Consideraciones en torno a los fantasmas de Kafka

Dibujos de Franz Kakfa

Por lo visto vivimos en el mundo de los fantasmas de Franz Kafka. No me refiero a esos que merodean en su obra, como el de un padre hecho de «…fuerza, ruido e iracundia» (1), sino más bien a los que el propio Kafka alude en su correspondencia personal, y a los que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han dedica un capítulo en su Buen entretenimiento (2018). La génesis de dichos fantasmas tendría lugar en las cartas que intercambiaron Kafka y Milena Jesenská, durante el par de años que duró su platónico amorío; y más específicamente en una fechada a finales de marzo de 1922, en la que el autor de El proceso afirma que

…escribir cartas significa desnudarse delante de los espectros, cosa que ellos esperan ansiosos. Los besos escritos no llegan a su destino sino que los espectros se los beben por el camino. Con una alimentación tan sustanciosa se multiplican enormemente. La humanidad lo percibe y lucha contra ello; para eliminar en lo posible lo espectral entre las gentes, y lograr el contacto natural, la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano, pero ya no hay ayuda posible, son manifiestamente inventos hechos ya en el despeñadero; la parte contraria es mucho más serena y fuerte, ha inventado, después del correo, el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros sucumbiremos. (2)

Lo mismo que en otra misiva, dirigida esta vez a su amigo Max Brod, en la que plantea cosas semejantes:

No me fío de las palabras ni de las cartas, ni siquiera de cuando estas palabras y esas cartas son mías. Quiero compartir mi corazón con las personas, pero no con fantasmas que juegan con las palabras y leen las cartas con avidez. En lo que menos confío es en las cartas, y es una fe extraña creer que basta con cerrar el sobre para que la carta llegue segura al destinatario. (3)

Es fácil hacerse a la idea, a juzgar por estos fragmentos de correspondencia, de que Kafka profesaba un intenso desprecio por lo mediático —o sea, lo que requiere intermediación— y que se trataba de un hombre fervorosamente comprometido con la realidad corpórea e inmediata, eso que en tiempos recientes hemos bautizado como «presencialidad». Pero una lectura de sus Cartas a Milena evidencia lo poco comedido que fue a la hora de alimentar esos fantasmas: durante casi dos años escribió una carta diaria, a veces dos, además de telegramas y «correos neumáticos», a esa joven casada con la que apenas se pudo encontrar en persona en dos oportunidades: una vez durante cuatro días en Viena y otra durante uno solo en Gmünd. Casi podría decirse que la relación ocurrió en el papel de las cartas, y que fue por encima de todo una relación literaria, impulsada por la traducción al checo de los cuentos de Kafka. 

Además, se sabe que Kafka era —cosa también evidente en sus cartas— un hombre angustiado, inseguro, aquejado por una tuberculosis que lo acabaría matando tan solo dos años después de acabado el amorío, para quien la escritura «…no es más que la bandera de Robinson en la cota más elevada de la isla». No de otro modo se explica su petición a Max Brod de quemar sus escritos póstumos: una venganza final contra los fantasmas. En esa lucha, sin embargo, llevó siempre las de perder. Su última voluntad fue traicionada por todos: por su amigo Brod, a quien debemos la preservación de su obra, y a su vez por Milena, quien hizo lo propio con su frenética correspondencia. En el colmo de las tristezas, las respuestas de la joven se han extraviado, de modo que únicamente sobrevive la voz desesperada de Kafka, resonando en el vacío de su gran isla desierta.

Por su parte, Byung-Chul Han nos invita a compartir las desconfianzas de Kafka. Sus razones se entienden mejor en el marco de la reciente pandemia, caracterizada por las tensiones entre el deseo de contacto real y la presencia abrumadora de las pantallas: «Los fantasmas de Kafka, entre tanto, han inventado también internet, Twitter, Facebook, el Smartphone, el correo electrónico y el Google Glass. Kafka diría que la nueva generación de fantasmas, a saber, los fantasmas digitales, son más vivaces, desvergonzados y ruidosos» (4). Ni en sus más atrevidas ficciones Kafka pudo intuir la venidera multiplicación de los espectros, y menos aún que acabarían cooptando nuestra experiencia del mundo: a través de ellos se trabaja, se estudia, se hacen compras o se tienen citas con desconocidos. Pero de alguna manera previó el barniz de lejanía que ello le imprimiría a lo real y la ansiedad de separación que despertaría como respuesta. Interpuestos entre nosotros y el mundo, los fantasmas sin embargo prometen darle a la vida una mayor intensidad.

