Errores metodológicos en torno al declive de un animal

I

Ha muerto el perro. A efectos prácticos, ha muerto el perro como mueren perros a todas horas y a lo largo de los últimos meses. Ha muerto el bóxer de la reja contigua y han muerto, también, sus hijos. Ha muerto el espécimen cobre de TikTok, al igual que otras tantas decenas de animales a quienes les documentan la muerte en tiempo real. Ha muerto el perro acongojado de tres pies y camisa raída. Lo ha hecho, del mismo modo, la perra que, apresada bajo un tonel, se ha ahogado. Ha muerto el perro y han muerto perros. A cantidades industriales, uno tras uno. Han muerto antes, y seguirán muriendo después de que la caja improvisada donde este yace, ensamblada con diurex, se funda con el granito. Mucho después de que la piedra que hemos dispuesto para marcar su territorio se erosione y no quede rastro de que, aquí, en efecto, hubo un perro; al menos no más que la memoria biológica de sus huesos limando la arena.


II

Primero fue el perro, y posteriormente, el hombre. Un hombre de mediana edad que, de improviso, vomitó sangre. Ha muerto del modo que, usualmente, uno no espera morir: con la previsión aséptica del lenguaje médico. Seis meses que, a la postre, resultaron cuatro. Ha muerto como mueren hombres en todo momento. No hubo, en modo alguno, intercambio oral de categoría. No interjecciones, saludo, despedida, desacuerdo, habla, silencio ni interlocución. Y he visto, no obstante, morir al hombre. En sueños e imágenes, producto de la detallada descripción de sus allegados y del cuidado paliativo que mi padre le dio. Murió poco después de la muerte del perro. Así, desgajados, en sucesivo orden de caída abrupta. Lánguidos; hijos, cada uno, de la condena que es el cuerpo.


III

Poco costó llegar a la siguiente conclusión, casi tautológica: el cadáver del perro no era el perro. Lo era, sí, en tanto el tamborileo del corazón se mantuvo rítmico, incluso en su apagado siseo. Lo era en tanto vomitó, al igual que el hombre, dos masas rojizas antes del desmayo narcótico. Lo era en tanto forcejeó, luchó y vibró, como fue su costumbre de perro huraño y herido. Lo fue en tanto se levantó, caminó y orinó por última vez; olfateando, acaso con su nuca erizada, la proximidad del apagón. No obstante, aquel cadáver no era el perro. No lo fue en tanto sus ojos de mármol no eran los ojos humanos de congoja perenne ni su lengua el órgano tibio y húmedo al contacto con la piel. Ha dejado de ser el perro tras el cese del oleaje de su pecho y, a pesar de todo, como si descreyera de la rotundidad de la muerte, le tomo los párpados y descubro que, tras ellos, solo existe la neblina de la anunciada ceguera. No más que la gris presencia de su biología en declive y ya jamás —nunca más— el brillo de su pulso animal.

 

IV

Se me orilla a creerlo: que el perro vive, que corre ya, libre de la parálisis neurológica, en una parcela de trigo que él jamás conoció. Que nos observa y, de hecho, nos tiene rencor; por abandonarlo, por disponer de su cuerpo en un terreno alejado de esta casa de jardín somero, maquilado, donde los árboles no echan raíces, y muchos menos lo harán sus restos. 

   Me hablan, pues, de las fórmulas esquemáticas del lenguaje: que está tranquilo, que ha parado de llorar, y a mí me parece ridículo que, a cielo abierto, en esta mañana de mayo en la que ya no respira, recuerde con precisión el temor y el jadeo del perro. Y me es imposible no pensar que sus últimos instantes de vida consistieron en un bagaje de angustia y sufrimiento esofágico. Me confronto ante una idea sencilla que, de tan obvia, parece ridícula: no todos los procesos de muerte son pacíficos. Y me pregunto, pues, de qué sirve una vida relativamente tranquila ante este sencillo hecho.


V

He de temerle, vocifera el olor de su barriga henchida, bajo tierra. He de hacerlo de la misma manera que le temo a la hinchazón de mi piel, a la mancha dérmica, al súbito pinchazo en el pecho y al ligero adormecimiento de los dedos. He de temerle con la total certeza de que, en cualquier momento, el cuerpo pueda tornarse un enemigo súbito. 

   Pienso que, de haber evitado las continuas caídas del perro en las escaleras, hubiera vivido más y, por ende, comienzo a vivir con dicha filosofía: evitar a toda costa, y con furia, la caída del cuerpo. Renegar del estatus incierto de mis células muertas. Creer que, de ser lo suficientemente inteligente, podré vencer al destino colectivo de la muerte.


VI

«La información es control», escribe Joan Didion. La búsqueda, la bibliografía, el corpus, el lenguaje. La información es control, afirma, poco después de la súbita muerte del marido y al mismo tiempo de la complicación neurológica de su hija que, al despertar, descubre que el padre ha muerto. Didion lee tomos de afecciones cerebrales y cardiacas en poco tiempo. Esgrime términos médicos ante los especialistas condescendientes, ante las visitas hospitalarias. Lo hace, sobre todo, ante la incredulidad del destino final de la muerte del cual Didion cree, mágicamente, que se puede regresar. Es perentorio no deshacerse de los zapatos, del abrigo; no mover el lápiz de la última página marcada por la mano del varón. De otro modo, no tendría qué vestir al caminar. De otro modo, perdería el hilo del párrafo subrayado. 

Leo, leo, y vuelvo a releer. Escucho. Me acerco a la literatura como quien busca exponerse al viento gélido para desensibilizar las articulaciones. Busco embotarme los ojos a punta de negrura. Deseo olvidar…

Gabriel Galaviz

Gabriel Galaviz (Puebla, México, 1999). Ensayista y poeta. Ha sido becario del Curso de Creación Literaria Xalapa, impartido por la Fundación para las Letras Mexicanas (2021, 2022) y del programa Jóvenes Creadores del PECDA (2023). Fue residente del primer Taller-Residencia para Jóvenes Escritores Mexicanos «Bajo la Pirámide», impartido por la Universidad de las Américas Puebla (2024).

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