Un lugar junto al río

Gobierno de Buenos Aires

Mother, you had me
but I never had you.

Mother

JOHN LENNON

—Estás flaco —dijo por tercera o cuarta vez. A lo mejor era cierto. Yo me sentía normal, incluso dormía mejor desde que había pasado a la nómina fija del trabajo. Ella en cambio estaba en el hueso, marchita, bastante más canosa que la última vez. Pero las fuerzas no le faltaban, y como fuimos un poco flacuchentos toda la vida, su caso no era tan dramático como otros que la gente compartía en el Facebook. 

—Puede ser —concedí, con las manos encalladas en los bolsillos de la chaqueta. El otoño empezaba a morir y la brisa del río estremecía en el piso las hojas amarillas, preñadas con una secreta electricidad.  Mientras caminábamos descubrimos, cada tanto, una caña de pescar sobre la baranda de la costanera, custodiada por un hombre gordo en una sillita tumbona. A su alrededor, mujeres aburridas y niños con juguetes del McDonald’s. Nada parecía picar.

—¿Viste el río qué grande? —Lo señalé con la cabeza. 

—Mjú. Marrón.

Era, en efecto, marrón, pero la luz del día nublado le daba un aire intenso, de película. «Ocre» hubiese estado mejor.

—Es el más ancho del mundo.

—Y es marrón como las playas de Boca de Uchire. ¿Esa gente pesca algo aquí?

—No sé —Tuve miedo de que alguno la escuchara—, igual lo hacen solo por placer.

—¿Y a ti se te está pegando el acento?

—No, mamá.

—¿Así no dicen los argentinos: «Igual tal cosa»?

Pisé las hojas, fuerte, para oírlas crujir. Las rejas del parque se anunciaban unos metros más allá, así que apuré el paso, con la vista fija en el río, que se me antojaba ahora el más marrón del planeta. 

—¿Me escuchaste?

—Sí, mamá —suspiré—. Pero me parece que no.

Lo peor es que yo tenía ganas de hablar. Esa era la idea detrás de todo: sacarnos las cosas atragantadas y ver con qué nos quedábamos, con qué remanente era posible aprender a querernos. El amor es algo que nos enseñan a dar por sentado, desde el primer mi mamá me mima cuando se aprende a leer. Pero no nos explican qué significa eso realmente, ni cómo lidiar con los reproches, con el miedo a la muerte o con las suelas plásticas de sus zapatos, rechinando con cada paso sobre las baldosas del camino. Baldosas grises, casi todas flojas y agrietadas, con agua de lluvia por dentro. Algo ocurre con las calles de esta ciudad, eternamente rotas, como huesos que sueldan mal y hay que volver a romper y romper.

—Es que ya tienes varios años acá.

—¿Qué cosa? —Me hice el tonto, a ver si lo dejaba ir.

—¡El acento! —estalló, acalorada—. ¿Vas por tu cuenta? Me llevas con la lengua afuera.

—Ah, perdón —Recuperé un ritmo de paseo—. Es que ya casi llegamos.

—A ti como que se te olvida que estoy vieja —dijo, y con un gesto orgulloso, casi teatral, se arregló la bufanda: una franja de tela gruesa, morada y picosa que le había comprado a una vecina de su edificio en Caracas, una profesora jubilada que se dedica a tejer. A mí jamás me gustaron las cosas que hacía, me parecían barrocas, de mal gusto. Mamá, en cambio, era su clienta predilecta. De hecho, me había traído una bufanda casi idéntica, que sin mirar demasiado sentencié a la última gaveta del placard. Porque así le dicen al clóset en Argentina: placard

—¿Estás arrecho? —insistió, viendo que ya no respondía.

—No, no.

—¿Tienes otras cosas que hacer? No tienes que andar paseándome si no quieres.

—Pero qué vaina. ¿Podemos disfrutar del paseo?

—Yo solo digo, a mí no me gusta molestar. Como una está vieja ya no le tienen paciencia. 

Lo dijo con ese tono dolido que usaba ante las muestras de cariño, dando a entender que no las merecía o que, muy en el fondo, le resultaban insuficientes. Sospecho que toda la vida le faltó cariño, plenitud. Señalé con la mano el cartel amarillo del gobierno de la ciudad, que se asomaba sobre las cabezas de la gente. Conozco de sobra adónde conducen esas tristezas maternas. Si todo iba bien, en un par de semanas ella estaría de vuelta y yo libre de ellas hasta nuevo aviso. Y a través del teléfono sería más fácil construir una normalidad. 

