Un instante de compasión
Doblado y compasivo, el billete cae entre las piernas del ciego. Sus ojos, siempre abiertos, siempre azules, siempre pálidos, se dirigen arriba dando las gracias con entusiasmo mientras se estira y recoge el dinero. Aunque nadie le responde, él, por un par de segundos más, continúa apuntando su gratitud hacia el ruido de los pasos que raspan la acera con dirección al Metro. El artífice de ese donativo no es otro que el gordo de la eterna franela azul y ánimo cansino que atiende el quiosco frente a la estación Plaza Venezuela. Al tiempo que salía de la panadería, cargado con una bolsa llena de cachitos, se encontró con el ciego atrincherado entre los escalones y la pared, rogando por una ayudita con su mano trémula extendida hasta los bordes del desamparo. Ni siquiera vio el billete de cincuenta bolívares que en un mismo movimiento buscó en su pantalón y luego arrojó al mendigo con una última mirada de soslayo cuando la limosna le rozó los dedos y aterrizó en el suelo.
Creo que atestigüé la duda en sus manos después de que llevaron un cachito a la boca y estrujaron el plástico con el amago de soltarle aquello al mismo mendigo que ahora se encontraba, curtido y andrajoso, cincuenta bolívares más alejado de la pobreza.
Me alegro por el ciego. En los meses que llevo cruzando Plaza Venezuela no puedo dejar de pasar a su lado sin echarle un vistazo al pedazo de acera cercado por sus piernas. Se me ha hecho una especie de ritual que finaliza siempre con el mismo resultado: ver nada en ese pequeño espacio que tiene como recolección de fondos para la supervivencia diaria. Nunca, hasta hoy, había observado que el dinero orbitara alrededor suyo y ahora me hallo a apenas veinte pasos de apreciar su pequeña dosis de felicidad.
¿A qué se deben estas ganas de compartir la felicidad del mendigo que tengo a unos cuantos metros si no soy ni mínimamente responsable de ella?
Quiero pensar en esto un rato, pero una suave ráfaga de viento golpea toda la calle. La recibo apretando los puños, con la piel a punto de erizarse por descubrir el aliento frío de la mañana. Al ciego, sin embargo, lo sorprende este ligero soplo matutino y el billete que aún resguarda en su mano se escapa volando tres metros en mi dirección.
Este hecho me posicionará dentro de la felicidad del mendigo, pues tendré la oportunidad de regresarle su dinero.
Se lo regresaré en quince pasos.
Mientras el ciego tantea a su alrededor, una mujer cruza la calle y toma la delantera dejándome atrás con mi ensueño dadivoso. No solo eso, además vio el billete; se agacha con delicadeza, lo recoge y después lo guarda en su bolso de mano antes de seguir caminando con un vaivén despreocupado, quizás a la parada de autobuses, quizás al cansancio de sus días.
Diez pasos.
El ciego ha dejado de buscar el billete. Reemplazó la desesperación creciente de su ya congestionado rostro por una sonrisa y minúsculos resoplidos salen de su boca.
Reconozco ese gesto, esa risa amortiguada que pretende defenderse de la desgracia con cierto estoicismo pese a que el dolor en el ánimo sea tremendo. Vaya suerte la del mendigo. En el relámpago de unos segundos pasó de ser un hombre errante que logra coronar una limosna a un completo desposeído. Ya no puedo compartir su felicidad, pero indudablemente su sonrisa me está acercando más a él.
Nueve pasos.
La compasión tiene una extraña forma de actuar y esta vez quiere presentarse como un bombardeo de recuerdos…