Ciclo de vida

Lasse Nystedt

Lucía no estuvo de acuerdo al principio. En lo absoluto. Que para qué. Si esa gente tenía sus flores y sus frutos y sus semillas y sus insectos. Que eso de estarle dando agua azucarada a unos pájaros no estaba bien, alteraba el curso natural de las cosas. Además era un compromiso, una tarea pendiente más, como si no fuera ya suficientemente complicada la vida que teníamos. Pero yo recordaba de niño que mi viejo le ponía sobre el muro del lavadero pedazos de plátano a los pajaritos y venían azulejos y cristofués y hasta una familia de cucaracheros que una vez adoptó a un pichón de paraulata ojos de candil, y aquello era como un bebé gorila adoptado por unos macacos. El tipo piaba tan fuerte, graznaba como un demente mojado y despelucado, los papás   —que le llegaban por la barriga— saltaban con trocitos de plátano en el pico hasta alcanzarlo allá en las alturas. Bebé-gorila tragaba como poseído por el subidón de la fructosa y graznaba violentamente para que sus padres adoptivos le dieran más. En fin, que yo me compré el bebedero para colibríes sin más negociaciones ni permisos y cuando Lucía me vio llegar con aquel artefacto entre las manos viró los ojos hasta verse el cerebelo y simplemente dijo: «Pues te irás a encargar de eso tú solo». 

Y así hice. Que no se hablara más del tema. Me busqué la escalera, me traje el taladro, le abrí un hueco al techo del balcón, me llené de polvo los ojos, tosí, trastabillé, casi me caigo y saludo en el trayecto de picada a los vecinos de los siete pisos de abajo; pero recuperé el equilibrio a última hora (todavía con un frío importante en la punta del pene), metí un taco de plástico verde en el agujero y luego un tornillo de esos rematados con una argolla para colgar cosas. Preparé entonces el néctar casero según las instrucciones que traía el bebedero: una parte de azúcar por cuatro de agua, hervir, revolver constantemente a fuego lento, dejar enfriar a temperatura ambiente. Colgué el aparato lleno del néctar casero de la argolla del balcón y me senté con un café a observar. A esperar hasta que la magia se dignara a detonar por mi ventana.

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Hubo algunos vuelos de reconocimiento. Sujetos curiosos que se asomaban con cautela,  planeaban sobre el envase colgante, estaban a punto de sucumbir a la dulce tentación, pero el temor siempre se las ingeniaba para ganar por un miligramo. Así pasaron las primeras horas, los colibríes revoloteaban, olían el néctar, casi hundían el pico, sospechaban algo, huían. Hasta que vino uno, el primero, se mantuvo como un helicóptero a escala sobrevolando el bebedero, decidió arriesgarse y beber. Solté una carcajada, se me escapó un aplauso, el tipo se asustó y se fue disparado como un proyectil tornasolado. Lucía se asomó a ver qué me pasaba y estoy seguro de que sonrió pero una vez hubo girado totalmente la cara, asegurándose de que yo no lo notara. Pero volvería. Me refiero al colibrí (aunque Lucía también), y sería bautizado como Máximo Primo. Se le reconocía por el color, cada colibrí tiene uno particular, jamás encontrarás dos idénticos, también por la curvatura del pico, lo tenía largo como un sable, dibujaba un arco perfecto rematado en punta filosa. Se le reconocería más tarde por el tamañote, por la manera evidente en que se le movía el buche al tragar litros de néctar y luego por su posterior y marcada tendencia al sobrepeso. Algo se fue gestando allí, como si en cualquier momento una fuerza interna fuera a reventarle el ajustado traje de lentejuelas en el que venía enfundado. Máximo Primo luego llegó a hacerse popular en casa como Primo Furioso. El tipo resulta que tenía pocas pulgas y todas malas. Defendía su bebedero como un ranchero con su escopeta corta de doble cañón. Cuando Furioso estaba en su territorio no había otro colibrí que osara acercarse a beber. El merodeador era repelido con un vuelo agresivo, como de dardo arrojado con precisión, con la punta del pico apuntando directamente a la cabeza enemiga. En algún momento, desde este lado de la ventana, gritamos y nos tapamos los ojos, como cuando tienes un perro muy agresivo que se las ingenia para romper la correa y se precipita a atacar, colmillos al aire, a los otros perros del parque.

