A ti, que huyes

Comentario a La noche oscura, de san Juan de la Cruz.

1. En una noche oscura,

con ansias, en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada

estando ya mi casa sosegada.

2. A oscuras y segura,

por la secreta escala, disfrazada,

¡oh dichosa ventura!,

a oscuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

3. En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía,

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.

4. Aquesta me guiaba

más cierto que la luz de mediodía,

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

5. ¡Oh noche que guiaste!

¡oh noche amable más que el alborada!

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

6. En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba,

y el ventalle de cedros aire daba.

7. El aire de la almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería

y todos mis sentidos suspendía.

8. Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado,

cesó todo y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.


Siguiendo la tradición (1), el 15 de agosto de 1578 Juan de la Cruz se descuelga del alféizar de un mirador de la cárcel de Toledo con una cuerda formada por mantas atadas. Su carcelero testificó en el proceso de beatificación varios años después, relatando la huida: «una noche, habiendo este testigo cerrado la puerta de la cárcel con su candado y llave, y recogido ya el convento, el siervo de Dios fray Juan de la Cruz se salió de la cárcel por la puerta, a lo que pareció después, y salió a la sala dicha; y de un mirador se descolgó por una parte muy alta y peligrosa. Y este testigo tiene por cosa miraculosa la manera de descolgarse del mirador…».

Por supuesto, el carcelero que estaba encargado de él esa noche lo habría dejado escapar, aflojando las armellas del candado y ayudándolo a descolgarse (si es que se descolgó) del tal mirador que da prácticamente al Tajo. A oscuras, y en celada. A partir de ahí, Juan de la Cruz se escabulle de monasterio en monasterio, cruza Despeñaperros y llega a Jaén, hasta que la persecución se hace injustificable. En la cárcel habría escrito (¿y llevado consigo en su huida?) parte de la Subida al Monte Carmelo y varios poemas. Entre ellos, este mismo. 

Es tentador relacionar su fuga a la del alma en busca del Amado, aunque eso provoque incoherencias cronológicas: ¿escribe el poema pensando en la fuga? ¿Lo escribe después? San Juan deja también unos paratextos, los comentarios a la Noche oscura, que se extienden mucho en explicar la transformación espiritual que quiere significar el primer verso de la primera estrofa, pero que se van acortando más y más, hasta terminar abruptamente al llegar a la tercera estrofa. La explicación del santo termina justo después de unos brevísimos comentarios sobre no entender nada, ver menos todavía y dejarse guiar, en lo que llamó «la noche pasiva del espíritu»:

«La tercera es, que aunque ni va arrimada a alguna particular luz interior del entendimiento, ni a alguna guía exterior, para recibir satisfacción de ella en este alto camino, teniéndola privada de todo esto estas oscuras tinieblas; pero el amor solo que en este tiempo arde, solicitando el corazón por el Amado, es el que mueve y guía al alma entonces, y la hace volar a su Dios por el camino de la soledad, sin ella saber cómo ni de qué manera».

No había ido mucho más lejos en la Subida al Monte Carmelo, donde se explaya solamente en la «noche activa del espíritu», muy del gusto contrarreformista por lo que tiene de acción voluntaria de purificación, de penitencia y de preparación para el encuentro del alma con Dios una vez terminado el proceso. 

En cualquier caso, no hay mucho más en lo que respecta a los comentarios y la exégesis se para en la parte más interesante. ¿No la terminó? ¿Destruyó las páginas siguientes por miedo a represalias? ¿Se las hicieron desaparecer otros? Tampoco está nada claro (2). En su lugar, deja un silencio elocuente a mitad del camino. El alma está purificada (o casi), pero el peregrino se encuentra de pronto abandonado, con su hábito, su cilicio y demás attrezzo, frente a las estrofas cuarta y quinta, esperando que la oscuridad sea luz o que la propia luz se oscurezca y entonces guíe, o lo que sea que el poeta quiso decir en un oxímoron precioso pero en general bastante poco útil:

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz de mediodía,

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

 

¡Oh noche que guiaste!

¡oh noche amable más que el alborada!

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!


