Yestermorrow

Mortemfile

Pronto me di cuenta de que los juguetes, como la
poesía, eran esencias de cosas, símbolos concisos de
vidas posibles o imposibles

RAY BRADBURY

Dos chimboritos salieron espantados de su nido cuando escucharon los quejidos del general y el trueno de las pistolas. No habían sido diseñados para vivir entre semejantes ruidos; y este año habían tenido la mala suerte de que el lugar donde cada octubre solían anidar y poner sus óvulos ahora estaba rodeado por un ejército erizado por lanzas tan largas como apamates, pero menos amables al tacto. Ya era demasiado tarde para trasladar la incubadora a un lugar menos transitado, porque los óvulos estaban ya maduros, listos para poder dar vida a dos hambrientos polluelos. Lo único que podían hacer era rogar por que no los descubrieran y apartarse cuando la cosa se pusiera muy fea y se vieran obligados a salvar sus vidas, más importantes, cómo no, que los proyectos que cuidaban. Ya habría tiempo para poner nuevos óvulos, en caso de que estos resultaran aplastados por las pesadas ruedas de los cañones. Se elevaron como solo ellos sabían hacerlo y desaparecieron entre la luminosidad del sol que reverberaba en las nubes, seguros de que los depredadores no podrían dar con ellos. Eran listos, los chimboritos.

Cientos de metros por debajo de los voladores, el general calculó cuidadosamente la presión que ejercería con sus brazos para levantarse. Meditó un instante antes de hacerlo; ninguna batalla es pequeña y, mucho menos, esta. No estaba en una posición ventajosa y todo podría acabar en un desastre si daba un paso en falso. Sucre y Soublette lo observaban con atención, como los jóvenes lobos que esperan que el macho alfa de la manada flaquee para usurpar su puesto. No obstante, una ávida postura de siervo inclinaba sus torsos, y sendas sonrisas cruzaban los rostros de ambos subalternos. El jefe los miraba con evidente suspicacia; sus lecturas tendrían que servirle para la supervivencia, así que murmuró: Ama a todos. Mas en todos no confíes, escribió Casia de Constantinopla hacía cuatro mil ochocientos años, y él no dejaría de hacerle caso; por más leales que fueran, seguían siendo hombres b, y eso para él ya representaba un peligro. A Sucre y a Soublette se les hacía imposible escuchar lo que el general farfullaba entre dientes, pues este trataba de que la operación fuera lo más limpia posible y estuviera exenta del más mínimo desarreglo. Vana pretensión. Sigan, sigan mirándome así, coñosdemadre, que a los dos los tengo en salsa, pensaba el general; en cuanto me salgan con la primera pendejada los mando fusilar, como hice con Piar en su momento, malditos. No crean que porque me pueden ver así no sé por qué parte de las bolas agarrarlos para joderles la existencia. El general levantó la mirada hacia sus dos acompañantes y trató de inclinarse hacia ellos con donosura, pero un súbito pinchazo pubococcígeo frustró el gesto diplomático.

—¡Me cago en dios!

—¿Está usted bien, su excelencia? —preguntó Sucre, solícito, agachándose para evitar que cayera al suelo recién pulido.

—¡Qué bien voy a estar, pedazo de bolsa! ¿No me ves cómo estoy?

—Déjeme a mí, general —agregó Soublette, y se agachó también.

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Cogió el pañuelo que estaba en el suelo, tratando de disimular el asco, y se acercó con la delicadeza que le había visto a Rosita cuando se inclinaba sobre su propio pene para acariciarlo con los labios. La imagen de Rosita, andina de mejillas y europea de ojos, había sido diseñada especialmente para él, según sus especificaciones. No había escatimado dinero en los detalles, emanados de sus más profundos deseos y sus más locas fantasías. Ella era perfecta, una mujer de verdad solo para él. O casi. El placentero recuerdo le ayudó a pasar el trago amargo, el tacto grumoso del pañuelo ensangrentado. Rosita usaba esos vestidos que tanto le gustaban al general Soublette, con un escote semicircular de donde brotaban los senos como si se derramara la leche del mundo ante sus ojos. Rosita tenía unas manos mínimas y en apariencia frágiles pero que, golosas, sabían escurrir hasta la última gota de cualquier líquido. Y, sobre todo, Rosita —para eso había sido diseñada— se demoraba como ninguna otra en el juego de los labios con su glande, y en esos momentos el general Soublette habría querido tener tres años, ser un bebé que no necesitara salir a pisotear nidos ajenos, un bebé que no quisiera salir a guerrear por ahí, a conspirar por ahí..., un crío que no tuviera que agacharse a recoger un pañuelo embadurnado de sangre y excrementos.

Se oyó el chillido de un chimborito macho, a lo lejos.

—¿Qué pasa, Soublette? ¿Vas a estar todo el día ahí mirándome el culo?

—Sí, mi general, ya voy.

—Este Soublette... hasta marico será, ¿no te parece, Toño?

El general Antonio José de Sucre rio el comentario con sincera alegría, más que nada porque no era él a quien le había tocado en suerte la misión que Soublette demoraba. En la tienda de al lado, un artefacto militar emitía gruñidos extraños, como si estuviera a punto de explotar, pero ya todos los presentes estaban acostumbrados. Estaban engrasando y recargando las máquinas de matar. Pobres enemigos; sus destinos habían sido decretados pero ellos aún no lo sabían. Quién sabe en qué infecto putiferio estarían malgastando las últimas horas de sus vidas.