—«Parque de la Memoria» —leí, fingiendo un acento porteño.

—Déjame ponerme los lentes. 

—No hace falta, no dice nada más.

—Ah, bueno.

El sitio es un parquecito apacible, junto a la Ciudad Universitaria, que rinde homenaje a las víctimas de la última dictadura militar. No sé en qué momento se me ocurrió llevarla a pasear por allí, en vez de a Puerto Madero o la avenida Corrientes, donde la ciudad le guiña siempre un mismo ojo a los turistas. Creo que aspiraba a una ocasión propicia, diferente, para hablar. Incluso llevaba en el bolso un mate y un termo con agua caliente, que es como los argentinos construyen la intimidad. Un plan simple en un sitio bonito: mucho verde y esa hermosura infeliz que tiene el Río de la Plata. Había también una sala de exposiciones, que mamá no tuvo ganas de visitar. 

Al principio nada más caminamos. Recorrimos la interminable pared con los nombres y la edad de los desaparecidos, así como el paseo costero de señales de tránsito que narra paso a paso los horrores de la época. Fechas que coincidían con tiempos de abundancia en Venezuela. Quizá por eso mantuvimos ese aire un poco solemne que se tiene frente al dolor de los demás, como en los hospitales o los cementerios. Yo leía en voz alta los carteles, añadiendo algún comentario o haciendo énfasis en lo que me parecía pertinente, o adelantándome con una advertencia al ocasional error ortográfico, enmendándole la plana a un desconocido.

—¿Te quieres sentar un rato? —le pregunté cuando hicimos un alto en el recorrido. El cielo se había ensombrecido y soplaba una brisita de mal agüero. 

—No, no estoy cansada.

Me gustó que mamá se mostrara respetuosa, casi diría interesada. No es común en los venezolanos recién llegados, marcados como están por los problemas de allá, comparándolo todo y llegando siempre a una misma conclusión, un poco orgullosa: las cosas en Venezuela son siempre peores que en ninguna parte. Con eso resuelven cualquier tristeza y cualquier comparación, sentenciándolo a uno que está afuera a ser feliz y a callarse la boca. Y quien se atreva a contradecirlos recibe una dosis del mantra: «Al menos no estás en Venezuela», sin entender que sea justamente por eso que uno sufre. 

—Podemos aprovechar la grama y tomar unos mates —volví a sugerir señalando las laderas verdes del parque, como espaldas de dinosaurios dormidos. 

—¿Y eso a qué sabe?

—Un poco a hojas de hallaca, pero se puede tomar. 

Trepamos una colina cercana, dejando un respetuoso espacio entre nosotros y una pareja adolescente, tendidos uno sobre otro en una manta cuadriculada de Los Simpson. Más allá se levantaba una escultura, parecida a un tobogán oxidado. Abrí el bolso y saqué uno a uno los implementos materos, dándole tiempo a Mamá de interesarse por ellos. Quería seguir mostrándole cosas, objetos que pertenecían a mi nueva vida y a la nueva persona en que me había convertido. Como retribuyendo la devoción con que ella me había enseñado a leer, fijándonos en los anuncios de las caucheras y en las propagandas electorales: “Fi-res-to-ne”, “Ac-ción-de-mo-crá-ti-ca”. Eran otros tiempos, de mayores paciencias.

—¿Y a eso se le pone tanta hierba?

—Mjú. 

—Se ve como mucho.

—No, no.

—Acuérdate que vamos a tomar sólo tú y yo.

—Qué ladilla, mamá. ¿Prefieres hacerlo tú? 

—No, mijo, yo solo preguntaba. 

—Yo sé hacerlo, ¿está bien?

—Bueno, no tienes por qué contestar así.

—Deja el fastidio, pues.

—No, si yo no estoy diciendo nada.

Seguí en lo mío con amargura y noté que el agua del termo estaba fría, tibia cuando mucho. Liberé de todos modos un primer chorro sobre la yerba y me tragué una queja sobre la calidad del envase, comprado en esas tienditas chinas del barrio. Me tomé rápido la infusión y serví de nuevo, dando chance a que la yerba se humedeciera: al tercer intento conseguí algo remotamente parecido a lo que se suponía que fuera. En otras condiciones lo habría echado sin problemas a la basura. En cambio, se lo ofrecí a mamá sin comentarios.