Ante el silencio del mapa y guía, inútil ahora, solo queda el poema. Si antes lo hemos podido leer como un acertijo o como un código que era necesario descifrar con el paratexto, ahora estamos detenidos y perdidos en mitad del camino, todavía demasiado cerca de la almena de la que cuelgan las mantas atadas, como una bandera, bordeando el Tajo. ¿Detenidos? En realidad, no. No cabe la parálisis ni el abandono; los frailes se levantarán para los maitines y descubrirán el candado mal cerrado y la celda vacía. Frente a nosotros, el camino se bifurca: noche que guiaste, noche con luz de mediodía, noche amable más que el alborada… Y hacemos el gesto inconsciente e histérico de mover la cabeza rápidamente hacia los lados, viendo qué sendero de olmos parece el correcto en mitad de esa noche negrísima. Este gesto es una conmoción, un movimiento o perturbación violenta del ánimo o del cuerpo en un momento grande de nerviosismo. Echaremos a correr por el camino que parezca más penoso para despistar a los que nos persiguen y tropezaremos varias veces. El hábito llegará lleno de espinos y rajado, las sandalias abiertas no habrán podido evitar que las piedrecitas se nos metan por el pie y nos hagan ampollas y hasta heridas. Pero de momento, sin embargo, corremos y tenemos miedo, y apenas hemos podido pensar que san Agustín ya contó esta historia: Amemus et curramos, corramos a amar, amemos con avidez y con prisa, amemos con desorden, conmovidos.


La segunda conmoción viene en el descanso: dejamos Toledo atrás hace un rato y el camino se ha bifurcado infinitas veces, hemos tomado las decisiones al azar y ahora estamos frente a un riachuelo rodeado de coníferas. Hace viento, porque se escucha el sonido de las copas chocando unas con otras, pero al suelo no llega nada más que el olor suave del bosque. El sueño que viene no tiene imágenes y el olor se expande durante horas. Al despertarnos, sigue siendo de noche. El tiempo se ha convertido en una materia extraña, táctil, que pierde su estructura y deja de ser lo que va pasando para empezar a convertirse en lo que queda por pasar. La noche, la purgación que ya hemos olvidado (¡cuántos pecados nuevos desde entonces!), todo empieza a tener sentido para la espera misma y nada más, la duración desaparece, porque la duración no cabe en el poema y el tiempo es solo el tiempo que resta. Yo mismo, que escribo esto pensando en disfrutar un rato, en permitirme un juego con un poema que he leído muchas veces, empiezo a ver esta página como parte de esa espera. Las letras van siguiéndose; esta a, que siguió a una t, que siguió a una s, se funden con la pantalla y alargan el aplazamiento. Sé que contienen el encuentro tras ellas, pero en lugar de comerse el tiempo lo llenan de sentidos y de ideas a pesar de que el tiempo que resta está condenado y yo lo sé, y aunque existe solo como umbral y como prórroga, en mitad de la noche apenas calman los umbrales.


La tercera conmoción es el traslado. Cuando pienso en el lenguaje llevado en andas de una iglesia a otra no pienso en su figura y no me importan los elegidos para transportarlo. Qué me da a mí quién lleve el peso del lenguaje, si en el lenguaje no hay gesto, si el lenguaje en sí mismo no transporta nada, no es un receptáculo ni es un cántaro ni es el eco del cántaro. El lenguaje está en la noche para siempre y no ilumina nada y necesita de veinte hombres, diez a cada lado, que lo lleven a través de ella, cuidándose de tropezar, matando el tiempo, acercándolo a las lámparas y, al reflejarse en él la luz que despiden, adorarlo como a un dios. Y cuando lleguen cansados a la iglesia y lo dejen en el altar, los veinte hombres se mirarán satisfechos entre ellos y pensarán que el lenguaje existe por sí mismo. Pero el lenguaje solo es una carga. El lenguaje solo ha existido en el tránsito, para que otros lo carguen.


La última conmoción es el encuentro. Los cabellos de mi amado son largos y negros. Estoy tumbado sobre él, he apoyado mi cabeza en sus rodillas y él me toca el cuello con torpeza. He hecho lo mismo hoy que todos los días. Fui a la oficina, estuve leyendo hasta la hora de comer, pasé por el mercado, volví al trabajo y ahora saldré en unos minutos, cuando cierre el ordenador, esperando para encontrarte. Estoy en este tiempo que no es el de la parálisis ni el de la pérdida. Vivo y sueño que vivo, estoy impaciente y feliz, espero. 


Groninga, 8 de noviembre de 2021


(1) Para este texto, y a pesar de que existen fuentes más científicas y actuales, pero menos ligadas a los textos de san Juan, sigo la biografía del padre Silverio de Santa Teresa, Carmelita Descalzo (Obras de San Juan de la Cruz, Biblioteca Mística Carmelitana, Burgos, 1929).

(2) Agradezco en este punto las amables aclaraciones del profesor Ángel García Galiano, gracias a la mediación de Óscar Esquivias.

 

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Juan Gallego Benot

Juan Gallego Benot (Sevilla, España, 1997). Está realizando una tesis doctoral sobre la idea de Modernidad y las luchas religiosas del siglo XVII. Publicó Oración en el huerto (Hiperión, 2020), gracias al Premio Tino Barriuso de Poesía Joven. Ahora escribe un segundo libro sobre la expulsión de los gitanos del barrio de Triana en Sevilla a partir del urbanismo, el amor y el flamenco.

https://twitter.com/juangbenot
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