La cáscara y el huevo
María Elena pestañea. Aunque no tenga párpados ni ojos ni pestañas, aunque no haya músculos moviéndose, pestañea. Se incorpora despacio, con cuidado, como si temiese disolverse en el aire, y baja de la camilla. Lo que percibe en la planta de los pies, en contacto con el piso, se siente como si alguien soplara sobre un miembro dormido: un cosquilleo lejano, un recuerdo. Cree sentir el frío de los azulejos, pero sabe que no puede ser: lo está imaginando. Entonces se pregunta si realmente está parada, o si flota, o qué. Tras algo parecido a un mareo, pierde estabilidad y se hunde hasta la cintura. La enfermera joven, la que un rato antes la ayudó a ponerse el camisolín en la habitación y la acompañó al quirófano, le extiende una mano a la que ella intenta aferrarse sin éxito. No piense, es como respirar, como andar en bicicleta, dice la enfermera. María Elena prueba de nuevo y esta vez sí, se eleva hasta quedar uno o dos milímetros sobre el nivel del piso.
El día anterior —¿cuánto dura ahora un día, cuánto tarda su párpado inexistente en cerrarse sobre el ojo que no tiene y volver a abrirse?—, luego de internarse y haberse despedido de su familia, hasta pronto, le dijo a la psicóloga que la visitó en la habitación que sí, que entendía, y firmó los consentimientos, las exenciones de responsabilidad, las declaraciones juradas y la cesión de bienes. Pero era imposible de imaginar en abstracto; algo así como pretender que el hecho de decir bosque equivalga a la experiencia real: los árboles filtrando la luz del sol, el olor a resina, los animales, los insectos, el suelo húmedo cubierto de hojas que crujen y todo lo que se mueve bajo tierra.
Se mira las manos, ahora traslúcidas, más allá sus pies, sus piernas, el pubis y el vientre flácido, las tetas, que pese a su inmaterialidad aún dan sensación de peso y contundencia. En la pared opuesta hay un espejo y se observa de frente. Ahora es esta forma lampiña, este brillo pálido. No tiene uñas ni dientes y sus ojos, sin iris ni pupila, son del mismo color que la piel, un tono entre cerúleo y verdoso. Se pregunta cómo se verá en un año, en cien, en diez mil. Sabe que luego de la extracción, pasado un tiempo, los entes comienzan a expandirse y deformarse. Sin la contención del cuerpo, que los moldea como a un líquido o un gas, encuentran su límite en la imaginación. Algunos se terminan pareciendo a esos muñecos que se inflan y agitan los brazos, otros toman forma de ameba, o animales marinos: estrellas, erizos, medusas.
María Elena da un paso y busca apoyo con su mano derecha. En ese gesto reflejo nota que la sensación de algo que falta no tiene tanto que ver con su cuerpo en sí, sino con cómo se manifestaba. Con el dolor. Ya no necesita bastón, no hay huesos débiles adheridos entre sí con tornillos, no hay cirugías por delante ni cicatrices de las anteriores. Da un paso más, y otro, erguida y fascinada ante esa nueva forma de estar en el mundo. O quizás ser, más que estar, porque aunque ocupe volumen no hay masa. La consciencia de ese hecho, bastante inaprensible, hace que a la sensación de ligereza se le sume un leve desconcierto.
La enfermera la observa con fascinación y ella nota que se mueve con una gracia hipnótica que nunca había tenido en vida, como una acróbata en cámara lenta. ¿Ya está?, pregunta, y aunque solo lo piense, aunque no haya sonido, tanto la enfermera como ella escuchan perfectamente. Su voz, ahora, es más cristalina, sin el ahogo ronco de los últimos años.
Ya está, responde la enfermera, y señala una puerta.
María Elena mira su cuerpo una última vez, abierto por el pecho como un pollo sobre la mesa del quirófano; la bandeja con el instrumental, cubierto de esa grasa blancuzca como esperma de ballena que recubre a los entes; el polvo fino, restos de hueso, que flota en el aire; a la enfermera con su delantal blanco y su sonrisa tensa.
Luego avanza hacia la puerta, la atraviesa.
En el pasillo hay flechas pintadas en el piso. Otros entes se deslizan o caminan siguiendo la dirección a la que apuntan y ella se les une. El espacio al que salen es una especie de salón enorme, con el techo muy alto, similar a un estadio de básquet. Todos parecen perdidos, como en el aeropuerto de una ciudad extraña en la que se habla un idioma incomprensible y la diferencia horaria es abismal. Son varios, treinta o cuarenta, y se mueven con esa cadencia ingrávida, como algas bajo el agua. La mayoría tienen más o menos su edad —o la tenían al morir— pero hay una chica muy joven que parece más desorientada que el resto. María Elena se le acerca, dice hola, le pregunta si se siente bien. La chica dice sí y ambas, en el acto, son conscientes del absurdo. Se ríen, o algo parecido. Es como si se cargaran de estática y por un momento brillaran con más intensidad.
La chica se llama Agustina y murió hace dos días de un edema pulmonar tras un accidente de buceo. Aunque ya tenía cierta experiencia, bajó de más, perdió al grupo, y el miedo la hizo subir demasiado rápido. No es que lo cuente, pero de alguna manera habilita esa información porque María Elena, de un momento a otro, lo sabe, y sabe también otras cosas, como que fueron sus padres los que decidieron la extracción, y que de haber podido elegir ella hubiese preferido desaparecer; que la idea de la eternidad la aterroriza y su helado favorito era el pistacho; que su novio era un idiota y está segura de que ahora le está contando a todos que es viudo, y que lo último en que pensó antes de morir fue en unas fotos que se había sacado en el baño la noche anterior y que debería haber borrado.
Toda esa información, en simultáneo, resulta un poco abrumadora. Y María Elena nota que lo mismo le sucede a Agustina…