Viajar en el tiempo con una olla de barro
Daniel me dio un manojo de hojas de eucalipto y me dijo que me las pusiera en el pecho, lo más cercano al corazón. El eucalipto fresco se mezclaba con la humedad tibia de la noche creando un aire aromático, adornado también por algunos frutales y el olor levemente agrio de los cafetales.
—¿Y eso para qué? —le pregunté desentendido, pero siguiéndole la corriente.
—Por si se le aparece un espanto. Es una contra para que no se desmaye del susto.
Tomamos brandy y Daniel volvió a llenar las copas para brindar por mi mamá. Le agradecí. Planeamos la ruta de cada quien, escogiendo diferentes faldas de la montaña. Acordamos un reencuentro al amanecer en ese mismo lugar y apagamos las linternas. Daniel empezó a caminar sin un rumbo fijo entre la maraña natural que, en esa noche, estaba conformada por un paisaje de sombras, oscuridades y estrellas que aparecían cuando el cielo dejaba de estar cerrado.
El andar de Daniel fue haciéndose menos audible y yo quedé ahí, varado en el tiempo borroso de la noche, rodeado por el sonido cíclico de los insectos en el que mis propios pensamientos parecían encajar perfectamente por ser tercos y repetitivos. La sonrisa, la voz sabia, el cariño de mi mamá. Su vida entera giraba en mi desconcierto y nada más me importaba, así que el campo abierto de esa noche no me intrigó y no tuve los nervios de punta, ni me encogí de miedo ante un sonido o movimiento indefinible. Tampoco tenía ánimos de ahondar en el misterio de hacer camino con mis manos y mantener los ojos afilados en busca de los tipos de luces que identifican a las guacas.
Según lo que me ha contado Daniel, existen tres clases: un resplandor azul significa que cerca hay un entierro de indio pobre, ahí se pueden hallar huesos y elementos de barro como ollas utilitarias, copones y volantes de hueso. Si el resplandor es rojizo el entierro fue de alguien con más poder y se pueden hallar huesos y figuras de cobre o bronce. Si el resplandor es amarillo, eso significa oro, la guaca más perseguida, posiblemente de un cacique o un chamán. En esta se pueden hallar huesos, esmeraldas, figuras de oro y elementos de barro similares al anterior tipo de guaca.
Armé una almohada con un poncho plástico que había llevado en caso de que lloviera y me recosté a mirar el cielo. Traté de huir en la espesura universal, pero desde ahí también llegué al reciente fallecimiento de mi mamá. ¿Cuántos de esos puntos de luz que componen el firmamento habrán muerto ya pero siguen brillando? Algún punto de los que veía en el cielo era mi mamá. Distante, intocable y, a pesar de que ya no estaba conmigo, seguía brillando intensamente.
Durante la noche y la madrugada dormí a ratos hasta que el sol empezó a devolverle el color a las cosas. Las montañas en cadena, verdes de bosque y de sembradíos se levantaban sobre mí, y abajo, a sus pies, un surco cobrizo pasaba de largo, curvilíneo: era el caudal del río Risaralda en plena Cordillera Occidental caldense, cuna de los umbras o anzeas, las primeras personas que habitaron este territorio colombiano antes de la llegada de los españoles, aproximadamente en el año 1538 y mucho antes de que iniciara la colonización antioqueña, desde 1795 más o menos. Esta última era la razón por la cual yo me hallaba en el monte, esperando a que llegara Daniel.
Mis bisabuelos maternos se instalaron en Anserma, Caldas, un pueblo fundado en la cresta de una montaña a veinte minutos de donde me encontraba. Ahí se casaron mis abuelos y nacieron mi mamá y sus hermanos, pero ella, confinada en el cariño sobreprotector de mi abuela, decidió comprobar su talante y su imaginario y en un acto de rebeldía se fue a vivir a Bogotá con escasos veintitrés años. En la capital conoció a mi papá y así fue que yo vine a dar al mundo.
Duendes, lloronas, animales embrujados y resplandores nocturnos cobraban vida en nuestra casa gracias a la voz hipnotizante de mi mamá. Las historias de su natal Anserma me causaron tal interés desde siempre que empecé a involucrarme más en la región, y fue de esta manera que llegué a la guaquería, que es parte enigma y parte real.
Daniel llegó alborotando la quietud de la maleza y se dejó caer. Estaba sudando.
—¡Qué caminata me di, hermano! —Suspiró de cansancio.
—¿Hasta dónde fue?
—Hasta por allá —dijo y señaló—, al otro lado del río.
—¿Y vio algo?
—Nada, hermano, ¿y usted?
—Tampoco.
Salir esa noche fue una invitación de Daniel para distraer mi duelo, porque en el fondo ambos sabíamos que…