Si fuera Dios este animal sagrado
De no ser por el fuego, que nunca había estado tan vivo en las ciudades, en las fronteras, en los cuerpos muertos a la vera de las rutas, ni por el hambre, que obligaba a todos a raspar la corteza de los árboles y masticar cuero, a inventariar la comida, las pocas latas que quedaban, la fruta a poco de pudrirse, como si en el ejercicio del conteo pudiese de la nada duplicarse todo, la casa podría haber sido un santuario. Se alzaba sobre la colina, blanca como había sido siempre y rodeada por los pastos altos que entonces amenazaban la galería y las ventanas de la planta baja y la chimenea.
La habían encontrado hacía dos noches y la habían confundido con una piedra gigante, con un monumento blanco sobre la cima, y entraron, casi desmayados por el hambre, escapando de los ruidos de las bombas que se escurrían por el valle, para encontrar adentro el calor de la madera y un mundo suspendido, en las fotos en las paredes y en el hogar apagado, como si esa quietud sin animales fuese la anticipación del mundo que dejarían los hombres después de matarse entre ellos.
Era de mañana y Jul hurgaba debajo de la bacha. Así como estaba, en cuatro patas, parecía una perra flaca. Corría ollas y sartenes y trapos para encontrar algo, lo que fuese, escondido y olvidado.
No, dijo. Hay nada, dijo.
Después se levantó y abrió la alacena para buscar detrás de los vasos y las tazas, como si no lo hubiese hecho siete, ocho veces desde que habían llegado, y como si creyese que podía haber pasado algo por alto, una escotilla a otra habitación secreta, un almacén con agua y abrigo.
Ayer soñé con papá, dijo después. Yo andaba a caballo por la orilla de un río. Era de noche y llovía.
Pab lustraba la escopeta nueva, los raspones sobre el hierro, las manchas de óxido que la hacían parecer una reliquia, y miraba el mapa sobre la mesa: el estuario a unos kilómetros, y más adelante las islas, chiquitas pero frondosas, donde podrían esconderse un tiempo más hasta encontrar una canoa o algo que los sacase de la zona de exclusión. La voz de Jul le llegaba desde el otro lado del mundo, como asordinada: la cadencia morosa, las interrupciones por la tos y la flema de lo que los dos creían era una neumonía.
Desde la ventana podía verse el vado. Allá abajo, incluso de día, la niebla era compacta y no se disipaba hasta bastante después del mediodía: crecía y reptaba hasta la colina siguiente, al otro lado del arroyo, hasta tocar a veces una cabaña chica y solitaria que, ahora derruida, era tomada por la bruma, invadida por las puertas y las ventanas para después salir por las grietas del techo. Pab había visitado la cabaña de enfrente la noche en la que llegaron, cuando las nubes tapaban la luz de la luna. Había cruzado el vado solo y trepado la colina y después rodeado la casa en silencio. La cabaña estaba a medias destruida: una bomba le había pegado en la parte alta, y el fuego o el tiempo o las dos cosas habían vuelto las paredes negras. Pab entró por el hueco que antes había sido la puerta. El piso de madera cedía a su peso y se curvaba casi hasta el punto de quiebre. Adentro había sillones dados vuelta y mesas partidas al medio y cuadros repletos de polvo en los que no se distinguían ni caras ni cuerpos, apenas manchas que podían ser árboles o montañas o puentes. Pab caminó despacio, intentando no romper el equilibrio mínimo en el que algunas cosas se mantenían en pie. Subió por las escaleras agarrado a la baranda, entonces también húmeda y llena de musgo. La parte superior estaba todavía más venida abajo. Gran parte del techo no existía: todo lo que aparecía era el cielo, con las nubes al alcance de la mano. La única habitación todavía cubierta era una pieza tomada por las flores: desde las paredes y del suelo caían enredaderas y hojas con cogollos oscuros al borde de marchitarse. Había muebles abiertos y vacíos, y un televisor lleno de polvo, y sobre un colchón, un cuerpo, ya consumido, puro hueso, con plantas brotándole de los costados y de adentro, y con una escopeta apoyada sobre el pecho. El olor era agrio. El cráneo estaba destruido, y las paredes detrás de la cama tenían una mancha roja, que después se perdía en un reguero irregular detrás del respaldar. Jul cerró la alacena de un portazo y abrió los cajones de los cubiertos. Los metales tintinearon como un llamador. Corrió los repasadores, las espátulas, los abrelatas.