—Sabe a hoja de hallaca —confirmó, arrugando la cara tras los primeros chupitos. 

—Te lo dije.

Un mate «de revista», según mis amigos porteños, involucra agua muy caliente, pero sin hervir, cubriendo la yerba en un setenta por ciento y dejando seco, como la punta sobresaliente de un iceberg, la porción opuesta a donde se fija la bombilla, que así se llama al pitillo de metal. Si se hace bien, en el agua se forman burbujas pantanosas de éxito. Si el agua está muy fría o muy caliente, si se cubre la hierba hasta el tope o se comete el error imperdonable de revolver la infusión como un batido de lechosa, se estará violando un protocolo ancestral que data de los indígenas guaraníes, y además se estará desperdiciando yerba mate. Dicho así parece un procedimiento sencillo. Pero eso dice uno de las cosas que no sabe hacer.

—Qué va. Prefiero el café. —Dio por zanjado el asunto. Yo también lo prefería, aunque no se lo dije. Había tantas cosas sin decir. Y como esperar el momento ideal para ciertos temas nunca ha dado resultado, me decidí a jugármela del modo que fuera.

—Mamá... ¿podemos hablar? 

—Claro, mijo, ya estamos hablando.

—¿Podemos hablar de papá?

La pregunta la tomó con la guardia baja. Esperó por sí misma unos instantes, lanzando la mirada hacia el río, y yo la dejé huir. Me volví hacia los muchachos de al lado, que encendían un porro amarillento y se lo turnaban. 

—¿Te vas a tomar ese mate tú solo? —reapareció Mamá tras unos segundos.

—Ah, perdón. Toma.

Esta vez se lo bebió casi completo.

—¿Sabes en dónde está? —volví al ataque, como esos perros que tras morder no dejan ir a la presa. Ella negó con la cabeza, torciendo al mismo tiempo la boca.

—Qué va.

—¿No ha aparecido aún?

—Mijo, yo no sé nada de tu papá. Yo esperé lo que pude y ni siquiera una llamada, aunque sea para preguntar por ti. No digo por mí, que no le importo, pero al menos por su hijo. Yo en verdad no sé qué clase de padre...

—Si quiere hablar conmigo puede llamarme y ya —interrumpí.

—¿Y te ha llamado?

—No, no recientemente. Solamente digo que...

—¿Ves a lo que me refiero? ¿No es deber de los padres llamar a los hijos?

Me cayeron dos gotas de lluvia en el brazo. Frías, como agujas. 

—Igual creo que debería saber —dije. Ella se encogió de hombros. 

—No quiero andar dándole lástima.

—No es eso, mamá. Es por si acaso.

—¿Por si acaso qué? —Me miró de reojo, apretando los labios. Era típico de ella sabotear las conversaciones sensibles: con ironía, sarcasmo o sujetándose al vuelo de algún posible malentendido. Al rato uno terminaba molesto, extraviado, defendiéndose por todos los flancos, como después de tropezar un avispero—. ¿Por si acaso me muero?

—No empieces con eso.

—Yo no vine a ser un peso en tu vida —siguió, como si nada—, y si las cosas allá no estuvieran tan jodidas, yo nunca te habría molestado con...

—Mamá, yo solo decía. Es alguien con quien contar, nada más —sentencié.

—¿Con tu papá? —Fingió una carcajada— tú como que no lo conoces. ¿Cuándo te ayudó en algo ese señor? ¿Ah? ¿Te llevaba al doctor cuando eras carajito? ¿Se sentaba contigo a hacer las tareas?

—Me llevaba a la escuela todos los días. —No sé de dónde me nació defenderlo. 

—Gran vaina. ¿Y quién te hacía la comida? ¿Quién te llevó a las clases de guitarra cuando te dio por ser músico?

