Cascarón de huevo

Miles Rothoerl

I

Un sol hambriento, duro, blanco. Un sol seco, salvaje. Un sol como un zarpazo la mañana en que llegáis al mundo arrugados, pequeños, en fila india entre lo oscuro, entre lo húmedo, allá donde no hay caminos, no hay figuras, sólo ecos que murmuran y aguardan el momento de abrazaros, sólo voces rebotando en las paredes de este océano con límites, de estas aguas densas que os refugian, que cercan vuestra apretura tierna nueve meses. Pero de repente la angustia, la duda, la asfixia; vuestro mar desagua y, sin aviso, el ahogo, la presión, el empuje; os agarráis tan fuerte que se os clavan las uñas en el otro, y más abajo, cada vez más abajo, y cómo rogarle al Hermano que no te suelte si aún no eres nombre, si todavía no, si no sois más que pececillos que boquean asustados, que piden ayuda sin palabras, arrastrados a través de la negrura. 

Y sin embargo fuera el mundo, la sangre, los olores. Fuera, la mujer que suda y se desgarra y se abre en dos pero no se rinde al grito, no se somete ni se arrodilla porque también ella nació un día en los llanos donde nadie escucha, bajo los cielos inmensos, en este paisaje que no interrumpen arroyos ni montes ni cumbres, y esa es la grandeza de la tierra –sólo la tierra-, de los surcos comidos de calor, la violencia de un mediodía de agosto, la Madre que respira y ruge y hace crujir las mandíbulas porque así es como pare una vaca, así es como pare una yegua, así consigues salir con los ojos abiertos, hendidos, curiosos. Qué alborozo a tu llegada, qué resplandor en las sonrisas de fuera. Si tan sólo supieran que el Hermano viene ahora, que su temor todavía te acompaña, que en menos de once minutos os colocarán sobre el regazo de la mujer que reconocéis sin saber cómo. Comentarán los otros que sois iguales, que no hay diferencia, veinte deditos perfectos, el pelo rizado y tan oscuro que platea, la misma caída de hombros, el mismo alzarse de una ceja sorprendida. La Madre sabe que hay que mirar más profundo, en la memoria de la sangre, esa que rige y que dicta y que dice que no, no sois iguales, algo te distingue del Hermano, algo en la memoria no escrita que se te posa en la nuca, te arrastra al comienzo, a la raíz, al origen y te hace recordar con su parpadeo silencioso quién eres tú, quién es él. Once minutos de retraso presagian al Hermano cascaróndehuevo; once minutos te llevarán a protegerlo siempre.


II

Un sol de sonrisa amplia, orgulloso como un padre, que mira y asiente y se pone redondo, grande, gordo de alegría cuando cumplís tres, cinco, ocho años y salís al campo a embriagaros de vida, lado a lado aprendéis el oficio de la siembra, el cuidado de las bestias. Juntos, colocáis las semillas en los surcos, las enterráis con delicadeza, como si os fuera a nacer una perla, les susurráis bajito que nazcan fuertes y no se dejen vencer por las plagas. Juntos y en cuclillas, encogidos al lado de las zanjas, esperáis pacientes la hora de las lluvias —ah, ese momento de euforia—, de agarraros de las manos, sintiendo en ellas el calambre del agua que rebota porque al fin la tierra se mueve, se despierta. Al acercar los oídos, podéis sentir cómo recibe y absorbe y succiona, se hace barro, es una niña prendida al pecho de la madre, una criatura que palmotea de gozo. 

