El ser didáctico
El ser didáctico
La sujeta en vertical haciendo presión con la punta de su dedo índice y pulgar. Tiene el brazo derecho extendido hacia delante, el resto del cuerpo relajado y reposa su otra mano en el bolsillo del jean. La sostiene de la parte inferior, escondiendo el tapón algo masticado. El tubo es transparente, pretende mostrar el cartucho de tinta de color negro, aunque el capuchón revela que en realidad escribe en azul. Este último tiene la cola doblada hacia arriba, el plástico se deshace en los laterales y también presenta rastros de mordeduras de dientes. La clásica marca de biromes aparece grabada a un costado, apenas perceptible, aunque visible a contraluz. Mide alrededor de quince centímetros de largo y pesa muy poco. ¿Cómo saber si se trata de una lapicera, una birome o un bolígrafo? ¿Por su trazo, por su forma, por la empresa fabricante, por su inventor (porque la birome la inventó un argentino)? ¿Acaso solo es una cuestión de nomenclatura, significación, un modismo local?
El docente la sigue sosteniendo como si fuera una varita mágica, como si estuviera a punto de hipnotizar a sus estudiantes, que la observan para nada conmovidos y bastante risueños. Pero le mantienen la mirada por varios segundos.
—¿Qué elemento radioactivo se utiliza en las plantas nucleares? —consulta al aula y revolea los ojos hacia la lapicera.
Los estudiantes piensan pero no dicen.
—¿Quién vio Los Simpsons? ¿Dónde trabaja Homero?
—Ahhh, ¡sí! ¡En la planta nuclear de Springfield!
—¿Y entonces?
—¡Eso es una barra de plutonio!
En realidad es una lapicera, una birome, un bolígrafo. Pero, también, sí, puede ser y por qué no, una barra de plutonio en una clase de Geografía de cuarto segunda de un viernes polar.
El profesor toma quince minutos de la clase para introducir el tema: qué es la energía nuclear, cómo se genera, por qué es importante, cuál es su aplicación en Argentina. Para esto abre sus brazos, gesticula con la frente y los ojos, se desplaza entre los bancos, les tapa el celular a los estudiantes, les pide que saquen la carpeta, les levanta los elementos que se les caen de los bancos. Todo alzando su voz grave que retumba contra los vidrios del aula. Al terminar busca en su mochila una bolsa gastada y saca unas tizas, algunas más cortas, otras más largas. Toma una de las más pequeñas, se guarda la lapicera en el bolsillo y procede a escribir lo que acabó de explicar en forma de texto en el pizarrón.
—Copien mientras escribo —les indica a los estudiantes. Ellos hacen caso.
Redacta él, con sus palabras, y produce tres párrafos. No toma su celular, no tiene computadora, papeles ni libros. Escribe en cursiva de manera prolija y derecha, relee cada dos oraciones y va colocando las tildes que le han faltado. Los chicos copian aunque cualquier espacio permite la entrada del celular como entretenimiento infinito de atención pasiva. Algunos lo usan para sacar una foto del pizarrón, agrandar la imagen y leer con mayor precisión. Pero solo algunos.
El docente se gira e insiste en que transcriban lo escrito en sus carpetas. Se dirige hacia mí.
—Qué suerte que viniste a esta escuela y no a la que está acá a tres cuadras… —Se agarra el mentón y sacude la cabeza—. Revisás mochilas y… te querés matar. Se chorearon las computadoras que había traído el gobierno el año pasado. Ahora no las reponen más. Allá es otra cosa…
En el fondo un estudiante exclama «Envido y truco» mientras golpea su mano sobre el pupitre. Va relojeando hacia donde estamos nosotros, alza y baja la voz, y sus compañeros lo siguen. Otros conversan sobre el partido amistoso de ayer, Argentina contra Ecuador, dicen que no fue nuestro mejor desempeño. «¡Viste que ahora no se va a poder repetir más!», festeja una estudiante del fondo con su compañera de banco. En el fondo, dos encapuchados se hunden en celulares para buscar tres dibujitos iguales en casinos que vieron en Instagram.
El profesor vuelve a su escritorio, da el tiempo por terminado y su voz toma un tono de alarma.
—Ya que tienen los celulares en sus manos, quiero que busquen qué es el invierno nuclear… Si no tienen datos móviles, compartan entre ustedes. Júntense. —Saca la lapicera y dibuja un círculo en el aire.
Responden en tres segundos.
—«Es un fenómeno climático que describe la consecuencia del uso indiscriminado de bombas atómicas».
—«Se refiere a las posibles consecuencias medioambientales catastróficas a largo plazo de cualquier intercambio de armas nucleares».
—¿Y cuáles son esas consecuencias?
—Se nos termina el mundo, profe —concluye con sátira y pena el estudiante de la primera fila. El aula entera se ríe.
Las mariposas vuelan alto
Por la ventana interna se puede observar el patio de la escuela. El piso es de cemento y piedra rugosa, si alguien fuese a caerse debido a los pequeños desniveles se rasparía las rodillas. Hay un mástil gris en una esquina y en lo más alto flamea la bandera nacional. Son las paredes las que decoran el patio lúgubre: los estudiantes han pintado los pañuelos blancos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, la imagen de la nena de Liniers que levanta el puño y exclama #NiUnaMenos, escriben «Nunca Más» y «¡Viva la patria!». Una ilustración de Julieta Lanteri sobresale en el centro. Todo esto en la pared del fondo. Aquí cerca se ve un mural a medio acabar. Se perciben trazos en lápiz, pedazos del color ocre original de la pared, zonas que aún no tienen nada dibujado. Aunque se destacan las mariposas, veintiún mariposas para ser exactos. Son grandes, diferentes, diversas, dan la impresión de estar volando. El fondo es celeste, y las mariposas se mueven entre las nubes. Son amarillas, verdes, rojas, rosas y violetas, con detalles en blanco, gris y dorado. Se mueven en direcciones contrarias, algunas se alzan y otras planean más bajo.
—Vienen en contraturno a pintar el mural. Se van turnando. El colegio les brindó el espacio para hacerlo —destaca Giannina, la preceptora de cuarto—. Es por Valentín, uno de sus compañeros, que el año pasado se tiró en las vías del tren.
Toca el recreo de las 9:30 h. El desayuno llegó a las 9 h: dos cajas de pan, mate cocido y leche. A veces también algo de mermelada, queso crema y dulce de leche. Hoy no. La vicedirectora, la secretaria, Wendy de limpieza y el portero son los encargados de organizar todo. Calientan el agua, colocan sobre los dos pupitres los vasos de plástico y las jarras con la leche fría. Ubican los recipientes por color y forma: hay altos, bajos, rosas, verdes, con diseño, sin diseño, transparentes, de metal, de plástico, uno de River y otro de Boca. Colocan el canasto de pan en una punta y los estudiantes hacen fila ordenadamente. El desayuno es para todos aunque no alcance. Van tomando un vaso y un pedazo de pan. Beben en pocos minutos y devuelven el envase para que sea lavado por Wendy y reutilizado por otro estudiante. Cuando esto sucede, la fila aguarda de forma paciente. El pan eventualmente se termina, pero siguen sirviendo el mate cocido. Los estudiantes caminan lento, se los nota algo cansados. Acaso es porque ya han…