Cortejar el deseo: sobre las transgresiones en Terrestre, de Cristina Rivera Garza

Toca la imagen para ir a la página de la editorial

Llevo mucho tiempo preguntándome sobre la extrañeza que provoca un viaje. Específicamente, la extrañeza en el cuerpo femenino de quien se desplaza sola. Se supone que es el cuerpo aquello que más conocemos de nosotros mismos. Lo hemos habitado toda la vida, hemos intentado domesticarlo y, sin embargo, se producen en él grandes y pequeñas transformaciones, conscientes o inconscientes, cada vez que nos desplazamos.

Por ejemplo, escribo estas notas en un bar de Montrose, cuyo nombre desconozco. He entrado atraída por la madreselva que crece en las paredes de su patio y se desborda, más allá de los muros, hacia la calle. Me han pedido el ID y me han deseado feliz cumpleaños, coming soon, ha dicho el chico de la entrada. En unos días cumpliré treinta y tres años y habré vivido en tres países diferentes. El espacio que habito es, entonces, un tema que me preocupa y me atraviesa, desde los (des)afectos y la (im)permanencia.

Para llegar aquí he tomado un vuelo de Miami a Dallas —donde pasé unos días con mi padre—, he conducido tres horas desde Dallas hasta Houston y luego he caminado ocho kilómetros dando vueltas por la zona, hasta encallar en este pequeño tugurio. Me duelen los pies y me pesa la cartera. ¿Qué decidió mis pasos esta tarde? ¿Quiénes son las personas que beben cerveza muy cerca de mí? ¿Cuánto tiempo estaré aquí?

De eso trata Terrestre, el más reciente libro de Cristina Rivera Garza, que he terminado de leer en la barra, acodada sobre la madera pegajosa, con una Corona Light. Mujeres que se mueven por territorios desconocidos; caminando, en autobuses, trenes o pidiendo ride en las carreteras; persiguiendo ciertos ideales, queriendo perderse o encontrarse, mudándose a otras ciudades, huyendo también.

¿Los destinos? A veces distantes, a veces inabarcables, a veces íntimos. Belfast, Chihuahua, Cancún, Ciudad de México, Alaska, Guadalajara. Desde la periferia hasta el corazón: «un territorio no es un país». Lo único recurrente en estos espacios es el desplazamiento por tierra, de ahí el título Terrestre, también asociado a un tiempo que puede estirarse o encogerse hasta sus límites, «nadie sabe nunca que no tendrá tiempo» según la propia experiencia viajera.

Pero Terrestre es mucho más que estas nociones tal vez abstractas —ese tipo de palabras que a los lectores nos resbalan por imprecisas—. En realidad, adentro de este libro asistimos a los efectos del viaje sobre el cuerpo, así como la extrañeza que supone movernos por lugares desconocidos, «no somos del camino ni de las señales del camino ni del lenguaje de las señales del camino»; un desconcierto que implica también peligros y arrojos: «El paisaje los asalta por las ventanillas, incesantemente, sin fatiga alguna. El paisaje los golpea, los amaga, los maravilla. Los marca. El paisaje, que se mueve con ellos, se les encaja en los ojos y, después, bajo la piel. Proceso de inoculación. Así lo sienten».

Es posible reconocer en esta elección retórica la amenaza del paisaje sobre quienes lo recorren por primera vez, así como la violencia de las palabras —asaltar, golpear, amagar, marcar, encajar— sobre la vulnerabilidad del cuerpo de quien viaja y aun así se maravilla con el escenario que se le revela. Moverse por un territorio implica, por supuesto, la exposición, la incertidumbre y el acecho de lo desconocido, sobre todo para las mujeres, pero también hay mucha seducción en la transgresión del espacio.

De hecho, el libro en sí mismo supone un viaje transgresor, un desplazamiento textual que exige del lector la persistencia para terminarlo y cuyos juegos narrativos nos pueden hacer naufragar si no estamos muy convencidos de llegar al puerto final. Por ejemplo, «El significado de la lluvia», un texto cuya atmósfera húmeda parece también reblandecer las palabras y enlentecer demasiado el ritmo, por momentos soporífero, pero que encierra en su núcleo la violencia de unos años lejanos y el ímpetu idealista de la juventud. O «Los leones no están acá», que intenta producir una descripción por ausencia a partir de oraciones, todas, escritas con negación explícita y encadenada: «No se abría la puerta sin aviso alguno, para no dejar entrar a otros muchachos que, caminando presurosos, no alzaban sobre sus cabezas las bolsas de plástico con los quesos y el jamón y los camarones y las botellas de whisky y las bolsas de pistachos que no se habían robado en los supermercados y los almacenes que no quedaban en la ruta hacia la casa vieja».

Pero más allá de estas maniobras estilísticas, si buscamos coincidencias entre los textos que integran el libro, tendríamos que apuntar la escritura por secciones —separadas por dobles espacios o con sus respectivos subtítulos—. Esta construcción fragmentaria evoca la propia concepción de un viaje con sus etapas (planeación, experiencia, regreso, asimilación), pero también emula, gracias a cierto estilo cortado, el ritmo de la respiración, tan corporal como el propio proceso mental de quien viaja. Incluso, la repetición ex profeso de estructuras gramaticales también replica esa fragmentariedad rítmica, que a la larga constituye un todo, como el acto de respirar.