Y cuánto os gustan las babosas que se pasean los días más húmedos, arrastrando su majestad a cuestas. Qué hermosas las hormiguitas que salen corriendo, todas a una, un batallón en miniatura rumbo a cualquier parte, tal vez a cavar un nuevo hoyo, sin quejas ni dilaciones —no hay tiempo que perder—. Las miráis intentando distinguirlas, buscando una preferida, pero pasan y pasan y pasan y su semejanza es perfecta, ninguna de color más pardo o con una pata que cojee; una tras otra son números eficaces, soldaditos rápidos, sin pelo al rape ni fusiles al hombro. Pobres hormigas, esquivando goterones y algún bache en el camino, sorteando charcos donde se regocijan las lombrices que ondulan con vocación de serpientes, buscando un refugio que a lo mejor sirva como nuevo Hogar. Y el Hogar, qué palabra hermosa, Hogar que significa casa y familia y ovejas que hacen beee y ollas que hacen gluglú y Mamá que llama desde la cocina porque el Hermano hace cofcofcof y debe resguardarse del relente —está delicadillo y luego siempre se resfría—. 

Once minutos, pequeño. El Hermano frágil, como una esquirla o un copo de nieve. El Hermano brillante, que entiende de números y estrellas sin que nadie le haya enseñado, pequeño brujo de la tribu que, cuando le viene en gana, se ilumina y suelta ocho por siete cincuenta y seis, o eso de allí es el Carro, y todos le aplauden, los vecinos y los pastores y hasta las gallinas del corral le aplauden —¿visteis qué listo es el chico?—. Esas veces en que el Hermano se luce y la gente deja de preocuparse por su salud de pajarito y demuestra cuántocuantísimo lo quiere, tú crees quererlo un poco menos. Sin saber de dónde viene se te enrosca algo en la barriga que te hace mirarlo como si no fuera tuyo, como si no hubierais llegado de la mano. Quizás son las lombrices las que se te meten y se te retuercen dentro, reptan viscosas por los huesos y lo dejan todo perdido, todo pegajoso de una baba que pesa y que no debería estar ahí —sabes que no debería estar ahí—, pero cómo evitarlo si sólo tienes ocho años; puede que cuando ya seas grande, a los diez, se te pase. Será cuestión de tiempo. 

Y mientras tanto a aceptar las cosas como son, porque en el fondo también lo sabes: el Hermano es de tiza, suave y blanco, y a ti te corresponde el barro. Él brilla como un relámpago, con el fulgor de lo demasiado breve. Pero tú eres mayor y fuerte y duro, naciste grande. Por eso coges aire y lo retienes y tragas saliva intentando limpiarte por dentro, empujando las lombrices hacia abajo, más abajo, reconociéndote en el barro que no ilumina ni destaca ni recibe aplausos pero que resiste, y eso es lo que haces, te aguantas los celos porque él es pequeño, bueno y dulce y cuánto puedes llegar a quererlo, cuánto. Sabes que hay que tratarlo con cuidado y mimo —ese murmullo en los pulmones siempre—. Porque el Hermano es tan claro que tiene miedo a lo oscuro, y el campo es negro y da susto por la noche, sobre todo cuando en el almuerzo os contaron horrendas historias del Hombre del Saco y luego, al caer el sol, os mandan con un jergón de paja a cuidar de las bestias, porque alguien tiene que hacerlo y así se curten los niños del campo. Es entonces cuando sientes su temblor, que es el tuyo pero más y le dices quédate y te echas a la espalda tus siete, ocho, nueve años y con un candil te adentras en la noche tú solo y te recuestas junto a los cerdos que no son simpáticos ni rosados ni hacen oink como cree la gente sino que gruñen y chillan y de vez en cuando se comen los bracitos de los niños como por maldad, como de postre. Sabes que al Hermano le dolería el pecho de pensarlo y por eso estás aquí, con tu trabajo y el suyo, qué más da, te aguantas las lombrices y nunca confiesas que pasas las noches en vela, vigilante entre las garras de los olivos, esperando aterrado el zurrón del Sacamantecas. 

Pero ya viene el día, dice el canto de los hombres que faenan, y entonces la dulzura de la leche tibia, la luz en la sonrisa de la Madre, el sol en el abrazo del Hermano. Lo miras y es como asomarte a un espejo, te ves reflejado en sus ojos y hay tanto amor, tanta luz en ellos que dejan de importarte los números, las estrellas, los cerdos, y hasta el Sacamantecas.

