Escucho lo que dice Pierre

Damien Tupinier

Pierre está en la arboleda, donde las abejas. Hay allí, en total, nueve colmenas: dos de color azul pálido, tres de color rosa, tres amarillas, y una última, la novena, hecha toda ella de cristal, protegida por una puertecilla de madera, por un postigo que impide que las abejas estén continuamente expuestas a la luz. Las abejas no podrían vivir a plena luz. Necesitan de la oscuridad. Igual que nosotros. No somos tan diferentes. 

De modo que nueve colmenas, colocadas en hilera en un lugar como el que aconsejaba Virgilio, a la sombra de una arboleda. En cuanto a Pierre, viste con el traje blanco de los apicultores. Una máscara protege su rostro. 

Dos colmenas de color azul pálido, tres de color rosa, tres amarillas, y una de cristal. Pierre, de pie junto a la de cristal, empieza a hablar. Parece que lo hace para sí mismo; pero no, habla para mí, que lo observo. 

Pierre dice:

—Un día que estábamos aquí le dije a Margarita:

—Si tuviéramos un hijo le pondría de nombre Huber, en memoria de François Huber. Escribió un libro que se publicó en Ginebra en 1802, Nouvelles Observations sur les Abeilles, y recogió en él los primeros datos científicos sobre las abejas. Fue además el inventor de la colmena triple o cuádruple, en forma de acordeón, y también de esta que tengo a mi lado, la de cristal, extraordinariamente útil a la hora de observar el trabajo de los insectos.  

—¿Sólo por esa razón le llamarías Huber? —me preguntó Margarita sonriendo como lo hacía siempre ella, con un asomo de burla. 

—No sólo por eso —respondí— sino, sobre todo, porque Huber realizó su labor siendo ciego. Perdió la vista a los quince años, y hacía las observaciones valiéndose de los ojos de su mujer y de su criado. Iba con ellos a la colmena de cristal, y les preguntaba: ¿Cómo están colocadas las abejas en la pared? ¿Cómo mueven las alas? ¿Ha intentado algún insecto extraño, una mariposa grande o una avispa, entrar en la colmena? ¿Cómo han reaccionado las abejas? Memorizaba lo que le contaban su mujer y su criado, y luego, al cabo de unos días, les pedía que copiaran sus conclusiones en un cuaderno.

—Lo entiendo —dijo Margarita—. Lo que hizo Huber es admirable. Demostró que la voluntad puede vencer a lo que a todos parece fatal o imposible.  Me recuerda lo que me contaba mi madre cuando era pequeña sobre Demóstenes. Al parecer, Demóstenes nació tartamudo, pero superó aquel defecto yendo a la playa y dando discursos al mar con un guijarro metido en la boca. Al cabo del tiempo, se convirtió en el mejor orador de Atenas.

—Huber tuvo fuerza de voluntad, pero también fue curioso. La mayor parte de sus contemporáneos ni siquiera se apercibía del misterio que guardaban las colmenas.

Margarita no era, al principio, aficionada a las abejas. La primera vez que me acompañó a verlas, lo que vio le resultó desagradable: miles de abejas apretujadas en los panales, 80.000 abejas pegadas entre sí formando una especie de pasta de color café, marrón rojizo. Alguien poco informado creería estar ante un depósito de insectos muertos. Pero no, de ninguna manera. En el interior de una colmena no puede haber una sola abeja muerta. Las que se mueren son inmediatamente echadas fuera.

—¿Ves esas de ahí, las que están totalmente quietas y, efectivamente, parecen muertas? —le dije a Margarita invitándola a fijarse en el interior de la colmena de cristal—. Son las productoras de cera. Más tarde, las abejas arquitecto tomarán esa cera y harán paredes con ella, y en las paredes depósitos, unos 40.000, y también celdillas para las larvas y las ninfas, unas 120.000. Al final, llegará el turno de la abeja reina. Deberá pasar por las celdillas poniendo huevos. Unos 2.000 o 3.000 huevos al día.

Margarita abría los ojos al escuchar las cantidades, y lo que más le extrañó fue lo de los huevos, que la reina pusiera cada día 2.000 o 3.000.

—Así es como la reina crea su pueblo —dije—. Piensa, Margarita, que las 80.000 abejas de una colmena provienen de una única abeja. ¡80.000 criaturas, nada menos!

—¡80.000 Hubercitos y Hubercitas! —exclamó ella. 

—La mayoría de las abejas son hembras, y no les convendría el nombre de Huber —dije.

—Por cierto, tú siempre hablas de hijos —dijo—. Pero si tuviéramos una hija, ¿qué nombre le pondríamos?

—¡Huberinda! —dije.

Ella soltó una risa.

