XX
El callejón de los milagros (La libreta, IV)

Acabo de terminar el primer tomo de la poesía completa de Juan Gelman, la que tiene publicada Fondo de Cultura Económica, esa que va en una caja. El volumen se cierra con Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota); colofón: Roma, 1980: Gelman ya exiliadísimo. He vuelto a leer este libro que no recordaba que ya había leído hace un año para hacer una selección de poemas para una de mis clases; algunos de estos poemas en prosa me resonaban, incluso he escrito algo inspirado en algunos de ellos, no esto, sino un poema, pero otros de los textos los he leído como si no los hubiera leído nunca, textos con los que he empatizado un poco, por lo de la distancia y la migración, claro, no por lo del exilio, me daría vergüenza —hasta me da vergüenza escribirlo ahora— hablar de mi situación como la de un exiliado. Pero hay distancia en Gelman y nostalgia y algo de impotencia y océanos que separan y recuerdos y recuerdos y un sentirse dividido y un estar sin estar y la sempiterna soledad. Vuelvo a desandar lo andado y subrayo: «Color de cielo otro, lluvia ajena, luz que mi infancia no conoce». Subrayo: «Yo no me voy a avergonzar de mis tristezas, mis nostalgias. [...] No era perfecto mi país antes del golpe militar. Pero era mi estar, las veces que temblé contra los muros del amor, las veces que fui niño, perro, hombre, las veces que quise, me quisieron. [...] Es justo que la extrañe. Porque siempre nos quisimos así: ella pidiendo más de mí, yo de ella, dolidos ambos del dolor que el uno al otro hacía, y fuertes del amor que nos tenemos». Subrayo: «Mis pies pisan otras tierras, y la cosa es que viva yo en otras tierras sin mentirme, sin mentir». Subrayo: «Calle ajena soñada por mí: me desoñás perfectamente». Subrayo: «Un hombre dividido por dos no da dos hombres». Subrayo, ahora el poema entero: «Cierro los ojos bajo el solcito romano. Pasás por Roma, sol, y dentro de unas horas pasarás por lo que fue mi casa, no llevándome sino iluminando sitios donde falto, que reclamo, que reclaman por mí. Los vas a calentar de todos modos, exactamente cuando de frío temblaré». Subrayo: «Soy una planta monstruosa. Mis raíces están a miles de kilómetros de mí y no nos ata un tallo, nos separan dos mares y un océano. El sol me mira cuando ellas respiran en la noche, duelen de noche bajo el sol». Subrayo: «Amo esta tierra ajena por lo que me da, por lo que no me da. [...] Esto es hermoso: dándome su belleza, me dan también la ajenidad de la belleza». Subrayo, sobre Europa: «Pasaron siglos y la belleza de los vencidos pudre tu frente todavía». Subrayo: «Nadie te deja dormir para que veas las distancias». Subrayo y subrayo varias veces, para ver si exilio se sustituye mágicamente por migración: «El exilio como otromundo diario, como error. [...] Por un tiempo trabaja entre dos nadas, mira el espejo que va haciendo donde su rostro es no más que un proyecto tironeado entre pasado y porvenir, rostro cargado de presente, o sea de lucha entre pasado y porvenir. Como otromundo diario».
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Si bien, en un primer contacto, el transporte público de la Ciudad de México —en sus modalidades de metro, metrobús o pesero— puede ser el lugar menos apacible para afrontar el apacible ejercicio de la lectura, hay que aprovechar esos espacios y esos tiempos entre las idas y venidas al trabajo en plena hora pico si uno quiere leer algo a lo largo del día, pues el trabajo como profesor de asignatura en la universidad es tan exigente que apenas queda tiempo libre para leer algún texto que no sea lo que escriben mis estudiantes. A todo se acostumbra el ser humano. El afán por poder leer está por encima del traqueteo del metro, de los ritmos sorpresivos del metrobús, de las pausas repentinas en los trayectos, de los codazos, de los cuerpos que se aplastan entre sí, de las mochilas empujando costillas ajenas hacia su imposibilidad, de la mala educación, de las vaharadas nada aromáticas a todas horas, del ruido de los celulares de aquellas personas que han tomado la decisión de ver videos o de escuchar música sin audífonos, de la gente que te pide amablemente que te desplaces de tu lugar para robarte precisamente ese lugar. Un buen libro le gana sin duda a la falta de civismo.
