 28 de abril de 2018⦌.

SARACENI, Gina (2002). «La tentación de la quietud», en: Morábito, Fabio. El verde más oculto. Caracas: La nave va.

STEINER, George (2000). Extraterritorial. Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística. Traducción de Edgardo Russo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Luis Yslas

Luis Yslas Prado (Lima, Perú, 1972). Profesor. Editor. Licenciado en Letras por la UCAB (1995). Cofundador de las editoriales venezolanas Lugar Común y Madera Fina. Autor del libro de aforismos A la brevedad posible (Libros del Fuego, 2015). Colabora en las publicaciones digitales Prodavinci y Papel Literario. Fue profesor en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Ha dictado talleres de lectura en Caracas, Lima, Miami y Panamá. Reside actualmente en Lima, donde coordina un club de lectura en la Municipalidad de Miraflores, en la librería Book Vivant y colabora como corrector/editor en Penguin Random House Perú.

https://twitter.com/luisyslas
Anterior
Anterior

Notas sobre el registro mítico en la literatura especulativa

Siguiente
Siguiente

Espesura y aullido