En aquella época reíamos por cualquier cosa. Como se dice en una canción de Jacques Brel, le rire était dans le coeur, la risa estaba en nuestro corazón. Éramos felices. Solíamos hacer picnics en la arboleda. Le déjeuner sur l´herbe

Un día de aquellos, Margarita se compró un traje de apicultor, pidiéndome que le enseñara a recoger la miel de los panales:

—Si se lanza un chorro de humo al interior de la colmena, y luego se meten en ella las manos moviéndolas con lentitud, las abejas no atacan. Piensan que se enfrentan a un fenómeno natural, a un ataque contra el que no cabe defenderse. De modo que engullen toda la miel que les es posible, para tener reservas, y se quedan completamente quietas hasta que el ataque remite. 

Margarita puso mucho empeño en aprender. Empezó a visitar las colmenas y a leer libros de apicultura.

—¿Es posible ver a las princesas dormidas? —me preguntó un día de verano, estando los dos en la arboleda. 

Las princesas, unas siete u ocho, suelen estar en el centro de la colmena, en habitaciones cerradas, dormidas, envueltas en una membrana. En un determinado momento, el espíritu de la colmena les pide que se despierten, que ya es hora de saber cuál de ellas ha de ser la reina. Las princesas despiertan, efectivamente, y empiezan a luchar entre ellas a vida o muerte. Al final, solo una queda viva. Vuela entonces hacia lo alto seguida por los zánganos, y uno de ellos la fecunda. Después, todos los zánganos son muertos, y la nueva república de las abejas se pone en marcha.

—No es posible, Margarita. No podemos ver a las princesas dormidas —le respondí—. Destruiríamos la colmena al tratar de llegar a sus habitaciones. Pero no te preocupes. Hay un catálogo en el que, en una especie de radiografías, puede observarse la escena. Ocho princesas dormidas.

Las radiografías le dieron miedo.

—Duermen tranquilamente —dijo—. Pero su destino está escrito. Siete de ellas morirán nada más despertarse.

—No te asustes por eso —le dije. Y añadí en tono de broma—: Al fin y al cabo, es nuestro propio caso. Nuestro destino está escrito. En ese sentido, somos como las princesas de la colmena.

—Esa semejanza es lo que me da miedo —dijo Margarita. La broma había sido torpe.

Olvidamos pronto aquella conversación, porque seguíamos viviendo con la risa en el corazón, le rire dans le coeur

Margarita siguió leyendo libros de apicultura, y las abejas se convirtieron en el tema favorito de nuestras conversaciones.

—Lo que dice aquí también es interesante —me dijo un día. Tenía en las manos un libro de Karl von Frisch—. Al parecer, las abejas bailan.

Karl von Frisch hizo un gran descubrimiento. Las abejas ejecutaban una danza, creando en el aire figuras con forma de número ocho. Es su manera de pasar información, de indicar con exactitud en qué dirección y a qué distancia se hallan las flores.

—Hagamos como las abejas —dijo Margarita—. Bailemos de vez en cuando.

Así lo hicimos. Empezamos a ir a los bailes. Normalmente al que cada sábado se celebraba en el Hotel Splendid de Dax.

Una noche, al volver de uno de aquellos bailes, Margarita me habló de la mariposa que llaman Esfinge Atropos. La Esfinge Atropos es una mariposa nocturna, muy fuerte y grande, de unos diez centímetros. En el dorso lleva la imagen de una calavera.

—¿Te acuerdas de cómo es? —me preguntó.

—Desde que apareció en el cartel de la película, la imagen es famosa —dije.

Pensaba en el cartel de Le silence des agneaux. De frente, el rostro de la protagonista. En lugar de la boca y los labios, la mariposa, Esfinge Atropos. 

—Al parecer, cuando esa mariposa penetra en la colmena, las abejas se pasan inmediatamente la noticia y toda la colmena se estremece. Son 80.000 o 90.000 abejas, pero basta un instante para que todas sepan que un enemigo ha entrado en casa. Nadie sabe cómo logran las abejas comunicarse tan rápidamente. Lo he leído en un libro de Maurice Maeterlinck.

—No recuerdo ese pasaje —dije. 

Cuando llegamos a casa y nos acostamos, Margarita tomó el libro de Maeterlinck de la mesilla de noche, y me lo leyó:

(…) saben entenderse y concertarse con una rapidez prodigiosa, y por ejemplo, cuando el gran ladrón de miel, la enorme Esfinge Atropos, la mariposa siniestra, que lleva a la espalda una calavera, penetra en la colmena al murmullo de una especie de encantamiento irresistible que le es propio, la noticia circula de ámbito en ámbito, y desde la guardia de entrada hasta las últimas obreras, que trabajan allá, en los últimos panales, todo el pueblo se estremece

—Pues no. No lo recordaba —dije sin levantar la cabeza. Estaba leyendo un artículo del periódico en el que se analizaban algunos detalles del atentado de las Torres Gemelas, y quería seguir con ello.