En este tiempo que llevamos ya de 2025, año en el que cumpliremos un lustro en México —cuentan que el lustro les trae a las extranjeras y a los extranjeros un punto de inflexión: es el año de la hartura, de querer regresar, y a veces el de la reconciliación—, me he visto tocando hombros, lorzas, espaldas, manos, cabellos y mochilas que desearía no haber tocado mientras, por ejemplo, leía las deliciosas vivencias del príncipe de Salina y toda su prole que Giuseppe Tomasi di Lampedusa narra de un modo magistral en El Gatopardo, o mientras leía, subrayaba y llenaba de pósits —eso sí que tiene mérito— las páginas de una antología de Verónica Aranda con la idea de proponer para un congreso una ponencia sobre la poética del viaje en su obra.
Durante la lectura de los poemas de Aranda, mientras el metrobús atravesaba Insurgentes, me topé con el nombre del escritor Naguib Mahfuz. En esos momentos desconocía por completo quién era el Nobel egipcio, así que lo googleé, y caí en la cuenta de que realmente sí que lo conocía, y el pensamiento me arrastró unos veinticinco años atrás, tal vez más, al viejo despacho de mi padre en la vieja casa familiar, allá en Periferia, un despacho con un mobiliario de contrachapado y todo, todo de color negro. Cuántas veces me habrá mostrado mi padre un ejemplar de tapa dura e ilustrado, bastante luminoso, de El callejón de los milagros, quizá la novela más conocida de Mahfuz, diciéndome que ese era un libro hermosísimo, maravilloso. Nunca me acerqué a verlo, ni siquiera por mera curiosidad; ni siquiera cuando, ya adolescente, me empezó a interesar eso de la lectura. La rotundidad de mi padre hacía que aquel libro se convirtiera en algo prohibitivo, en algo inmenso donde —y así lo pensaba de niño— se recogía el misterio del mundo, el misterio de la vida detenida, pero yo no estaba preparado para descubrirlo.
Antes de que el metrobús llegara a mi parada, recordé todo lo que elucubré sobre aquel texto: era algo simplemente mágico para mí, y hasta qué punto, pensaba, ahí reside el origen de los libros imposibles, esos libros inexistentes pero que constantemente imagino y que muchas veces protagonizan mis compras oníricas durante no pocas noches; libros, en definitiva, constituidos en la fantasía. Luego vino el divorcio de mis padres, la desaparición de aquel despacho, mi entrada en la universidad y otros cientos de historias que hicieron que me olvidara de El callejón de los milagros, hasta ese día, ese día mexicano de finales de enero volviendo del trabajo. Obviamente, al salir de la estación, encontré el libro en la web de la Gandhi y lo compré.
Hace ya unas semanas que terminé la novela, también subido en el metrobús y también regresando a casa por Insurgentes, y por supuesto que no me topé con aquel alucinado contenido que imaginé de niño, sino con una historia costumbrista desarrollada en un callejón aledaño a un bazar egipcio en el estertor de la II Guerra Mundial. Algo perdía mientras lo leía —¿la inocencia?—, pero, al mismo tiempo, iba sintiendo una necesidad imperiosa de volver a Periferia, acudir a casa de mi padre, localizar aquel ejemplar de El callejón de los milagros en las estanterías que tiene en el pasillo, ahora de color roble, y quedarme mirando el lomo y no querer abrirlo nunca.
