El éxtasis sangrante
Una curva de sangre sobre el río,
mientras todo era un grito
J. Egea
Te pido que me hagas otra y tú obedeces. Ahora mismo, eres tan solo una extensión de mi deseo, mi propia masturbación ajena, y harás todo cuanto te ordene. Esas son las reglas del juego esta noche. Tú tienes la espada y yo soy la víctima, pero mis labios dictan la sentencia: el poder es mío, en mi destrucción mando yo. Te pido que me hagas otra y tú obedeces: un relámpago rojo abandona mi carne y riega tus manos. Después de unos segundos, como siempre, el sentido se desvanece.
De todos los fluidos que pueden salpicar el acto sexual, uno de los más estigmatizados es la sangre. Pero no se trata de un estigma nauseabundo, porque por lo general la sangre no provoca la arcada. En este sentido, es cierto que, en términos generales, la sociedad se muestra reacia a hablar de secreciones, debido a que estas sí que suelen producir náuseas: son pocos los contextos en los que se pueda conversar acerca del esmegma, las heces o de la orina sin transgredir las normas básicas de cortesía. Cuesta imaginarse a uno mismo exponiéndole a su directora de tesis o al jefe de su empresa, por ejemplo, que la noche anterior experimentó una polución nocturna; en cambio, sí parece factible contarles cómo ayer nos cortamos con un cuchillo mientras pelábamos zanahorias e incluso entrar en detalles sobre el caudal de la hemorragia. Y eso tan solo en lo que concierne a la palabra: más escasas todavía son las situaciones en que uno pueda expulsar estas sustancias en presencia de otros individuos. El vómito, el esperma o el squirt son tan íntimamente nuestros, tan ilustrativos de nuestros adentros, que solo pueden exhibirse ante un público selecto.
La sangre, como fluido, no suele provocar la misma náusea social. El que pesa sobre ella es un estigma de otra índole. La visión de una herida —si se trata de una laceración limpia y no hay vísceras de por medio, ni pus que infecte las orillas del corte— no concita repugnancia, aunque en ocasiones pueda llevar al desmayo. Aquí la pregunta clave: ¿por qué el desmayo y no la arcada? ¿Por qué la pérdida de la consciencia y no la mueca de asco? Una posible respuesta: porque la sangre, según los ejes perpendiculares propuestos por Bataille (1970), encarna al mismo tiempo lo más profano y lo más sagrado del ser humano: lo más horizontal de su caduca corporalidad y lo más vertical de su inescrutable existencia. La sangre es el principio de su vida y también de su muerte; el ser o no ser, así como el progresivo marchitamiento de su carne, está determinado por el torrente de sus venas. La contemplación de la sangre lleva al desmayo porque, en una especie de jouissance lacaniana (1), a caballo entre el éxtasis y la disolución, el individuo no soporta vislumbrar la condición estrictamente material de su subsistencia, la líquida fragilidad que rige su existir.
(1) Después de todo, la fusión de extremos batailleana no es muy distinta de lo que Lacan (1960 [1988]: 233), y Barthes (1973: 16) después de él, entienden por jouissance desde la óptica del psicoanálisis y en aplicación a la experiencia textual: un punto intermedio entre el sufrimiento y el goce (cfr. Žižek, 2006: 79), entre la plenitud y la nada, entre la sublimación existencial y el desvanecimiento del sujeto —el fading lacaniano—.
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Pero el estigma de la sangre va todavía más allá. Por motivos consabidos, es frecuente que se la asocie a la violencia en una relación metonímica de causa-efecto. En un paradigma cultural que condena(2) (casi) cualquier forma de violencia física, no sorprende que la sangre corra una suerte similar y que, por tanto, se vea de nuevo ligada a lo más abyecto del ser humano. Sin embargo, una vez más se entrelazan lo horizontal y lo vertical: el tabú que pesa sobre la violencia y sobre la sangre posibilita que, cuando las observamos o experimentamos en directo, tengamos la certeza de estar presenciando un fenómeno único, como si por fin el verdadero rostro de la realidad —violento y ensangrentado— hubiera desgarrado el velo de convenciones y máscaras culturales que cubre nuestros ojos. Žižek (2002 [2005]) profundizará más todavía y afirmará que percibimos esa verdad también como espectáculo, por dos motivos: primero, porque no somos capaces de asumir la violencia de la realidad cuando al fin la distinguimos; segundo, y consecuencia de lo primero, porque se nos ha educado para procesarla como tal y evitar así el impacto traumático.
La sangre entraña entonces una suerte de revelación, y contemplarla en su más grotesco esplendor despierta en el observador algo así como un sentimiento de trascendencia, una experiencia metafísica de lo verdadero. Como símbolo material de la violencia, la sangre esta representa la vida en su esencia más bruta: la destrucción está hermanada, por dialéctica entre antagonistas, con la creación. Tómense como ejemplo los cutters, que se autolesionan no para aniquilarse a sí mismos, ni para coquetear con la presencia cercana de la muerte, sino todo lo contrario: para encontrar en la sangre la confirmación de su materialidad somática irreductible, del soporte corporal que los une al mundo(3).
(2) Es preciso matizar esta afirmación en clave foucaultiana: más que condenar la violencia, el Estado se encarga de regularla, y la mejor estrategia para ello será mostrarla en forma de espectáculo. Por ejemplo, la tauromaquia en España se presenta como un simulacro artístico de violencia, los telediarios se sirven de la distancia simbólica que impone la pantalla, la industria cinematográfica la ficcionaliza de manera estereotípica y romantizada para no incomodar al usuario, etc.
(3) Lo confiesa Strong (1998) en una descripción de primera mano.