Nada. Jul volvió a toser y después escupió en la bacha una flema verde oscura. Llovía y veía una fogata abajo de un árbol, dijo. Me acercaba despacio y encontraba a alguien de espaldas. Y era papá. Y me preguntaba cómo me llamaba. Papá, soy yo, le decía. Pab miró hacia abajo: sus manos puliendo la escopeta nueva con una gamuza, dejándola a punto. La apoyó sobre el hombro y miró el vado a través de la mirilla; después giró y apuntó a Jul, encorvada sobre la mesada. Primero puso en la mirilla sus piernas, después el cuello, después la cabeza.
Me escuchás cuando te hablo, dijo Jul, de espaldas.
Pab bajó la escopeta.
Sí, dijo. La lluvia y un hombre. Un río. Un caballo. Tu papá.
La radio de la medianoche no dijo nada nuevo: las tropas, la bandera caída, las ciudades tomadas, el ejército nacional liquidado; la lluvia cercando casi todos los caminos alternativos hacia el norte: la tierra pantanosa e imposible de transitar a pie a menos que se viajase ligero, y las rutas con patrullajes constantes.
Pab miraba el techo desde la cama. Intentó pensar en cosas que lo distrajeran de las arcadas y los ruidos de la panza: en el invierno blanco, cerca de llegar, con los días haciéndose más cortos; en los pájaros que ahora rondaban el pinar cerca del vado y que habían vuelto después de los incendios a gobernar los árboles negros y pelados, sin hojas que los defendieran, a armar los nuevos nidos; en el hambre y el sabor amargo de las hojas de los arbustos, lo único que masticaban hacía más de tres días; en matar a Jul con la escopeta nueva, rápido y sin que lo notase, cuando durmiese, para que no sintiera nada, para después matarse él: sentado sobre un banco y descalzo, con la boca mordiendo el caño frío, buscando el gatillo con el dedo gordo del pie; en su cuerpo duro y violeta por el frío y coronado por detrás con una mancha roja, igual que en la cabaña de enfrente; en el primer hombre que pudiera encontrarlos años después, ya hechos negro y vueltos indistinguibles de cualquier despojo.
Miró a Jul al lado suyo, acurrucada sobre sí misma, entrando cada tanto en movimiento por los espasmos que le producía la tos, y su espalda desnuda y los huesos que empujaban la carne y los omóplatos y las vértebras, que hacían un cordón de montañas de piel pálida y estirada y cómo dormía hecha un bollo, como si protegiese algo cerca de la panza, como si se hubiese vuelto de repente madre, pero de algo horrible.
Por la mañana, Pab caminó hacia el norte. El cielo estaba claro y sin nubes y había cenizas en el aire. El pasto estaba amarillo y cada tanto, en grupos de quince o veinte, se alzaban árboles negros y pelados por los incendios. Encontró hongos y los guardó en la mochila, y después bajó al arroyo, ahora seco, para ver si en alguna curva había quedado agua estancada. Hundió las manos en el barro y después las alzó sobre la cabeza y apretó hasta que tres o cuatro gotas marrones cayeron. El sabor fue salado y ácido.
Estos no se pueden usar, dijo Jul más tarde, mirando los hongos.
Cómo.
Son venenosos. Ya te expliqué. Esta capucha acá. Nos morimos.
Puedo volver mañana.
Voy a ir yo.
No. Voy yo. Es mucho esfuerzo hasta abajo y te vas a agitar.
Jul agarró un repasador. Se lo puso sobre la cara y gritó.
Después lo tiró.
Jul.
Qué.
Pab se agachó y alzó el repasador. Lo levantó hasta la altura del pecho y se lo ofreció a Jul. Jul le quitó el repasador de las manos, miró a Pab a los ojos y después le dio una cachetada. La mano fue rápida y el ruido seco. Jul subió las escaleras y dio un portazo. Pab se quedó en el living, mirando las fotos colgadas en las paredes: había un nene con guardapolvo y el mismo nene unos años más tarde levantando un trofeo y una cena familiar y un matrimonio posando de espaldas a un lago. Pab pensaba que era probable que hubiesen escapado, que se hubieran enterado antes de la invasión, si tenían contactos en el gobierno o en algún ministerio; que ahora estuviesen en otro país, cerca o cruzando el mar, armando nuevas fotos y empezando de cero; podía ser que no…