Avanzamos por el monte muerto hacia un cielo sin luz

Riya Kumari

Llueve como una infinita cortina corrida, dejando el salón diminuto en penumbra. El sofá parece más nuevo, menos incómodo. La oscuridad disimula la obviedad de la pobreza, por eso ponemos lamparitas de luz pequeña para los niños, porque también la luz racionada oculta el horror. Bajo esta penumbra de domingo lluvioso se oculta un lunes todavía más terrorífico, aunque venga acompañado de mañana y movimiento. Los neones y los fluorescentes nos impiden el brillo de las estrellas. Ciegos bajo el régimen de la luz, solo en la penumbra logramos un minuto de paz. Solo bajo el cielo oscuro y mutilado alcanzamos a ver lo que hemos perdido. Ni aquí, tan lejos, puedo ver las estrellas. Ni aquí, que también llueve, encuentro el camino a casa.

Avanzamos por el tiempo hacia un mar sin luminiscencias, avanzamos por el monte muerto hacia un cielo sin luz. Lloro en la enorme tumba que es la tierra para nosotros. Aquí donde solíamos impulsar los brotes, ya no crece nada. Aquí, donde solíamos alimentar a nuestros hijos, ahora pasamos hambre. Como si hubiéramos recorrido el camino a la inversa y solo un par de generaciones pudieran salvarse de las sopas y el pan duro. El régimen de la luz nos resta humanidad y mata nuestras cosechas, dice alguien.

Antes, en vez de carne, yo tenía piel de luciérnaga. Antes, de mi pecho no salía sangre, sino un brillo inmenso como un sol. Ahora solo tengo un recuerdo: mamá recita conjuros antiguos en la penumbra para salvarnos de los horrores.

Mi favorito dice:

La piel es un viaje y la luna una alegría, este mechón de mi pelo protegerá a mis hijos, esta lágrima dará de comer a la tierra.

Mamá a veces miente para que no suframos, ese es su verdadero poder. Consigue que creamos lo que dice. La piel suave de mamá y la alegría fingida de mamá hacen más que los recitales nocturnos, las castañas gordas en cada esquina de la casa, las plantas hervidas. Pero ella no lo sabe. Corta una cebolla y pone una mitad en cada una de nuestras almohadas para que nos susurren por la noche. Nos mete una cabeza de ajo en el almuerzo cada mañana, nos da a elegir entre piedras rojas o tomillo para nuestros bolsillos. Con mamá cerca todo es susceptible de convertirse en algo simbólico, una marca es una runa, una piedra, un amuleto. Mamá construye con esmero casitas para las hadas de los árboles y nosotros no nos atrevemos a decirle que no son más que bichos…

¿Quieres seguir leyendo esta historia?

Adquiere La primera noción del exilio ahora

Sara Castro

Sara Castro (Vigo, España, 1997). Artista mixmedia. Termina la carrera de filología francesa y tiene trabajos publicados en la revista Pluma (@plumafanzine), el fanzine Regla (@reglafanzine), la revista Shitén (@revistashiten). Editó y autopublicó una recopilación de voces jóvenes sobre el franquismo que se llama 'Callar y quemarse'. También trabajó en la revista cultural para el arte local Guisomo Eu! (@guisomeu).

https://www.instagram.com/mismanostusmanos_/
Anterior
Anterior

Escucho lo que dice Pierre

Siguiente
Siguiente

Las coordenadas