El agua de nuestro incendio
Los pinos eran apretados y uniformes. Al llegar desde la carretera creía estar viendo una maqueta, con ese tono de verde concreto, esa frondosidad, esa silueta montañosa y de pronto, ahí encaramado, un rincón donde la vida persiste. Siempre miré esa estampa con dolor, como de adolescente contemplas tu piel atravesada por la cuchilla, su estela de pelos enquistados, negros y gruesos, que antes no estaban ahí. Igual que mi propia mano fue artífice de esa segunda piel dolorida, aquellos pinos también tenían algo de intruso, de impuesto, de genealogía profunda de otra piel antigua aniquilada.
Esa plantación, símbolo de promesas no realizadas, fue nuestro escenario de búsquedas y persecuciones, de besos furtivos y noches en vela. Su superficie era a la vez muralla y condena, una seña de identidad atravesada por el miedo. En su consistencia y continuidad se hallaba la posible asfixia de aquel lugar vertical, el contrapunto de las lluvias torrenciales de primavera; una amenaza persistente en los meses de calor cuando la diminuta distancia entre el pinar y las casas blancas parecía aún más escasa, cuando no había protección suficiente si una llama sorprendía cualquier día de viento.
Así transcurrían los veranos en un pueblo donde florecía una segunda rutina marcada por la alerta de incendios, la angustiosa sequía, el sonido de las chicharras, los higos, las zarzamoras y la llegada de turistas. El pueblo con su nueva fonética nocturna, con las infancias ausentes en el invierno que corretean por las calles en agosto, con las voces y los gritos que se cuelan por las rendijas.
En esa olla en ebullición el temor estaba en carne viva, en las horas del descanso imposible la mente planeaba escenarios de huida y entorpecía su razonar al toparse con el aire ardiente y grueso, incapaz de ser respirado cuando algún humo cercano inunda sus calles estrechas. Así se iban tachando las quincenas, lamentándonos por el paisaje color ceniza del pueblo vecino y cruzando los dedos para mantener a flote nuestro archipiélago de puntos blancos en el verde circundante.
La amenaza de las llamas se enquistaba en cada cuerpo como una espina clavada en el talón, infectada y sin extracción posible. Con ese aguijón creciendo dentro pasaban los meses de calor, sin redes de contención, sin distancia de rescate, sin brazos de asistencia ni receptor ante nuestro grito de socorro que acababa por eclipsar cualquier atisbo de cordura.
El verano y su laberinto ferviente convertían los hogares en casas enfermas, las tertulias en delirios y la mirada en desfiguración. Algunos decían que su febrícula distorsionaba las mentes, atrofiaba su agilidad, daba paso a los despojos del pensamiento y a la locura verbal de quien padecía la canícula en sus carnes. «Ni caso a los rumores de los viejos —nos advertían—, que pierden la cabeza con el calor», y nosotras corriendo a pegarnos a los muros, como hacen las salamanquesas, ensanchando las orejas para desvalijar sus conversaciones.
En la tensión del escondite a veces capturábamos palabras sueltas, historias de tiempos lejanos, entresijos familiares y vocablos morbosos. Hipnotizadas por lo clandestino inventamos sigilosas artimañas y laberintos para un ansia de escucha que no llegaba a colmarse. Este era el suceder de nuestras noches, marcadas por la cautelosa actividad del espionaje, esperando que algo de ese mundo anciano impactase en nuestro mundo aún sin antigüedad.
Arrojadas a las habladurías nos topamos con un verano diferente al del fuego y las pavesas, con relatos que no debían caer en manos de niñas inocentes. Pero cayeron y forjaron el cambio, las ideas multicolores y el afán de descubrir aquello que sus lenguas enroscadas guardaban entre susurros. Algunas de esas historias se enunciaban a medias y a escondidas, como encerraditas en un cajón. Así lo hacía al hablar de lo que las piedras de nuestro río llevaban inscrito, inventando vericuetos en el lenguaje, formas nunca antes experimentadas de comunicación, alfabetos nuevos y licencias a la imaginación para describir aquellos cuerpos que habitaban entre las rocas del río y mezclaban sus aromas con el torrente de su agua.
Tanta era la comunión con el entorno que dudábamos si eran cuerpos humanos, si esa simbiosis era posible con los caballitos del diablo, el mirlo, los zapateros y los murgaños que poblaban cada rincón. Pero los testigos hablaban de figuras femeninas y de los insectos reposando sobre sus pieles camaleónicas, confundidas con la tonalidad del sol rebotando en el granito, en el brillo del agua turquesa, en el amarillo de la libélula y el marrón de las acículas de los pinos.
Allí no había castigo ni condena, era la pausa de la obligación, la libertad de la postura inadecuada, de vello sin rasurar, de los pechos y genitales al descubierto y del cántico que brota del pulmón. ¿Cómo iba a aceptarse aquello si no era con animales fantásticos, ninfas mitológicas y deidades de un tiempo lejano? En el pueblo de la brutalidad masculina y del escrutinio de lo extraño, el disfrute de las mujeres solo tenía hueco en la ficción, en fábulas inverosímiles suficientemente separadas de la percepción diaria y del censo habitual de los días cotidianos.
Éramos todavía pequeñas cuando empezamos a sospechar del engaño, a conjeturar que nuestras mentoras usaron la astucia para armar la claridad de una leyenda murmurada que no se contaba en voz alta por el peso del pudor. Así que pusieron nombres extraños y descripciones excéntricas para disimular su realidad, para conservar ese oasis de deseo que no podrían destruir si se mantenía en el nivel de lo mágico…