La literatura en viaje
Epigonía, mosaico y tinieblas en la obra itinerante de Roberto Bolaño
Vamos con el polen en el viento
Estamos vivos porque estamos en movimiento
[…] Lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos
Si quieres que algo se muera, déjalo quieto
Jorge Drexler, Movimiento
No soy de aquí ni soy de allá
No tengo edad ni porvenir
Y ser feliz es mi color de identidad
Facundo Cabral, No soy de aquí ni soy de allá
Partir es morir un poco.
Llegar nunca es llegar definitivo.
Oración del migrante
¿buscando qué? ¿buscando a quién?
Recuerdo la primera vez que leí en un texto el significado del término «epigonía», pues me impresionó haber dado con una expresión tan cercana al sentimiento que empezaba a experimentar tras haber terminado de leer la obra completa de Roberto Bolaño. Lo encontré descrito por Jorge Carrión en una revista de Altaïr precisamente titulada Los desiertos de Sonora, en la que una docena de escritores allegados a Bolaño reflexionaban acerca del territorio físico e imaginario del norte de México que cubre el grueso de la obra del autor chileno.
«El metaviajero no va, vuelve. A menudo descubre un territorio siguiendo las huellas de un escritor anterior. A mí me gusta mucho la palabra “epígono”, cuyo sentido recto es precioso: “aquel que sigue las huellas de otro”. Bolaño no fue un metaviajero en la realidad, pero sí sigue huellas textuales; su desierto de Sonora es regresar a viajes leídos».
En aquel tiempo «en el que crecer hubiera sido un crimen» —corría el año 2019, yo tenía dieciocho años, pero ya estaba loco—, no podría haber explicado el deseo incontenible de viajar —de «lanzarme a los caminos»— que la lectura de los libros de aquel chileno desconocido había despertado en mí, pero era un sentimiento de una intensidad incluso física. No me refiero, sin embargo, a cualquier tipo de viaje, sino a una suerte de «exilio, de fuga o de huida» —temas y modus operandi en el caso de Bolaño— que atravesaba y vertebraba de un modo específico la obra del autor chileno. En todos sus libros existía, o así lo sentí, una cierta pulsión interna que mantenía tanto a la trama y a sus personajes como al lector en un perpetuo estadio «en viaje». No obstante, las tradicionales preguntas «¿buscando qué? ¿buscando quién?» no se situaban ya en el centro del texto operando como fin último del trayecto (como había observado en otras narraciones o crónicas de viaje), sino que suponían tan solo el punto de partida, la envoltura del relato, la excusa, en fin, para partir, pero siendo esto, el «partir / por partir», el verdadero motivo de la marcha de sus protagonistas —este también solía ser el cañonazo de partida de los denominados beatniks americanos, con Kerouac y su En el camino (1957) en la cabeza, novela en la que se afirma que «la única y noble función de la época [era]: movernos»—. Sin embargo, Bolaño parecía trascender de algún modo la mera narración de una partida, fueran cuales fueran las razones o fuerzas motrices capaces de iniciarla. A medida que transitaba por sus libros, cuentos y poemas, fui descubriendo que existían distintos niveles de itinerancia en su obra, no solamente temática, sino también formal, o concretada en cruces de personajes y de parajes entre sus libros, formando un todo orgánico, repleto de conexiones vivas, de puentes entre realidad y ficción, forma y contenido, espacio y tiempo, cuyo resultado final parecía ser la invitación al lector de ponerse en movimiento. O así lo sentí yo, pues desde entonces el ejercicio de la epigonía devino fundamental en mi vida y en mi aprendizaje sentimental y lector. Empecé a advertir en mis siguientes lecturas diversas posibilidades de expandir la literatura más allá de sus páginas. También que existían órdenes secretas, inofensivas en apariencia, bandadas de lectores cuya pasión de recorrer y atravesar el mundo como un texto resultaba irresistible, casi un mandato. Todo ello se inició, en cierto modo, con Bolaño. ¿Cómo lo hizo? «Sorprende que un escritor que viajó tan poco convierta el movimiento en la gran energía de su literatura», observa Carrión en su examen de la Sonora heterotópica de Bolaño. Una multitud de amigos y admiradores suyos se arrellanan en ocasiones alrededor del fuego que desprende la pregunta por el movimiento, por el exilio y la fuga, que sobrevuela tanto su obra como su biografía. Carmen Boullosa también se mostró sorprendida de que Bolaño abandonara México en un momento de máxima ebullición literaria, en 1977. Tal vez realmente sí quería, como afirmó en una entrevista, «vivir fuera de la literatura», siempre atendiendo a su propio mandamiento:
«El riesgo siempre está en otra parte. El verdadero poeta es el que siempre está abandonándose. Nunca demasiado tiempo en un mismo lugar, como los guerrilleros, como los ovnis, como los ojos blancos de los prisioneros a cadena perpetua».
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Procuraré no detenerme en datos biográficos, y trataré, en cambio, de indagar en el concepto de movimiento en la literatura de Bolaño desde otras aristas y perspectivas que he ido conociendo después de la lectura de sus libros, en la lectura de otras obras, de otros autores, con quienes podríamos establecer una cierta genealogía acerca del concepto de itinerancia o «literatura en viaje», sin suspender ni por un instante mi escritura, pues también de Bolaño aprendí que todo intento de relatar la existencia es siempre una fuga hacia adelante, hacia adelante…
bienaventurado es quien camina
En Los detectives salvajes, publicada en 1998, Roberto Bolaño se propuso describir «el destino de una generación de jóvenes latinoamericanos, los nacidos en la década de los cincuenta, en un espacio temporal de 1975 a 1995 y en un espacio que comprendiera desde México, Estados Unidos, Centroamérica, Chile, Argentina, varios países europeos, Israel, hasta el África subsahariana». En el fondo se trataba ni más ni menos que de la historia del destino de su propia generación y movimiento literario, los infrarrealistas, del cual fue miembro fundador durante su estancia en México, y que irremediablemente se fue disolviendo a lo largo de los años. Podría haber hecho un estudio historicista del movimiento, o una suerte de crónica o apéndice de las aventuras que vivieron, pero Bolaño ambicionó convertir la historia de su generación en, de algún modo, la historia de todas las generaciones poéticas (de su derrumbe y de su belleza), y por ello la filtró mediante los mecanismos de la literatura y otras maniobras que convirtieron su relato en un inmenso mausoleo de tramas «en viaje». Nuevamente, ¿cómo lo hizo? …