Lucía estuvo investigando seriamente el asunto y ahí nos enteramos de que el colibrí es un pájaro de una fiereza temible. La naturaleza es sabia y no le ha permitido tener el tamaño de un rinoceronte (o quedaríamos la mitad de los seres vivos sobre este planeta). Su nombre de colibrí comparte raíz con culebra y con cólera. Detrás de esa fachada colorida, de ese aleteo fascinante a altísima velocidad, tras ese simpático piquito succionador de néctar, yace un animal de una agresividad pasmosa. A partir de esta información el autoproclamado dueño del bebedero pasó a llamarse Máximo Colérico. Y cuando Colérico no estaba en el bebedero aquello era un festival cromático, un aleteo feliz, un concierto polifónico que sonaba a felicidad hecha trino. Como si el bebedero cumpliera con su auténtica misión solamente ante la ausencia de su custodio. Y en esos instantes hasta Lucía se animaba —cada vez con mayor frecuencia— a preparar el néctar casero y se subía a la escalera y anunciaba al vacío con su voz de sirena: «Está servido, niñitos». Y a veces se asomaba al balcón y preguntaba con la mirada clavada en la fiesta de picos, cantos y alas: «¿Todo bien?». «Sí, hasta ahora sí». «Porque no ha venido el energúmeno ése». «Sí, no ha venido Colérico a acabar con la fiesta».

Fue una madrugada cuando se me ocurrió la idea mientras daba vueltas en la cama con la mirada clavada en el cielorraso y sin lograr conciliar el sueño. Lucía me sintió, estiró las piernas, me hizo una llave con ellas. «¿Quieres que haga algo para que te puedas dormir?». «Lucía, he estado pensando en una solución para lo del bebedero». «No, no podemos hacerle daño a Colérico». «No me refería a eso». «Yo tampoco me refería al bebedero cuando pregunté si querías hacer algo para ayudarte a dormir». «Necesitamos otro bebedero más grande para que quepan todos». «Ay, Dios mío…».

Busqué bebederos más grandes en Internet, pregunté también en tiendas de animales, pero no había ninguno lo suficientemente grande. Nada era, ni lejanamente, lo que buscaba. Le pregunté al señor Luis que es carpintero y también un poco albañil, en fin, es manitas y le mete a la plomería y a los asuntos eléctricos y hasta al calefactor. Me respondió con cara de alguien que hace raíces cúbicas sin necesidad de calculadora: «Mándeme la foto con las medidas y yo veo cómo se lo hago». «Bueno, pues uno igualito a ese que está colgado ahí pero en XXL».

Y lo que me trajo el señor Luis era como la Pirámide del Sol de los bebederos para colibríes. Una cosa que de casualidad cupo por la puerta y que luego, con mucho ingenio, logramos arrastrar hasta el balcón. Y Lucía de nuevo viró los ojos, se quedó un segundo entero asomándose al hipotálamo y cuando regresó a este lado del mundo simplemente dijo: «No se te vaya ocurrir llenarlo de néctar y colgarlo del techo porque se nos viene el edificio abajo». Y yo le dije: «Claro que no, amor, cómo crees tú», pero la verdad es que sí había pensado con qué argolla se colgaría eso del techo. Y también en que iba a necesitar de un sistema de poleas para poder alzar el bebedero cuando estuviera lleno, porque a pulso era misión imposible… 

José Urriola

José Urriola C. (Caracas, Venezuela, 1971). Comunicador Social (UCAB) con estudios de postgrado en la Maestría en Literatura Latinoamericana (USB) y el Máster en Cine Documental (Universidad Autónoma de Barcelona). Ha sido productor, guionista y director audiovisual. Ganó mención de honor en el concurso de cuentos Salvador Garmendia (2009) por su libro de cuentos Fragmentario. Fue reconocido en 2016 como autor venezolano en el Listado de Honor de La Organización Internacional para el Libro Juvenil (IBBY) por su libro Cuentos a patadas (Ediciones Ekaré, 2014) y también fue ganador de Los mejores libros del Banco del Libro 2016. Es autor del cómic Chupetes de luna (Ediciones Thule, 2012), y de las novelas Experimento a un perfecto extraño (Sudaquia Editores, 2012), Santiago se va (Libros del Fuego, 2015) y Fisuras (Libros del Fuego, 2020) . Ha sido incluido en la antología de ciencia ficción latinoamericana ¿Sueñan los androides con alpacas eléctricas? (Libro al Viento, Bogotá, 2013). Fue autor invitado al II Encuentro Iberoamericano de Minificción, FIL Zócalo, México 2017 y al evento Latinoamérica Viva, FIL Guadalajara 2018. Está radicado en Ciudad de México desde 2010, da clases en el Diplomado de Estrategias de Lectura (UNAM) y en el Máster en Libros para Niños y Jóvenes de la Universidad Autónoma de Barcelona. Es docente en la plataforma de curso en línea Domestika y colaborador del portal Prodavinci. 

https://twitter.com/Jsurriola
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