—¿Me vas o no me vas a limpiar el culo, Soublette?

Soublette, héroe en La Victoria y Las Queseras del Medio, terror del mecanizado Boves en la vigesimosegunda, aunque perdida, batalla de La Puerta, edecán de Miranda en El Callao, miró al Libertador y alargó la mano que con una suavidad infinita retiró el excremento ensangrentado de sus nalgas; excremento combinado con pus, pues esa misma tarde tanta hamaca y tanta comida picante habían hecho explosionar las hemorroides libertadoras y la sangre manaba a placer. Su excelencia continuaba agachado, apoyado en los hombros de Sucre, que sonreía con baba. Él decía que había cruzado la cordillera andina sin decir ni mu, cual Aníbal contemporáneo; juraba que aguantaba como pocos hombres la intensidad de las heridas y el apremiante rugido del hambre.

—¡Coño, pero esta vaina no, esta vaina es como si le metieran a uno una vara fosforescente entre las nalgas, no joda! ¡Coño, coño, coño! ¡Apártense! —gritó y en ese momento un chorro de mierda y sangre salió disparado del culo del héroe y ensució las manos de marqués del general Soublette, que no pudo aguantar más el hedor y se fue a vomitar. Rosita, Rosita, lo oyeron gemir.

—Así nunca vas a llegar a mariscal, Soublette, eres una mariquita —dijo su excelencia levantándose con juvenil agilidad y abrochándose los pantalones que ya Sucre le había subido.

Se lavó las manos en una palangana de plata que los subalternos mantenían fresca y perfumada con pétalos de rosa. Sucre y otros generales que siempre pululaban por ahí observaban en silencio, a la espera de un grito, de una orden o de un capricho.

—¿Y en esta vaina no hay más empanadas? —preguntó el héroe.

De inmediato un soldado oscuro como un tabaco entró a la tienda donde se había desarrollado esta escena y colocó una fuente rebosante de empanadas sobre la mesa donde se extendían los mapas

—Coño, pero tráeme un ajicito, negro, que estas bichas no saben a nada.

—¿Cree mi general que le va a hacer bien comer tanto picante, señor? —tuvo arrestos para preguntar Sucre, justo antes de entender que con esa sugerencia estaba buscando lo que no se le había perdido.

—¡No seas tú tan güevón, Sucre! Yo como lo que me dé la gana, para eso soy el comandante en jefe. ¡Pendejo! ¡Anda a traerme ají! —contestó su excelencia con un encanto tal que los subalternos rieron mientras observaban cómo su líder se metía una empanada completa en la boca, feliz, y agregaba, ahíto—: Fe frometto que la fróxima vez no te cagaré fa mano, Foublette.

La tienda se había llenado con otros soldados y Soublette, entrando, bajó la cabeza con una sonrisa franca pero una mirada turbia. Un día te voy a joder, enano de mierda, qué te crees que eres, ¿un dios?, esos ya se fueron de este planeta y nos lo dejaron a nosotros, que somos unas piltrafas, pensaba mientras hundía las manos en una tinaja de latón llena de agua y se liberaba de las descompuestas partículas de comida expulsadas por el vientre de su jefe, que con porfía se negaban a despegarse de sus dedos. El Libertador dio cuenta en un santiamén de la fuente de empanadas y, chupándose los dedos antes de limpiárselos en el pantalón, apartó el recipiente vacío y convocó:

—Bueno, se acabó el bochinche, muchachos, hay que ponerse a trabajar: Sucre, ¿a quién vamos a matar hoy?

Los chimboritos revoloteaban por encima de ellos, pues el aroma de las empanadas y los excrementos siempre prometían deliciosos finales. Uno de ellos chisporroteó y cayó al suelo…

Juan Carlos Chirinos
Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967). Es novelista, cuentista, ensayista y biógrafo. Estudió literatura en Caracas y Salamanca. Su primera novela fue El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004). Con posterioridad ha publicado Nochebosque (2011), Gemelas (2013), Los cielos de curumo (2019), finalista del premio de la Real Academia Española en 2020, y Renacen las sombras (2021). Ha cultivado el cuento en Leerse los gatos (1997), premio de la Embajada de España en Venezuela; Homero haciendo «zapping» (2003), premio de la Bienal Ramos Sucre; Los sordos trilingües (2011), La manzana de Nietzsche (2015) y La sonrisa de los hipopótamos (2020). Es autor de las biografías Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer(2004), Albert Einstein, cartas probables para Hann (2004), La reina de los cuatro nombres: Olimpia, madre de Alejandro Magno (2005) y Miranda, el nómada sentimental (2006). Es autor del ensayo Venezuela, biografía de un suicidio (2017), una aproximación a la historia venezolana desde una perspectiva socio-literaria. Sus textos figuran en antologías en Venezuela, España, Estados Unidos, Francia, Eslovenia, Italia, Argelia, Cuba, Marruecos y Canadá. Reside en Madrid, donde ejerce labores de asesor literario, investigador literario y es profesor de escritura creativa.
https://twitter.com/juance
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