Ahí me callé la boca. Tocaba remar de regreso a la orilla. No era momento de pelearnos, ni de hacer peripecias para defender lo indefendible, así que volví a refugiarme en la parejita de al lado. Terminado el porro, se habían levantado hacia la salida, dando pasitos sincronizados de amor. Además, lo que decía era cierto. Jamás superé los acordes más básicos de aquella guitarra, y pasadas unas semanas accedí a su consejo de presentarme a una universidad privada. Al principio fue sólo por complacerla y porque no había un mejor plan que seguir. Después descubrí la psicología industrial y resulté mucho más diestro diseñando pruebas de selección de personal que imitando a Paco de Lucía en el Concierto de Aranjuez. De no haber sido por ella yo no estaría en donde estaba. Pero ese era justamente el problema: que todo siempre provino de ella, generosa como el sol del mediodía. Había sido una madre sacrificada y vigorosa, y había pagado el precio sin siquiera pensarlo, tal vez apostando por futuras compensaciones de mi parte. Y como nada se yergue bajo el amor invicto de una madre, a los hijos únicos la vida se nos va en el escape, o al menos preparando la huida, hasta que un día entendemos que no se puede querer y odiar al mismo tiempo y pretender seguir adelante. Entonces se hace de tripas corazón, y se elige.

—No me acordaba de eso —admití finalmente.

—¿Ves lo que te digo? —insistió, victoriosa, agarrándome una mano entre las suyas, secas y delgadas como ramitas de hoguera—. Tu mamá fue quien siempre estuvo pendiente de ti, y lo va a seguir estando mientras el Señor me dé vida.

—Yo sé, mamá. —Conté los segundos para recuperar mi mano. Se le habían aguado los ojos y yo preferí hacer como si no me diera cuenta. Odiaba lo fácil que se conmovía a sí misma, la mucha lástima que se sabía tener. Yo nunca pude pasar, como ella, del ataque a la conciliación, en un segundo apenas, como quien enciende o apaga la luz.

—Todo va a salir bien —dijo, más para sí misma—. No te vas a quedar solito tan rápido. 

—Yo no estoy solo, mamá —respondí, parco. 

—Yo sé que no. Era un decir.

—Tengo una vida hecha aquí.

—Sí, yo sé. Ya no me necesitas.

Preferí no responder. Me sorprendió la velocidad con que se agotaban las palabras. Respiré lento y profundo, como te enseñan en yoga.

—¿Tienes miedo? —Fue lo último que me animé a preguntarle. 

—Un poco.

—No está mal tener miedo.

Estuvimos mirando el río un poco más, en silencio. Después empecé a guardar las cosas en el bolso, en medio de una garúa liviana, compasiva. Buscamos juntos la salida, mirando en direcciones opuestas. Justo en la puerta, ella se pronunció:

—Está bonito este parque. 

A la mañana siguiente tuvimos la cita en el hospital. En un barrio alejado, llegando casi al conurbano. Salimos de casa con frío, sin desayunar, y ella pasó el camino entero quejándose del chofer del autobús. Por suerte los chequeos se hicieron rápido, mucho más que la vez anterior, y nos dieron los resultados parciales al mediodía. Sentados en el consultorio, le descubrí a mamá una mirada de animalito acorralado. El médico entró con un sobre en la mano y nos dijo que había sólo buenas noticias. De seguir así, Mamá viviría tranquila hasta los noventa años, apenas con chequeos semestrales. Tampoco haría falta más tratamiento y podía volver a su casa cuando quisiera. Lo que sí tenía eran varios kilos por debajo de lo recomendable y nos ofreció una receta para una bebida de vitaminas. Ella bromeó y dijo que había que cuidar la figura; yo la acompañé con una risita. Ninguno mencionó a Venezuela. 

Una vez en la calle, nos abrazamos y ella se puso a llorar. No supo o no quiso decirme por qué, y yo no traté de averiguarlo. Hablar no se me hizo ya tan indispensable. En vez de eso esperé a que se repusiera y prometí llevarla a comer un auténtico asado argentino en celebración. Conozco unos buenos lugares a la orilla del río.



Gabriel Payares

Gabriel Payares (Londres, Inglaterra, 1982). Escritor venezolano, licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, Magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar, y Magíster en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero en Buenos Aires. Autor de tres libros de relatos: Cuando bajaron las aguas (2008), Hotel (2012) y Lo irreparable (2016/2017). Ha recibido distintos galardones literarios nacionales e internacionales y sus relatos se recogen en antologías y revistas literarias.

https://twitter.com/gpayares
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