Ella cambió de conversación.

—Huber habría sido un bonito nombre —dijo—. Huberinda no, pero ya habríamos encontrado otro.

Hacía años que no sacábamos a colación el tema de los hijos. Me sentí incómodo.

—Aún estamos a tiempo —dije.

Ella no hizo caso de mi comentario.

—Mira, una Esfinge Atropos —dijo, mostrándome una de las ilustraciones del libro de Maeterlinck. La calavera del dorso estaba perfectamente perfilada.

Había una sonrisa en el rostro de Margarita. No era burlona, como otras veces, sino oscura. Una sonrisa-sombra. 

No supe entender el mensaje que Margarita me quería transmitir. Un mensaje muy importante. Que en nuestra casa, también en ella, había entrado una Esfinge Atropos. Necesité meses para entender lo que 80.000 o 90.000 abejas entienden en un instante. 

—¿Quieres que vayamos al baile del Splendid? Hace tiempo que no salimos —le dije un día. 

—Lo siento. No me apetece —dijo ella—. Prefiero ir a la arboleda de la colmena y sentarme allí a la sombra. Necesito un poco de descanso.

Me fijé en su rostro y vi la Esfinge. No en la boca, sino en los ojos. 

Pasaron dos meses. Dos meses y tres días. Era el uno de octubre.

Margarita dijo:

—No cambies los colores de las colmenas. Que sigan siendo azules, rosas y amarillas. No se te ocurra pintarlas de negro. Te conozco, y sé que sentirás la tentación de hacerlo. 

Teníamos en casa la copia de un dibujo de Durero. La dama ha muerto, y el caballero ha pintado todo de negro. Las casas, las piedras, el jardín.

—No cambiaré los colores —dije—. Pero pondré una cinta blanca en la de cristal.

—Me parece bien —dijo ella—. Pero tendrás que cambiarla de vez en cuando, porque se ensuciará. El blanco sucio es muy feo.

—La blancura de la cinta será siempre primorosa —dije.

Margarita murió el 5 de octubre. Antes de nada, antes de llamar a nadie, fui a la arboleda. Allí estaban las colmenas, igual que siempre, como si nada hubiera pasado: dos de color azul pálido, tres de color rosa, tres amarillas, una de cristal.

Coloqué la cinta blanca en el vértice de la colmena de cristal. Me llegó entonces un sonido, una sucesión de pequeños golpes. Miré a uno de los árboles. Algunas hojas eran de color naranja o rojo. Otras, la mayoría, marrones. El sonido venía de allí. Parecía el de un pequeño tambor. Por fin, lo reconocí: era un pájaro carpintero. Golpeaba con el pico un tronco hueco. 

Pensé que quizás se tratara de Margarita, de su alma convertida en pájaro. Me pareció un pensamiento hermoso. ¿No decía la Biblia que, al abrir el sepulcro donde yacía Cristo, una mariposa salió volando? Mariposa, pájaro carpintero… ¿qué importaba?

El pájaro carpintero continuaba golpeando con el pico, su tamborileo se confundía con los colores marrón, rojo y naranja de las hojas del árbol. ¿Qué importaba el mundo? La arboleda, las colmenas, todo ello quedaba fuera del mundo. Y lo mismo yo. También yo quedaba fuera. 


Pierre está de pie en la arboleda, donde sus abejas. Hay allí, en total, nueve colmenas: dos de color azul pálido, tres de color rosa, tres amarillas, y una última, la novena, de cristal, que ahora lleva una cinta blanca. 

—¿Quieres decir algo más? —le pregunto.

Él niega con la cabeza. Luego levanta la mano. Es la despedida. Me voy, quiero respetar su deseo de quedarse solo. Con el pájaro carpintero. Con el alma de Margarita.

Bernardo Atxaga

Seudónimo de Joseba Irazu Garmendia, que se licenció en Ciencias Económicas en la Universidad de Bilbao y en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona. Ejerció varios oficios, y ya en 1971 publicó un relato en El Norte de Castilla, publicando un año después una pequeña obra de teatro y su primera novela en 1976, habiendo cofundado en 1975 la revista Ustela. Ya más tarde se dedicó por completo a la escritura.

Desde el año 2006, es miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca. Y en 2010 fue nombrado miembro de Jakiunde, Academia de las Ciencias, de las Artes y de las Letras. Es autor de poemas, ensayos, obras de teatro, libros infantiles y juveniles y novelas. Entre otros premios, ha recibido el Nacional de Narrativa en 1989 y el Premio Nacional de las Letras Españolas 2019.

Cortesía - Lecturalia

Anterior
Anterior

La caída

Siguiente
Siguiente

Avanzamos por el monte muerto hacia un cielo sin luz