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anhelos y de tripas corazón
al posarse el pensamiento sobre aquellas cosas
reemplazan los souvenirs a la vida
(soledad tengo de ti
¡oh, tierras donde nací!)
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Desde que comenzó el año, no he dejado de pensar en el momento en el que por primera vez tuve noción, una noción absolutamente ficticia, eso sí, de lo que era la Ciudad de México. Ocurrió en un despacho de la Facultad de Formación de Profesorado y Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, concretamente en el de mi antiguo profesor de italiano, Lorenzo Bartoli, durante mis años como estudiante de posgrado. Lorenzo ya no me daba clases de italiano, pero de vez en cuando nos veíamos y charlábamos; lo hacíamos en español, pues el italiano, como cualquier otra lengua que no sea la mía, nunca me entró.
No recuerdo por qué vi a Lorenzo aquel día, no sé si me regaló una antología de Pasolini que acaban de traducir sus colaboradores y él; el caso es que sí que recuerdo a la perfección que Lorenzo acababa de regresar de Ciudad de México. Fue breve el comentario, pero se quejaba de que, cuando aterrizó, ninguno de los profesores mexicanos de italiano que le habían invitado fue a recogerle al aeropuerto, tal y como le habían prometido, y se las tuvo que apañar él solo en la ciudad. «Imagínate lo que es llegar tú solo a aquella ciudad que es una cosa…», me decía Lorenzo mientras se reía —Lorenzo siempre se reía— y abría ambos brazos intentando abarcar, sin éxito, la inmensidad de la capital mexicana. Yo compartí su risa, dándole a entender que empatizaba con él, pero realmente no sabía de qué me estaba hablando, porque yo lo único que sabía sobre la Ciudad de México era que estaba en México, y ya. Aun así, deduje que, si para el profesor Bartoli dicha ciudad era una cosa tan inabarcable, tan abrumadora, tan agobiante, tan enorme, tan monstruosa, tan tremenda —esto es lo que interpreté de su gesto—, es que la Ciudad de México era eso: inabarcable, abrumadora, agobiante, enorme, monstruosa y tremenda. Y, de repente, la Ciudad de México empezó a construirse en mi imaginación desde la angustia y, por qué no decirlo, desde el pavor. ¿Cómo sería eso de estar tú solo en Ciudad de México?, pensé. ¡No mames! —bueno, seguro que en aquel momento, aún libre de mexicanismos, exclamé para mí algo así como «¡Hostia puta!» o «¡No me jodas!»—. Y no recreé fantasiosamente la Ciudad de México, sino que esbocé mentalmente, movido por ese pánico inducido por mi propia ignorancia, un posible callejón de la Ciudad de México, pero visto desde su interior, desde su fondo, con la mirada fija en su desembocadura en una calle principal. No se me olvida esa imagen: a los lados, edificios viejos con balcones y ropa tendida, quizá con algunos rótulos de letras en vertical que anunciaban el nombre de alguna pensión y, en sus plantas bajas, locales comerciales. La luz no llegaba bien al callejón debido al cúmulo delirante de cables eléctricos. Y al final de la imagen, en su contacto perpendicular con lo que se intuía que era una vía importante, el caos: el fondo de la postal estaba difuminado por la angustia de lo que podía ofrecer la inmensidad de la ciudad.
Aquella fue la primera noción que tuve de esa Ciudad de México que, diez años después de aquel encuentro con Lorenzo, acoge mi trabajo, mi casa y todas mis otras circunstancias. Desde que comenzó este nuevo semestre con este nuevo año, no han sido pocas las veces en las que he roto mi ruta habitual en el centro de la ciudad para llegar a la universidad desde la estación de metro de Pino Suárez, y he callejeado buscando ese callejón, porque, si de manera tan nítida se me ha conservado esa imagen imaginada en la memoria a lo largo de una década —fruto además de un tiempo en el que ni por asomo pensaba que acabaría migrando a México—, es que quizá no sea un espacio tan ficticio. ¿No será acaso mi particular callejón de los milagros?
