Mientras tanto, toda la montaña nos observaba
I am, a stride at a time.
James Joyce
El viento golpeaba —fuerte y enérgico— cuando llegamos a Paso de Cortés. Rodeada de serranía, de esa montaña y de ese volcán tan imponentes, me sentí diminuta. La camioneta avanzó hacia el campamento base. La Iztaccíhuatl perdió su fisonomía —su silueta de mujer dormida—: comenzamos a entretejernos a ella, a sus caminos.
Éramos seis personas, todas invitadas por un amigo en común: Carlos. Al llegar a La Joya, el primer campamento base, armamos las casas de campaña y preparamos las mochilas para el ascenso. Carlos nos explicó cómo utilizar el piolet y los crampones, en caso de necesitarlos. Nos acostamos temprano, a eso de las ocho de la noche. Sin embargo, aunque cerré los ojos, no logré conciliar el sueño. Pese a estar inmóvil, mi corazón latía apresuradamente, quizá por los nervios o la emoción, mezclados con la altura a la que nos encontrábamos.
Iniciamos el ascenso en la madrugada, alrededor de las cuatro de la mañana. Nos internamos en la oscuridad de la noche: en fila, con casco y lámpara. Cada cuarenta minutos nos deteníamos a descansar, tomar agua, comer nueces o chocolates. Arriba, el viento se hizo más frío. Algo en mi cuerpo cambió. Después de varias horas, tenía los labios resecos y las pantorrillas pesadas de tanta pendiente. Íbamos como girando alrededor de la montaña. Carlos nos pidió apagar las lámparas. Todos lo hicimos, y la luna —llena y resplandeciente— nos iluminó. Entonces nos imaginé en la prehistoria, en ese otro tiempo alejado de la electricidad. Inventé figuras en las rocas. Y pensé que quizá, si caminara todas las noches iluminada solo por la luz de la luna, mis deseos y sueños serían otros, distintos.
Los descansos se hicieron más prolongados y frecuentes. Comenzaron los arenales y, por lo accidentado del camino, el grupo se desperdigó. Me quedé atrás, luchando con la altura. Tenía miedo de las enormes rocas, de notar el precipicio… Mis ojos solo veían en dirección adonde pisaba. (Después me enteraría que esa noche hubo muchísimas estrellas fugaces, las cuales no vi a consecuencia del miedo). Otros alpinistas también ascendían. Los que iban más arriba gritaban: «¡Aguas!», cuando con su andar movían una piedra, y esta rodaba cuesta abajo.
Fueron el frío, la fatiga del cuerpo, la pendiente que parecía no tener fin, los que me hicieron detenerme. Respiré agitada. Las manos, la nariz, mejor dicho, todo el cuerpo me dolía. Me tiré al suelo. Abracé una roca y me prometí quedarme en esa posición para siempre. Me regañé por haber elegido una montaña tan alta como primera cumbre, en vez de un cerro pequeño. Dejé que las lágrimas salieran. Luego de la pausa que sentí como de veinte minutos, pero que probablemente fue de más tiempo (una hora, tal vez), me incorporé. A lo lejos, donde el camino se aplanaba de nuevo, vi a Carlos, inmóvil. Caminé hacia él. Cuando estuve cerca, noté que tenía frío, pero ni un temblor ni una queja. Sin resistirse, dejaba que el viento entrara en su cuerpo, se colara por la chamarra, el suéter y el térmico que traía puestos. Al verme, me dijo que los demás se habían adelantado al Refugio de los 100, que lo mejor era descansar hasta llegar ahí.
El Refugio de los 100 es una cabaña con paredes de aluminio. Se ubica a 4780 m s. n. m. y es el último campamento antes de la cima. Cuando Carlos y yo llegamos, varios alpinistas descansaban enfundados en sus sleepings. Buscamos un hueco en las literas de madera y nos acostamos. Mi cuerpo agradeció la pausa y se dejó caer sobre la tabla, adhiriéndose a ella. Por el cansancio, todo ocurría como en un sueño: las voces de quienes se alistaban para continuar parecían hechas de viento.
Cuando desperté, eran las siete y veinte de la mañana. El refugio estaba vacío. Salí. Un hombre se asoleaba. El sol caía sobre su chamarra en hilos suaves, apenas perceptibles. Frente a nosotros: una cresta inclinada. Las personas que subían eran puntitos sobre la roca. Copié la postura de aquel hombre: dejé que los rayos calentaran levemente mis labios resecos. «Le dicen La Rodilla», dijo, a modo de saludo. Me quité los guantes para sentir, al menos, una caricia de calor. «¿Cuánto tiempo tomará subirla?». Los puntitos se aferraban a la pendiente. «Dos horas o algo así». Seguimos platicando. Al igual que yo, había sufrido el trabajoso ascenso por los arenales. Mientras tanto, los cuerpos —allá arriba— se movían con una dificultad tan parecida a la ternura. Pequeñas hormigas. Sísifos.
Pasado el mediodía, Carlos y el resto volvieron al refugio. Traían la cara roja y reseca. Ninguno logró llegar a la cima. Descansaron una hora: sus cuerpos recostados bajo ese sol frágil.
Al regreso, los arenales lucían menos terroríficos que durante el atropellado ascenso de la madrugada. La luz del día les daba forma, deshacía sus fantasmas. Carlos y varios del grupo los descendieron corriendo. A mí me dio miedo seguir su ritmo…