Un mundo azul de silencio

Qi nxa

Las sirenas poseen un arma mucho más terrible que su canto: su silencio

FRANZ KAFKA

A Miguel siempre le gustó forzar los límites. No tenía ni doce años y ya me hacía contar los segundos que aguantaba ahí abajo sin respirar. Se obsesionó con el fondo del río, decía que allí no llegaba el ruido de fuera, que abajo había una puerta y que, si aguantaba un poco más, sería capaz de abrirla. Una puerta a un mundo azul de silencio. Cada verano estaba más tiempo sumergido: al principio tan solo un minuto, luego mucho más.

Las tierras eran nuestras y no lo eran. Habían pertenecido a mi abuelo y a su padre antes que él.  Cuando éramos niños mi padre perdió su parte y se la compró mi tío. Por deferencia a mi madre y por amor a nosotros, nos dejaba seguir yendo siempre que quisiésemos. Pasábamos allí los veranos, llegábamos a finales de junio y nos marchábamos a principio de septiembre. El año que papá lo perdió todo, fuimos mucho más tarde. Dormíamos en nuestra casa y las cosas seguían en su sitio, pero entendí que debía llamar a las puertas antes de entrar, y pedir permiso si quería coger algo.

En las fotos viejas del álbum que hay en casa, se ve a mi madre de joven junto a un muchacho tan parecido a Miguel que pone la piel de gallina. Mi madre decía que a veces se asomaba por la ventana para verle volver a casa y que, por un momento, sentía que tenía veinte años y que era mi padre quien venía a buscarla. Solo los distinguía el sonido de la voz. Miguel con su tono claro y potente; y mi padre como el viento de levante que se cuela por las ventanas, un rumor al que si prestas atención puedes volverte loco.

A veces sueño que encuentro un vídeo de mi padre de joven. En él se ve cómo camina, cómo gesticula, pero también cómo habla. En un momento mira a cámara y mueve los labios, al principio no se oye nada. Luego suena algo que no es humano, un sonido que sale del fondo de la tierra, como el movimiento de las placas tectónicas, metales chocando con roca. Nunca puedo volver a dormirme.

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Fue el verano en que Miguel cumplió veinte años. Ni un día desde que llegamos pudimos estar quietos: los pájaros se comían las frutas de los árboles antes de que cayeran al suelo; se habían podrido los cimientos de una de las casas y parte del suelo se hundió; se declaró un incendio. Llegábamos a una especie de fin orgánico en el que la propia tierra nos avisaba de algo. Yo tenía dieciséis años y mi mundo era tan estrecho como una rama. Solo quería que llegasen las noches y que Miguel nos llevase con el coche hasta el pueblo, bailar fingiendo estar una película y que el mundo que dejaba en casa se sintiese tan lejano como si perteneciese a otra persona. Miguel callaba. Nos llevaba y nos traía, pero él no bailaba. Él no hacía otra cosa que ir a ese tramo del río y sumergirse. Ahí pasábamos las mañanas, me despertaba temprano y hacía que me vistiese. Mi cuerpo todavía entumecido de la noche anterior, mi cabeza agarrando la cola de los sueños que se iban. Luego íbamos hasta el río y nos bañábamos. Cuando me quedaba fría y estaba cansada, me sentaba en la roca y sacaba el reloj. Miguel se ponía en el centro, donde el agua era más profunda, y esperaba mi señal. Luego se sumergía y yo contaba los minutos. Más de una vez estuve a punto de entrar a sacarle, pero al final siempre emergía sacudiéndose el pelo del rostro, tomando una bocanada de aire. Una tarde quiso que yo lo intentase, que bajase al fondo con él y escuchase ese silencio de sirena que le tenía hechizado. Pero allí no había nada, tan solo una visión borrosa del cieno y la presión del río que trataba de arrastrarnos. Recuerdo la cara de Miguel ahí abajo: los ojos abiertos y el rostro iluminado. Como si por dentro se inundase de algo que la vida de afuera le secaba.

La mañana de aquel día, Miguel se metió bajo el agua y yo cronometré. Al principio los minutos pasaban rápido, pero a medida que mi hermano seguía sin salir casi podía ver el segundero pararse en cada marca. Forzó mucho, salió cerca de diez segundos más tarde que su último récord. Cuando se acercó nadando a la orilla, tuve que ayudarle. Estaba mareado y eufórico. Me dijo que estaba ya muy cerca. Muy cerca de qué le dije, y se encogió de hombros. Al volver a casa hacía eses en el camino. No me preocupé porque reía, y me prometió que esa noche se quedaba en el pueblo todo lo que yo quisiese. Dijo que todo lo que él me hacía esperar en el agua me lo iba a devolver, aguantaría una canción tras otra…

Lidia Hurtado Llauradó

Lidia Hurtado Llauradó (Madrid, España, 1990). Ha publicado el poemario Blanco Negropájaro (Torremozas 2019).

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