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la maldita circunstancia de los cerros y los volcanes por todas partes
me obliga a sentarme en el escritorio
sincronizar la emisora de turno y preparar un Nescafé
si no pensara que el volcán puede llenar de ceniza mi ropa recién lavada
hubiera podido dejar de escribir
sobre trenes y guadarramas, antologías y presentes
mientras suenan por ejemplo madrigales y coplas
y la taza humea vapores distintos a los del horizonte
llegan a esta orilla de un lago olvidado
ventanas corredizas que se entreabren en los patios gallegos
baldosas húmedas por el deshielo de las pescaderías
chapelas, abanicos, novelas de posguerra
fotos con amigos
postales e imanes comprados en provincias
bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es realidad
un pasaporte se hace y se deshace enmarcando sus sellos
trasiego original aunado a la rutina, a la casa, al cariño
desgastando poco a poco la goma de los zapatos
sobre indiscriminadamente banquetas y adoquines
hasta saber el peso de este valle sobre las ciudades fuera del tiempo
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Las pasadas Navidades han despertado en mí un nuevo deseo, un nuevo anhelo, una nueva nostalgia: la Biblioteca Nacional de España, situada en el madrileño Paseo de Recoletos. Fotos y fotos me aparecían en las redes sociales de colegas que viven por todo el mundo y que regresaban a casa por Navidad, como el turrón, y aprovechaban para consultar la bibliografía que en sus países de acogida no hallaban. El filólogo español que es emigrante tiene ya esa rutina cuando retorna de visita al origen: familia, amistades, bares, librerías y siempre, aunque solo sea una sola jornada, la BN. Las signaturas de los textos que quiere consultar ya los trae apuntados en un pequeño cuaderno, a no ser que ya los haya solicitado con anticipación, y sabe además que el tiempo juega en su contra, pues antes, cuando vivía en España, la BN estaba ahí siempre, pero ahora no. Yo sé de esto porque lo he vivido: las dos veces que he viajado a Madrid desde que migré a México he ido religiosamente, como quien va al cementerio a dejar flores a sus antepasados, a la BN.
No cuenta mi biografía con la presencia de una Biblioteca Nacional como un subterfugio de las clases de Derecho o de Economía que mi padre me obligaba a cursar, como sí sucede en la de tantas escritoras y escritores, que en las incómodas sillas del Salón General encontraron no solo una vocación, sino un sentido a sus vidas. Llegué a la BN, junto con otras compañeras y compañeros de clase, en el primer año de la licenciatura, invitado por Pablo Jauralde Pou, hace ya quince años. Allí conocí a gente que iba a ser fundamental en los años posteriores, como Víctor Sierra Matute, otro filólogo ahora emigrante que anualmente vuelve a Madrid y visita la BN; y allí también descubrí, escuchando y escribiendo, en qué consistía aquello de la filología. Siempre sentí que el mero hecho de poder acudir semanalmente a la BN era una fortuna, un tesoro, y así lo seguí sintiendo todas las veces que fui durante la década posterior, repleta de otras anécdotas, otras vivencias y otros aprendizajes.
La Biblioteca Nacional, con sus carnés, sus bolsas de plástico transparente, sus cartulinas para solicitar fondos, sus pegatinas, sus pesos, sus monedas falsas para la taquilla y sus fotocopias a un precio desorbitado, es de repente un sinónimo del tiempo libre para investigar, de la bibliografía que se necesita pero no se encuentra, de los espacios formativos en los que se arraiga una fuerte sentimentalidad, de las pausas para fumar en la cima de la escalinata con la ciudad delante, del regreso por unos días, de la visita, de la familia, de las amistades, de los bares, de las librerías y de la desaparición de tantos y tantos deseos.
Sesi García
Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.