III

Un sol huidizo tras la capota del cielo, tenso como un pellejo, como el vientre de una vaca. Un sol jugando al escondite, disfrazado de bochorno en esa mañana en que todo se tuerce y se detiene la siega y al Padre se le encaja el terror en las pestañas porque ya vienen, ya vienen, ya vinieron. Ya os abren la juventud de un tajo cuando se os llevan como reclutas, diecisieteañosochomesescatorcedías (once minutos de diferencia). Se acabaron las azadas, los rastrillos y el sudor de los bueyes mansos porque al fin es el momento de las armas, de los fusiles en manos inocentes, del canto de consignas que no significan nada, nada, nada, porque cuando se os llevan solo vale el grito ahogado de la Madre, el silencio de las cabras en sus rediles, el temblor en los hombros del Hermano. Todo se calla para escuchar el palpitar sordo de la tierra, su bombeo de angustia y despedida, un tambor de guerra que pone ritmo a vuestra marcha —pumpum, pumpum—, compás de espera. Y con las jornadas se desliza el paisaje —prados, ríos, montes que nunca imaginasteis y que se alzan con su sombra de gigantes—, y cada vez más jóvenes, casi niños avanzáis con un beso del Padre en la frente, atravesando yermos fratricidas. Rojo y negro, negro y rojo.

Y dónde la épica, la libertad, la gloria. No en las navajas que dejan el cabello al ras, no en el viento que eriza la nuca, no en la disciplina de ir al paso, hormiguitas marciales rumbo adónde, minúsculas en su intento, absurdas en su aguantarse las lágrimas, temerosas en las noches de guardia rodeadas de ululares y enemigos. Y pobre Hermano, pobre Hermano, su cráneo al aire como una luna blanca, sus rizos negros que cayeron pero que al poco vuelven a dar flores. Pobre Hermano con miedo a la madrugada; lo oyes removiéndose a tu lado, dudando si orinarse encima por no salir solo a la noche, pero aún estáis juntos, dos mitades perfectas, te incorporas y lo tomas del brazo y lo alejas de los otros, hacia el vientre de lo oscuro, y mientras escuchas el goteo tímido te llega un pensamiento sonámbulo: echar a correr, escapar con él, una rebelión silenciosa, una huida secreta en la negrura. Desertar, volver a la vida, nunca una causa por encima de lo humano. Pero entonces el Hermano se gira y vuelve al catre, a fingir como todos fingen el sueño, aunque a veces alguien le ponga voz a la noche con un rezo —bajito, muy bajito—, dejando que las palabras se confundan y trastabillen agotadas, DiostesalveMaría, GloriaaDiosenelCielo, una oración insomne por una quinta demasiado joven, una quinta niña, sin amores ni odios. La guerra os ha robado los pañales y los ha cambiado por mortajas.  

Y lucharéis sin comprender. Paralizados por la duda, quizá apretéis el gatillo porque es lo que se espera, lo que se os ha ordenado. Asentís y acatáis sin saber quién hay detrás –pero qué más da, bajo el horror no hay bandos-. Cumpliréis con vuestro deber con la esperanza de regresar cansados, sucios, con las manos manchadas, da igual si vencedores o vencidos. Volveréis culpables a casa y recobraréis lo que es vuestro por derecho. Una Madre, un Padre, un Hogar que no preguntan por colores ni banderas. 

Pero mientras tanto el ahora, la barbarie, el regusto amargo del presente. La orden dada a gritos, el terror en los ojos del Hermano cuando os obligan por fin a separaros —cada uno a un pelotón—, un fogonazo en su mirada. El viento sopla y va a coger frío, el aire chirría entre las ramas, os quedáis quietos y esperáis —uno a cada lado—, como en vuestros juegos de niños -¿recuerdas?-, pero sin equipos ganadores ni victorias. Y ahora sientes que morir o matar son lo mismo, la misma derrota, la misma vergüenza, el mismo duelo. 

