La melancolía del escritor rico y viajero
Un psicólogo lo llamaría depresión. Con algún apellido, quizá. Depresión leve, supongo, si no se pone más técnico. No sé si los psicólogos en España pueden recetar pastillas. Creo que no, aunque un psiquiatra estaría encantado de hacerlo. Incluso el médico de cabecera. Hoy te dan pastillas a demanda. Para dormir, para anestesiarte la ansiedad, para que no te aplaste el tedio. Es de buen tono colocarse un poquito. Sin excesos de yonqui, sin perder la compostura. Nadie quiere a un drogadicto impertinente al lado, de los que gritan o se les cae la baba, pero una pastillita al toque, como una rociada de perfume o un pañuelo bien puesto, otorga distinción. Los antipsicóticos y los ansiolíticos se han convertido en la sal y la pimienta de la personalidad.
Como soy un agnóstico de la psicología, no voy a someterme a su disciplina. No tanto por miedo a sus pastillas, sino a su jerga. Me manejo mucho mejor en el campo literario, donde pastan las palabras adecuadas. Melancolía tiene un sabor largo y abierto. Se expande en cada sílaba, como un fuego de artificio que ilumina el cielo y se dispersa y se apaga antes de tocar el suelo en forma de ceniza. Es lo contrario de depresión, esas tres sílabas ariscas que se atascan cuando llevan preposiciones y reducen la tristura y la feracidad de los valles a una banalidad técnica de la psicología o de la geografía. Que la depresión sea jerga de ambas disciplinas me lleva a pensar en la psicogeografía y el situacionismo, la más deprimente de las vanguardias culturales revolucionarias, la más funcionarial, comandada por sindicalistas del pensamiento que se metieron a escritores porque no pudieron sacarse las oposiciones de urbanista. Me ponen triste las literaturas de vanguardia, nunca lo he podido evitar. Hay en su entusiasmo un hálito suicida que me aburre e irrita. Por eso no escribo vanguardismos ni aguanto mucho rato en compañía de vanguardistas. Prefiero la soledad melancólica de un hotel a la algarabía de jardín de infancia de una reunión de revolucionarios.
Melancolía es lo que sufro, y no depresión. Una melancolía grumosa, apenas molesta, soportable si no la pienso mucho. Un poco de melancolía también remata una personalidad coqueta. La edad nos vuelve melancólicos de forma natural. Se nos endurecen el colágeno y las articulaciones, y la mirada se nos enturbia con una neblina que para algunos es sabiduría y para los oftalmólogos, degeneración fisiológica. El mirar se hace distante, sobreentendido, a medio camino entre la compasión y el cinismo, que no están tan lejos ni son incompatibles. Un gesto melancólico es natural a cierta edad, cuando ya no quedan primeras veces por delante y el déjà vu es diario, pero una melancolía con demasiados grumos puede atascarse y formar trombos, como el colesterol malo.
Sueno mucho más viejo de lo que soy. La mayoría de la gente no me consideraría viejo. A los cuarenta y cinco, en esta España y en este siglo, apenas uno ha echado a andar y, si le duelen los huesos, conviene que apriete los dientes y disimule. Yo nunca he sabido hacerlo. Nací con vocación de vejez y me costó mucho domar la melancolía con humor. La melancolía siempre ha estado ahí. El humor, en cambio, no llegó hasta los años de universidad. Desde entonces, mantengo los niveles de melancolía con una dieta estricta de ironía y sarcasmo, pues descubrí que no había otro tratamiento, digan lo que digan los psicólogos. Si uno quiere rebajar el colesterol, come fruta y pescado y hace ejercicio. Si uno quiere rebajar la melancolía para vivir con ella, se abraza a lo descacharrante y procura no tomarse nada en serio, sobre todo a uno mismo.
Con disciplina humorística se puede mantener la melancolía en unos niveles bajos, pero en un hotel de Santiago de Chile, a once mil kilómetros de mi casa, un sábado por la tarde, en una ciudad donde no conozco a nadie y no tengo nada que hacer más que abrir el ordenador y teclear párrafos sin propósito ni dirección, la melancolía se espesa y aprieta el esternón.
Aprieta más fuerte porque sabe —la melancolía es una sustancia pensante y perceptiva— que no hay razones confesables que justifiquen su triunfo. Eres feliz, te dices. Eres un privilegiado —eso se lo dices también a los demás, incluso los días en que no te sientes para nada privilegiado—, no hay nada en tu vida que no controles o que amenace naufragio. Tienes a Cris, tienes a Daniel —y a la melancolía no se le escapa que saberlos en la otra punta del mundo mientras tú estás en Chile sin saber qué se te ha perdido en Chile es el detonante de su triunfo, y por eso aprovecha la ocasión para atacar con fuerza, pues sabe que tan pronto vuelvas a casa desaparecerá una buena parte de tu tristura— y no necesitas más compañía que ellos. A veces querrías aislarte del mundo en un sitio con mar donde pasear con ellos todas las mañanas y pasar la eternidad en una postal con tono pastel y un poco de viento salado.
No haría falta más, y resulta que lo tienes. Si ahora está lejos y no puedes pasear por la playa precisamente este sábado es porque elegiste vivir escribiendo, y como tantos escriben y tan pocos leen, sería irresponsable y estúpido desaprovechar todas las oportunidades para llevar tu escritura a los ojos que podrían disfrutarla. Si nadie la lee, que no digan que fue por tu culpa, porque no quisiste cruzar el mar y sonreír para la foto y responder a todas las preguntas. Por eso estás en Chile, para hablar de tus libros a los periodistas, a otros escritores, a lectores que piden una firma y hasta al embajador de España, que no sé por qué te ha invitado a comer, como hacen muchos embajadores cuando un escritor famoso visita su ciudad. También se aburren los embajadores. Cómo no se van a aburrir, no puede haber nada más aburrido que una embajada. Se aburren y les sube la melancolía grumosa y necesitan que les visite un escritor al que no han leído para que les entretenga un rato y les disuelva los grumos. A lo mejor prefieren eso a tomar ansiolíticos y aguantar la cháchara de un psicólogo. Les comprendo. Yo también preferiría almorzar con un escritor a una sesión de psicoanálisis.
No sé quién decía: tengo que comer mucho marisco para poder llevar un plato de lentejas a casa. Es nuestra condición de relaciones públicas de nosotros mismos. Desde que los príncipes dejaron de tenernos en nómina, los artistas nos ganamos las habas como podemos, unos con más gracia que otros, unos más versátiles que otros. Lo sé y no lo lamento. No soy un llorón que se siente prostituido y sufre por ser tratado como mercancía. Yo soy mercancía y lo asumo, e incluso me gusta ser mercancía. A la mercancía se la trata mejor que a las personas. Si fuera un proletario de las letras, como les gustaría a algunos colegas, no me alojarían en este hotel ni les importaría un comino si tengo hambre o me duelen las rodillas. Ni se molestarían en aprenderse mi nombre. Si me tratan a cuerpo de rey y la jefa de prensa se inquieta cuando le digo que me apetece dar un paseo a solas por el centro porque teme que me puedan robar, secuestrar o matar, y esas cosas no pueden suceder bajo su jurisdicción…