Nostalgia(s) de la luz

En el comienzo, la luz. Nazco en Montevideo y a los pocos meses nos mudamos a La Coruña, mi padre, mi madre y yo. Lo que queda en mí de la ciudad gallega es un emparchado de imágenes cosidas entre sí por narraciones, fotografías, sueños y suposiciones. Lo único en común entre todas las imágenes es una luz específica que se filtra en el gris ultramarino del cielo que contrasta con el bermellón de un sillón de cuero, solitario en un rincón oscuro del living. Afuera, en las fotos y en mi memoria, la torre de Hércules flota en una garúa plateada. Frío, el sonido plástico y quebradizo de un rompevientos, una humedad que te lleva a bucear en el aire y la familia como un lugar, un refugio en el cual mantenerse seco.

Al año nos mudamos a Guadalajara y el cambio es radical: toda la ciudad está baldeada por la luminosidad uniforme de un cielo sin nubes que te deja ciego cuando refracta en el pavimento claro de la municipalidad. Los tiempos sencillos y felices: era de vacas gordas, padres solo para mí y una nación extrañamente alegre, incluso en situaciones adversas. A los cuatro años volver a Montevideo y ahí, de nuevo, el frío y la lluvia, pero también un sol amable que aparece cada tanto, suspendido en un cielo mucho más celeste que el incandescente de Guadalajara. No sé si es la primera imagen de mi vida en Uruguay, pero sí es la más recurrente: mis abuelos me llevan a la zona de pesca del faro de Punta Carretas y me comentan que ese viento frío y seco que nos da en la cara se llama Pampero. A partir de ahí, el sol de otoño será el sol de Montevideo y siempre estará amalgamado a ese frío seco en la cara que remite a un olor, un olor que remite a una luz y una luz que remite a un estado de ánimo.


Geografías fílmicas

Fue necesario llegar a los treinta, treinta y cinco, donde la nostalgia comienza a tener una forma más definida, para poder pensar de manera más sistemática estas relaciones con la luz, los sentidos y el recuerdo. Pero este grupo finito de olores y luces de Montevideo se fue ampliando a otro terreno, a lugares donde no estuve físicamente: el del internacionalismo inconsciente de la fotografía y el cine. 

Así, más allá de ser una ciudad conocida por su gran tendencia pluvial, he pensado que quizás el sol de La Coruña no era tan frío y pálido como lo recuerdo, sino que las fotos familiares fueron cambiando de color, acentuando los azules. Algo similar a lo que sucedía con las fotos de Guadalajara, con un efecto en los revelados que con los años daba más presencia a los salmones y los naranjas, derivando en esos ásperos sepias que Hollywood elige cuando retrata a México. Así, colores, luces e imágenes quedan alteradas por la composición química del fílmico, el paso del tiempo, cierta especificidad de los lentes y, quizás también, decisiones artísticas. 

Hay, definitivamente, algo bastante infantil en la forma en que construimos nuestras nociones del pasado a partir de las fotografías y el cine. Aún si tuviéramos un doctorado en historia, el primer impulso al pensar los años veinte o treinta es imaginarlos en blanco y negro. De ahí que cada vez que aparece una imagen a color de aquellos años el mundo se envuelve en un manto de irrealidad (floto cada vez que vuelvo a ver las fotos hechizantes que Mervyn O’Gorman le sacó a su hija en formato autochrome en 1916). En Uruguay esto se da de una forma aún más pronunciada, con un inconsciente colectivo cuyo pasado amplía su paleta recién en la llegada de la televisión color (podríamos decir que nuestra memoria nacional adquiere cromatismo a partir del Mundialito de 1980). 

Al día de hoy, ver The Battle of the River Plate (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1956) con aquellas vibrantes imágenes de la playa de Pocitos, en donde se puede ver a lo lejos el edificio El Mástil y unas pocas obras arquitectónicas insignes (mucho antes del avance troglodita de la especulación inmobiliaria) sigue generando fascinación. Ya habíamos visto esas imágenes, pero contemplarlas en Technicolor las dota de una densidad táctil impensada. 

Tal como sucede con la mayoría de las películas de Powell/Pressburger, los cincuentas norteamericanos los pensamos con la paleta chillona del Technicolor, un dispositivo técnico que tiene más que ver con el entusiasmo de un niño que quiere pintar el mundo con sus nuevos crayones, que con el color real de los objetos. Los stocks de tres tiras de esa época tiñen las cosas con ese optimismo que tienen las postales, quizás pudiéndose remitirse a Summertime (David Lean, 1955) como la película-postal más idiosincrática que se haya hecho, una obra que se debate entre el brillo trepidante del sol sobre el agua en los canales de Venecia y unas sombras que debajo de los puentes deberían ser mucho más oscuras, pero que en la cámara de Jack Hildyard parecen una caricia apastelada o un derrame de acuarela…

Agustín Acevedo Kanopa

Agustín Acevedo Kanopa (Montevideo, Uruguay, 1985). Periodista, escritor y psicólogo, escribe semanalmente sobre cine y música en La diaria desde 2008, también colaborando en otros medios como Estado de vigilia, Caligari y Revista Lento. También tuvo colaboraciones como corresponsal en The New York Times, Vice Magazine y BBC Culture. Ha sido jurado oficial y FIPRESCI de los festivales de Rotterdam, Mannheim-Heidelberg, Mar del Plata, Guadalajara y Cinemateca. Actualmente combina su actividad de crítico dando talleres y clases de historia del cine en la ECU. Tiene cuatro libros publicados: el poemario Caja Negra (Cuenco del Plata, 2007), los libros de cuentos Eucaliptus (Estuario, 2013), Historia de nuestros perros (Estuario, 2016; ganador del Premio Nacional de Literatura 2015) y las novelas Antes del crepúsculo (Trilce, 2010) y Un río de aguavivas (Estuario, 2022)

https://www.instagram.com/kanopaconk/
Anterior
Anterior

Mientras tanto, toda la montaña nos observaba

Siguiente
Siguiente

Un hermoso cementerio. Sobre El corazón del daño de María Negroni