Y vosotros sois las fichas de una partida absurda, sin más ley que la carne que traga la pólvora, la sangre que se revuelve y rebosa a través de un cuerpo cubierto de agujeros, de orificios extraños, de aberturas que no son como la boca o la nariz o los oídos porque brotan de repente, ilógicas, antinaturales. Sin preverlo una bala se adentra en un costado, se abre paso entre la piel y el músculo, o toca el hueso que rechina, perfora el alma y duele, duele. Lo ves en la mirada del Hermano, un vaticinio en su cabeza lúcida, un mal presagio en su vocación de oráculo. Y no hace falta que diga nada —tampoco hay tiempo—, tenéis que separaros, pero cómo decir adiós o hasta siempre o espero volver a verte, qué palabras elegir y cuáles dejar dentro de la boca, tras los dientesmurallas; cómo enfrentaros al lenguaje que es también un monstruo y ruge y devora voluntades. Se agota el tiempo, los segundos se atropellan y optáis por el silencio, por dejar que vuestros cuerpos hablen —porque los cuerpos entienden—. Piel con piel devolvéis la vida a sus inicios, no hace tanto; regresáis al útero y a la Madre y a esta costumbre de existir como si fuerais uno —una cabeza, un tronco, un corazón—, uno que se escinde de nuevo. Y cómo describir el desgarrón al alejaros, la violencia, la herida que sangra y no se ve, una cicatriz como una O en la que no valen puntos de sutura, una O que quiere gritar y golpear pero que no grita ni golpea, una O muda que se agarra a la garganta, un sollozo contenido, el llanto más antiguo del mundo.

Y todos saben cuando os miran, vuestro abrazo partido y sus recuerdos, sus adioses anónimos, sus Familias de ojos doloridos que les dejaron un peso extraño en el estómago, un lastre que crece cada día y se alimenta de ausencias. No hallaréis en ellos consuelos o palabras compasivas, sois sólo otro eslabón de la misma cadena, apartados también del Hogar, de la Sangre que manda y no se respeta. Presentís que no hay honor en esta lucha. Patria o Revolución, palabras vanas. Las banderas, trapos que ondean al viento; luego, jirones sobre el campo de batalla.

IV

Un sol pequeño, indiferente, embozado tras las nubes de allá arriba. Un sol cargado de espanto cuando llega el momento de empuñar un arma, de apuntar al pecho o al muslo o a la frente de una sombra, dispuestos a cazar su juventud sin un motivo. Os escondéis entre los montes, al amparo de los árboles y en el lecho de los valles a la espera de matar a un hombre, no un conejo ni una perdiz ni una paloma, sino un hombre, un muchacho, un niño con su futuro por delante, con su Hija, con su Hermano, con su Madre. Un hombre que respira y es parte de este mundo, la más perfecta criatura que ha pisado la Tierra.

Y no os valen distinciones sin sentido, diferencias que buscáis para que matar duela un poco menos, un poco menos. Nada significan himnos, consignas, ideas cuando hay que atravesar el cuerpo de un hombre, cuando se le hunde un filo en las entrañas, cuando se le siembra el pecho de plomo. Porque entonces se refleja la edad en sus pupilas, los ojos abiertos, sorprendidos, como si estuviera aún jugando al escondite y nadie le hubiera dicho que la guerra iba en serio, de par en par los ojos asombrados que, al quedarse quietos, dicen veintidós, o diecinueve, o diecisieteañosochomesescatorcedías (once minutos aparte). A veces, menos. 

Entonces el temblor y la vergüenza, la náusea. Y hasta aquí ya.

