Notas sobre el registro mítico en la literatura especulativa
La primera sorprendida de que Malasangre (2020) terminara siendo una narración gótica fui yo. No voy a negar aquí mi inclinación por la literatura fantástica clásica, más bien, me propongo señalar algo que el trabajo me reveló sobre el objeto de mi oficio literario. Hasta 2018, cuando me sumergí por completo en la vida de la familia Gutiérrez, no había más que algún elemento vampírico aislado —fundamental para la trama, sí, pero aislado, al fin y al cabo—, incluido allí para destacar el carácter orgánico —incluso un poco salvaje— de la vida de hace un siglo. Los meses finales de trabajo en la novela estuve poseída por una especie de rapto en el cual solo habité la versión de la Venezuela de los años veinte que yo había inventado. Fue en ese momento cuando emergió el contenido monstruoso de la anécdota y descubrí que estos no eran precisamente vampiros, o mejor: que la maldad arbitraria con que avanza el argumento no provenía de la hematofagia, que es la condición que aqueja a la pobre Diana Gutiérrez, la protagonista. La producía la violencia de la dictadura del general Juan Vicente Gómez, el servilismo de quienes solidificaron su poder para eternizarse en una élite y la indignidad que una dictadura militar anclada en el conservadurismo católico impone sobre la condición femenina. Allí surgió el vampirismo como símbolo de la cultura venezolana. Porque el prolongado mandato de Gómez, al coincidir con el inicio del rentismo petrolero, la revolución central de la Venezuela contemporánea, signaba las taras con las cuales su sociedad lucharía en las décadas sucesivas.
Luego me colgué de la metáfora y comencé a ver vampiros por todas partes.
Más de un año después de que saliera publicada la novela en España me pregunto cómo encaja con el resto de mi producción literaria. Antes de Malasangre, mi obra más conocida era Madre mía que estás en el mito (2016). El primer libro que publiqué, Álbum de Familia: Conversaciones sobre nuestra identidad cultural (2013), casi no se ha difundido fuera de Venezuela, por ocuparse de la cultura del país para el momento de su publicación. Y la colección de cuentos Gente Decente (2017) existe solo en formato digital. El ensayo es un punto de inflexión en mi carrera, no solo porque lo publiqué en 2016, apenas un año después de haberme mudado a España, sino porque es el resultado de mi interés académico en los estudios de género. ¿Qué tienen en común Malasangre y el ensayo histórico feminista Madre mía que estás en el mito, en donde intento comprender cómo el cristianismo ha utilizado en todas las épocas a la Virgen María para imponer el estigma de la abnegación sobre las mujeres?
El interés en la lectura de la realidad desde sus mitologías: eso conecta las hipótesis de todas las reflexiones en mis trabajos.
Nunca pierde vigencia la noción de mito que analiza Roland Barthes en su libro Mythologies (1957). Desde que lo leí, hace más de veinte años, no he encontrado otra obra que con tanta claridad se refiera a la imagen que invoca un grupo de anteriores sistemas de signos y asociaciones. Por eso el mito naturaliza las convenciones y deforma los signos con los que se involucra proponiendo una interpretación arbitraria de la realidad. Como tengo formación de periodista, la pregunta que me hago ante cualquier fenómeno es a quién beneficia. En Madre mía que estás en el mito me pregunté a quién beneficiaba la sacralización de una madre virgen nunca tocada por las faltas humanas. La respuesta no es «a la Iglesia», o mejor dicho: no solo a esta institución. Beneficia, principalmente, a una forma de poder que no puede localizarse en la élite de un solo país, sino que es una fuerza trasnacional y sin forma, como la injusticia: el patriarcado. De qué manera lo beneficia es el asunto que trato en el libro.
Una de las propuestas de Malasangre es «voltear» la novela del dictador, género en donde los personajes femeninos se limitan a la esposa del gobernante o a la prostituta. El objetivo es hablar de la tiranía no desde el punto de vista del presidente, sino desde las voces de quienes han sido doblemente violentadas: como mujeres y como ciudadanas de un país sin ley. La novela quiere desnaturalizar la noción de que las dictaduras en Venezuela son excepcionales, poniendo en evidencia cómo una cultura conservadora, mesiánica y enamorada de lo castrense ha abonado el terreno de sus tragedias políticas. El vínculo de la ficción con la realidad presente del país es evidente y esto no ha sido siempre bien recibido por algunos lectores.
En el puente que intento establecer entre esos dos libros y el proyecto de ficción que ahora estoy escribiendo he comenzado a pensar en la posibilidad de que Malasangre no persiga el género gótico, sino algo que me gusta identificar como el registro mítico. Debo confesar que debido a mi formación como periodista y académica me siento inclinada a producir etiquetas. Espero que, al menos en este caso, la denominación contribuya a iluminar un aspecto de mi trabajo. En lo personal, pensar la literatura como una promesa de registro mítico me ha servido para reflexionar sobre qué diferencias encuentro entre mi obra y la producción literaria venezolana actual, así como entre Malasangre y otras narraciones escritas desde el género fantástico fuera de mi país. En los párrafos siguientes me propongo hacer un recorrido hacia una definición del registro mítico pero no quiero dejar asentado aquí nada definitivo pues, por ahora, estas reflexiones son solo una hipótesis sobre cómo abordar mi profesión de la literatura.