Tal vez la versión más reciente de esos espectros de Kafka lo constituye eso que hoy conocemos como algoritmo: una mano invisible que elige por nosotros lo que podríamos ver o leer, a partir de lo que su mirada invisible le dice sobre nuestros gustos, preferencias y comportamientos. No contentos ya con los besos escritos, nuestros fantasmas han ampliado el menú para incorporar nuestros likes y «me gusta». Su presencia, no obstante, se hace tangible en cuanto aspiramos al territorio que el mapa oculta —como en la fábula borgiana con la que Jean Baudrillard estudió la simulación y el simulacro—, es decir, cuando cobramos consciencia del recorte, de los límites impuestos por el criterio espectral. Si Kafka temía al engaño de los fantasmas, nosotros en cambio dejamos que elijan en nuestro nombre, que organicen nuestro mundo según un criterio «recomendado» (por no decir «adecuado») para nosotros.

Semejante panorama supone, volviendo a Byung-Chul Han, el riesgo de privarnos de un «verdadero testimonio», vale decir, de conectar y reconocer al otro en su lenguaje. Buena parte de las cartas entre Kafka y Milena, por ejemplo, se va en explicaciones y aclaraciones respecto a lo dicho, en aclarar la intención de una frase o en decidir si escribirse en checo o alemán. Nuestros fantasmas digitales, en cambio, lo resuelven de un modo más rápido y eficiente: la interacción o el silencio, a lo sumo en compañía de jeroglíficos modernos: memes y emoticones. Byung-Chul Han nos recuerda en su libro la advertencia de Martin Heidegger respecto al «…peligro de que los hombres de hoy sigan siendo sordos para su lenguaje [pues] Lo único que llega a sus oídos es el ruido de los aparatos, que ellos tienen casi por la voz de Dios» (5). Uno podría preguntarse si a ello se refería Franz Kafka al hablar del «contacto natural» o de «la paz de las almas» que la escritura de las cartas le arrebataba: la esperanza de que al final haya un ser humano con el que entenderse. La misma que en sus ficciones empuja a Josef K. en su agónico proceso hacia la muerte, en pos de alguien que pueda explicarle cuál fue el delito cometido.

Hoy, sin embargo, resulta imposible cumplir la última voluntad de Kafka. Nuestros fantasmas virtuales toleran poco y mal los arrepentimientos, los cambios de opinión, la quema de documentos o la nulidad de la muerte. Y es lícito preguntarse acerca del costo que tienen dichas dinámicas de mediación. Los fantasmas de Kafka nos pagan las cuentas, nos guían en ciudades ajenas y nos identifican en público. Nos han hecho libres de la molestia del trato con los demás, y posiblemente también de ponernos en sus zapatos. Pero es difícil saber si detrás de la promesa de una realidad más simple se esconde la soledad de Robinson en su isla desierta. «Nosotros sucumbiremos» —qué duda cabe de ello—, y en cambio persistirán nuestros perfiles de Facebook.

(1) Carta al padre (1919).

(2) Cartas a Milena (1952). 

(3) Max Brod, Franz Kafka. Eine Freundschaft Briefwechsel (1989), citado por Byung-Chul Han (2018, p. 130).

(4) Byung-Chul Han, En el enjambre (2014), p. 60. 

(5) Desde la experiencia del pensar (1947), citado en Byun-Chul Han (2018, p. 131).

¿Por qué apoyar a Casapaís En Línea?

Muchas personas acuden a Casapaís para disfrutar de la literatura y escapar de la rapidez del mundo contemporáneo. Nuestra misión nunca ha sido más vital que en este momento: profundizar la realidad a través de la literatura. Las contribuciones financieras de nuestros lectores son una parte fundamental para apoyar nuestro trabajo, que requiere muchos recursos (como el pago a cada uno de nuestros autores), y nos ayudan a mantener Casapaís en línea gratuita para todos. Por favor, considera hacer una contribución a Casapaís hoy para ayudarnos a mantener este espacio libre para todos.

Comparte este texto

Gabriel Payares

Gabriel Payares (Londres, Inglaterra, 1982). Escritor venezolano, licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, Magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar, y Magíster en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero en Buenos Aires. Autor de tres libros de relatos: Cuando bajaron las aguas (2008), Hotel (2012) y Lo irreparable (2016/2017). Ha recibido distintos galardones literarios nacionales e internacionales y sus relatos se recogen en antologías y revistas literarias.

https://twitter.com/gpayares
Siguiente
Siguiente

La construcción de un poema desde el collage