Sin haber disparado una bala, bajas las manos, tiras el arma y echas a correr por campos que no son los de tu infancia, campos secos, yermos, ungidos de sangre, donde nada puede crecer si no es monstruoso, si no es raquítico o deforme. Se acabaron las viñas, el trigo, los olivos. Sepultadas las romerías, las canciones de siega, las chanzas de jornaleros. Olvidado todo lo amable y lo sagrado en estas tierras de Caín, convertido en cenizas todo lo bueno. Y solo queda correr, correr, correr, mover las piernas rápido, más rápido, mientras las nubes se oscurecen y el cielo descarga su ira, el agua levanta el polvo y aquí llega, aquí viene, ah, el momento de euforia de aquellos días antiguos, el olor inconfundible de la tierra que salta, dichosa, a recibir la lluvia, del arado humedecido, del huerto que baila y se ensancha colmado con el riego. Y luego arroyos de agua que limpia, el barro que oculta la sangre. 

Pero no mires, no mires, sigue corriendo, empápate y da gracias al cielo plomizo que oculta al sol de la venganza. Liberado por fin de tanta muerte, resbalas sobre la tierra pero sigues, viste un rebaño allá a lo lejos, ovejas calmas sin temor a nada, ovejas lindas en un tiempo paralelo, buenas ovejas de distinto pelaje —blancas, grises, pardas—, ovejas a cargo de algún pastor que te acogerá en su choza cuando caigas —pan, vino, un poco de queso—. Pero te fallan las rodillas y vas a rastras, las piernas desolladas, el mentón contra el suelo, levanta, continúa, ya llegas, casi llegas a las ovejas que descansan, perezosas, dentro de poco volverás a hundir los dedos en su lana.

Corres entre los campos rojos. Un hombre que escapa hacia la nada, un muchacho, un cascarón de huevo al que hicieron trizas sin motivo. Un niño, diente de leche, masticado —crac—, machacado —crac— entre muelas asesinas. Su crujido resuena por los llanos mientras busca un horizonte que no llega. Te rodean tierras en barbecho, inundadas bajo un cielo que jarrea y, cada vez más cerca, ese rebaño inmóvil, temeroso de balar o de moverse. Pero mira bien, abre los ojos, la lluvia escuece, pero aguanta, parpadea, recomponte, ya casi estás, ya casi llegas, y mira al fin lo que buscabas. Mira qué lana, qué quietud y qué silencio. Mira un rebaño de cabezas de hombre —cómo pudiste, cómo no quisiste verlo—, tantas cabezas de muchachos rubios, castaños, morenos que fueron antes a tus ojos ovejas blancas, grises, pardas. Ahora son niños que duermen tranquilos; unos con los zapatos puestos, otros con los cordones desatados o el pelo revuelto. Niños, como a punto de desperezarse, que sueñan sus veintidós, sus diecinueve, sus diecisiete abriles contra el barro.

Y cómo no arriesgarte a mirar, cómo no buscar al Hermano que es buscarte a ti mismo en un espejo, contener el llanto a la espera de esa misma caída de hombros, de ese alzarse de una ceja sorprendida. Encuentras y observas y dejas atrás ojos, narices y bocas que son de alguien pero no suyas —la crueldad en el alivio de que no lo sean—. Y dónde, dónde, dónde está el Hermano. En aquel codo, en aquella clavícula, en aquellos tobillos de la izquierda. En aquel vientre, en aquellas corvas, en aquel costillar a la derecha. Buscas en el centro, arriba, abajo, y la lluvia difumina los contornos, estalla sorda contra el suelo, borra las fronteras de los cuerpos. Y el agua ahora no es limpia ni amable ni pura sino sucia y cruel y roja. Agua que arrasa con los nombres de varón, que los arranca de cuajo, que los ahoga en sus corrientes; agua que bautiza e iguala los miembros —un dedo aquí, una mano allá—, cuerpos anónimos como parte de una misma angustia, perdida la identidad, sin iniciales. Y cuando desaparecen los nombres nada importa; volteas los cadáveres sin mirar sus ojos, los manipulas, escarbas vidas de hombre muertos, como quien siembra un cultivo, y su sangre se te mete bajo las uñas, te empapa las manos, y el olor, ese olor de tanta vida truncada, de tanta esperanza a la deriva. 