Sin embargo, si es posible detectar en este libro cierta comunión estructural, me resulta imposible —y tampoco quiero— clasificar los textos que integran Terrestre. En las palabras de la contracubierta se puede leer «un libro de crónicas especulativas o relatos de viajes». ¿Pero qué literatura no es especulativa en sí misma?; incluso la crónica, ese género a caballo entre el periodismo y la literatura, ha de desbocarse por los senderos de la elucubración en aquellos momentos en que la realidad no sea capaz de proveer ciertas piezas para el rompecabezas.

Asimismo, la propia escritura de viajes implica una fluctuación entre lo representativo y lo poético, entre lo factual y lo imaginativo, sobre todo cuando se narran desde un presente hechos que corresponden a desplazamientos ocurridos hace mucho tiempo, como es el caso de algunos textos de Terrestre. La propia memoria, especulativa per se, es fragmentaria y construida a partir de prótesis fabuladas. También lo afirma la autora: «Si es memoria es ficción, alguien argumentaba alguna vez. Si es memoria es confusión».

Un aliento poético —recurrente en la obra de Rivera Garza— se funde con el tono ensayístico, con la construcción quirúrgica de la trama de un cuento y con el acercamiento afectivo a los archivos, otro tema que la autora ha trabajado en los últimos años a través de obras no ficcionales como El invencible verano de Liliana y Autobiografía del algodón. En Terrestre, es quizás «Todo se está despidiendo» el texto que más evidencia esta relación entre el cuerpo, el archivo y el espacio que habitamos: una mujer que lee el diario de viaje de una desconocida como si el objeto en sí estuviera vivo y fuera un artefacto del pasado y el futuro al mismo tiempo. De hecho, este es también el tema de la conferencia de Rivera Garza que escucharé días después —«Ir al archivo como quien va hacia el futuro»—, como parte del congreso por el que he viajado a Houston.

Son inclasificables, por tanto, los textos aquí recogidos. Incluso, desde el propio discurso, no solo asistimos al recuerdo personal de la autora-viajera —una característica pretendidamente imprescindible en la literatura de viajes—, sino que la memoria parece construirse colectivamente en textos como «Práctica de campo», cuyo narrador asume la primera persona del plural. De hecho, los protagonistas de estas historias casi siempre se nos presentan colectivamente: las amigas de «Pajarracas» y «Sol de otro planeta» y las parejas de «Los leones no están acá» y «Los que me ayudan a mudarme también están en movimiento».

Por eso, poco importa una clasificación del libro, sobre todo si tenemos en cuenta que quienes se desplazan por estas páginas son mujeres, que viajar ha sido una práctica históricamente masculina y que, por tanto, para las viajeras escritoras, el traslado implica una doble transgresión: la del espacio y el cuerpo, y la de la (re)escritura y la memoria. «¿Cuántas cumplirán ese deseo de viajar por el mundo en trenes de ensueño, ellas solas y sus almas, ellas solas y su riesgo, como lo expresan tantas veces bajo los efectos del alcohol o de la mota, entre música ruidosa, con la mirada perdida en las nubes que imaginan como divinas?».

Termino de escribir algunas de estas notas en el bar de Montrose. Yo también he soñado con viajar y lo he hecho sola. Tengo ante mis ojos un libro que me ha provocado la misma extrañeza que siento cada vez que subo a un avión y desde la ventanilla veo el paisaje descomponerse en motas verdes, marrones y azules. He atravesado estas páginas de la misma manera en que he atravesado el sur de Estados Unidos en un coche, desde Miami hasta North Carolina, presenciando cómo el cemento va cediendo al verdor y a la basura escondida bajo montañas sobrevoladas por aves carroñeras, y los árboles van mutando de cipreses y almácigos a robles, pinos y magnolias. He sentido el mismo hueco ardiendo en el estómago lleno de alcohol, al recorrer sola una calle mexicana a las tres de la mañana y he olido, con la misma intensidad, la orina seca en las estaciones de buses de las grandes metrópolis. Pienso en esto y transcribo una frase del libro: «porque para eso se viaja después de todo… para cortejar el deseo».

Un tipo altísimo, como jugador de básquet, se me ha acercado en el bar mientras releo y escribo. What are you reading? Oh, Spanish. It’s a little weird to read in a bar. Me imagino que el hombre también se ha de preguntar qué clase de pajarraca soy. Estoy tentada a decirle que mi humedal está en los pantanos calurosos del sur de la Florida, pero que vengo de más lejos, que alcé el vuelo una mañana de diciembre desde la sabana amarillenta del centro de Cuba y que por algunos años sobrevolé el pico ceniciento del Popocatépetl. Pero no lo digo, ni lo diré, le agradeceré las cervezas que acaba de pagar para mí, por ser una weird-little-bird-girl. Y seguiré tomando las notas que días después se han de convertir en este texto y que, tal vez, desconozca dentro de unos años, porque a mí también la pajarera se me habrá quedado pequeña y habré volado más «para comprobar la exactitud de nuestro instinto», sin saber si acaso quiero regresar.

Lourdes Mazorra

Lourdes Mazorra (Camagüey, Cuba, 1992). Es escritora y periodista. Es autora de los libros de cuentos Las fauces (Ed. La Luz, 2019) y Versiones de la Sed (Ed. Letras Cubanas, 2020). Realiza edición y corrección de textos para editoriales mexicanas e imparte talleres de escritura creativa en Las Tejedoras Proyecto Literario.

https://www.instagram.com/l_mazorra
Siguiente
Siguiente

Parir, ofrecer, perder: una mirada a El cielo de la selva de Elaine Vilar Madruga