Herbario
1. Cuando aún estaba en el vientre de mi madre, papá quería llamarme Oliva. También insistía con el nombre de Dalia. Pero al ver a mamá atravesar la tormenta del parto, no tuvo ninguna duda: ella elegiría mi nombre. Por eso me llamo Andrea.
2. El olivo es un árbol que puede vivir siglos. Su longevidad se debe a la capacidad que tiene de echar raíces profundas en suelos difíciles.
Mi abuela paterna, llamada Oliva, enfermó y falleció joven, mi padre tenía casi quince años.
Yo solo la conozco por fotos descoloridas y por las historias que me contaba la familia cada vez que los visitaba en Veracruz.
3. En la cosmovisión azteca, por medio de las flores se dialogaba con la divinidad desde la Tierra. Los jardines, ofrendas vivas, estaban colmados de especies como el cempasúchil, hermana del sol. Su resplandor, hasta el día de hoy, ilumina a quienes regresan del Mictlán, el lugar al que van las almas después de la muerte.
4. De niña, me daba curiosidad el sabor de los pétalos de las flores que papá cuidaba en el jardín. Recuerdo arrancar un pedacito de buganvilia morada o de pensamiento blanco. Los sabores, levemente dulces, me permitían imaginar que obtenía un super poder: volar, ser invisible o volver al pasado y hablar con mi abuela.
5. ¿Cómo habría cambiado mi vida si me hubieran nombrado Oliva? ¿Mis ramas, quizás, buscarían extenderse para tocar el tiempo que no compartí con mi abuela?
6. En invierno de 1994, papá y yo llegamos a la fiesta con un regalo envuelto en papel adornado con rosas, coronado con un moño lila. Mis pies volaron pues el carrusel brillaba, el inflable me guiñaba un ojo y la alberca de pelotas gritaba mi nombre.
En segundos ya no estaba con él, sino rodeada de cómplices del juego. A los cinco años, basta con subirse a la resbaladilla o jugar a las traes para declarar amistad eterna.
Tiempo después me enteré de lo que sucedió en realidad: nos equivocamos de fecha, por lo tanto, nos colamos a la fiesta de un niño desconocido. Por fortuna, mi papá cayó tan bien que nos invitaron a quedarnos y a comer un pedazo de pastel.
7. En las fotos descoloridas de mi abuela paterna siempre destacan dos aspectos: su sonrisa grande y sus aretes largos. Personas cercanas a mí, cuando ven su foto, dicen que soy su retrato en vida.
8. Pienso en mi papá y lo visualizo con un lápiz o un pincel en mano. Uno de los cuadros que más recuerdo, de sus primeras obras, fue una réplica de El vendedor de alcatraces de Diego Rivera. Mamá lo colgó con orgullo en la sala durante años.
9. Este herbario es una colección personal de momentos, de preguntas, de fragmentos que no quiero olvidar.
10. Como todas las tardes en las que me enseñó a andar en bicicleta en el parque, sin apuros. O cuando cada semana aparecía con un libro distinto, recordándome que cuando lo terminara, tendría la oportunidad de comenzar uno nuevo. Y esos viajes desde las afueras de la ciudad, solo para que aprendiera a moverme sola en el metro, a leer el mapa para cambiar de línea… a confiar en el camino.
11. Papá solía decirme que mamá pintaba mucho mejor que él. Yo, curiosa, le preguntaba a ella por qué no llenaba de colores algún lienzo. Siempre me respondía que no tenía tiempo, que estaba cansada o que lo haría después.
Nunca entendí por qué mamá no se daba el tiempo de pintar. Hasta que yo misma me sumergí en la maternidad.
Cada uno priorizó su jardín.
Eran un equipo, pero papá pasaba más horas en la oficina, también cuidando a sus plantas. Mamá, en cambio, se ocupaba de regar, podar, desenredar y dar abono a cada uno de nosotros, sus hijos.
Y de paso, a mi papá también.
12. ¿Cómo sería nuestra vida si mi mamá se hubiera dedicado a la pintura y a trabajar en una oficina, y papá hubiera dedicado la mayoría de su tiempo a criarnos a nosotros, sus hijos?
13. La libreta donde escribo las notas para este ensayo tiene una flor del inca bordada en la portada. La maleta donde guardo mis cosas para ir a natación está cubierta de tulipanes rojos que parecen pintados a mano. Mi hija, sentada frente a mí, prueba con curiosidad unos diminutos pétalos azules que han puesto sobre su fruta picada como adorno comestible.
Entonces le cuento que cuando yo era niña, me encantaba comer pétalos del jardín de su abuelo.
14. Mi hija es, sin duda, una de las flores que a papá le hubiera encantado conocer.
15. Cuando la llevo al parque, me gusta imaginar qué haría mi papá si su enfermedad no hubiera llegado. Seguro estaría en el parque también, empujando el columpio, ayudándole a completar el pasamanos o sentado en una banca, con un block y un lápiz en mano, haciendo un boceto de nosotras jugando.
16. Aunque el olivo común no tiene espinas, algunas variedades sí cuentan con ellas. La abuela tenía ramas rígidas. Una tía me contó que a Oliva no le gustaba que papá dibujara en sus cuadernos de la escuela, le parecía una pérdida de tiempo.
17. Fortín de las Flores, el pueblo donde nació mi papá. Ahí las plantas trepan muros, abrazan postes y se enredan en los cables de luz. Cada año pasábamos un fin de semana en el mismo hotel de paredes naranjas. La alberca de azulejos me abrazaba antes de que cualquier miembro de la familia lo hiciera. Lo que más me gustaba eran los pétalos de gardenia flotando en la superficie. El agua tibia, su fragancia en mi piel, el paraíso.
Desde que papá falleció no he vuelto a Veracruz. A veces le cuento a mi hija sobre los amaneceres perfumados y los cientos de pétalos en el agua. Me dice que quiere ir.
18. Me cuesta escribir «desde que papá falleció» porque en realidad nunca he sentido su ausencia del todo. Me conforta rodearme de sus recuerdos. Una de las razones por las que…