El olor que entra por la nariz y se clava en el estómago mientras buscas como un perro hambriento —dónde está el Hermano—. El olor que te impregna, se te sube a la garganta y te llama cobarde, traidor, escoria. El olor que pregunta, que increpa, que acusa —por qué ellos y no tú, por qué el Hermano y no tú—. El olor que te dobla y te vence y te desarma cuando crees verlo al fin —los mismos rizos, la misma delgadez, la misma altura—. 

Como un sonámbulo, coges aire y lo volteas. Cómo imaginar un rostro así, cargado de metralla, abierto como una granada. No hay rasgos humanos en esa masa informe, pero imaginas los labios rotos al borde de la despedida o el saludo —¿me echaste de menos?—, cercanos al qué bien verte de nuevo. Y abrazas ese cuerpo tan callado, lo acunas en tu pecho como a un niño, tu voz ronca lo llora suavecito —Hermano, Hermano, Hermano— mientras la lluvia amaina poco a poco.

V

Un sol tímido, huidizo, alumbra ahora vuestra imagen sobre el barro. Ilumina quizá un lunar, una marca, una cicatriz que desconoces. Y entonces estas manos, estos pies, tal vez no, tal vez no. Este cuerpo que abrazaste y no es el del Hermano. Furia, alegría rabiosa. Apartas el cadáver y gritas, gritas, gritas ya sin voz —volviste a perderlo de repente—, tu temblor sacude la tierra, tu eco no encuentra paredes. Arriba los ojos y el desgarro, a cuestas la desesperanza, a la espalda el llanto equivocado que has mecido. Atrás el cuerpo que estrechaste, en el suelo un Hermano que no te corresponde, que no es el tuyo, sin sepultura y con el rostro abierto, una puerta, una ventana, una trinchera. De par en par una mueca inocente hacia las nubes, una sonrisa torcida bajo el cielo.

Te yergues luego y una esperanza leve te da sombra. 

Levanta, alza la vista a lo lejos, hacia los campos buenos de tu infancia, al recuerdo del Hogar y de los Padres, a la vida titilante que has perdido. Defiende la honra del desertor, la ilusión callada del huido, la bandera blanca entre la muerte. 

Y ahora, ahora es el momento, esbozar un primer paso, tambalearse bajo el peso de una guerra, mirando al frente, siempre al frente. Y trotar, renqueante, por una tierra extraña, por un paisaje ajeno, buscando un sol dorado y comprensivo, un sol que perdone, un sol como un Hermano. 

Al sur siempre, sin perder el rumbo, al sur, sobre los campos amarillos, por caminos ocultos —que no te vean, que no te encuentren—. A casa resollando y sin aliento, como un caballo herido, como un niño que gana al escondite, proclamando su victoria entre los dientes. Al sur, a casa, a la gloria de los girasoles y los trigos, los tallos que se asientan y maduran, las semillas insolentes de tan fuertes. Y algún día, y algún día, y ya está cerca. 

Por ahora, correr, correr, correr, perseguir la huella del Hermano, colocar los pies sobre sus pasos, buscar su risa, sus estrellas, sus temores. Encontrarlo como última esperanza, descubrirlo escondido en algún hueco, bajo las mantas, en la alacena, en el desván de casa.

Alcanzarlo, recobrarlo y decirle que el juego se acabó. Y que ha ganado. Que habéis ganado la guerra.

Irene Reyes-Noguerol

Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, España, 1997)  Graduada en Filología Hispánica y máster en Enseñanza Secundaria por la Universidad de Sevilla. Profesora de Lengua Castellana y Literatura en Instituto de Secundaria. Ganadora de 4 premios académicos y 57 literarios; entre ellos, un Taller de Escritura Creativa por la Universidad Camilo José Cela de Madrid. Seleccionada por la revista Granta como una de los 25 mejores narradores jóvenes en español. Coautora en catorce antologías. Autora de dos libros: Caleidoscopios. (Sevilla, Ediciones en Huida, 2016) y De Homero y otros dioses. (Sevilla, Maclein y Parker, 2018)

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