Gaston

Rudy and Peter Skitterians

¿Qué podían esperar de mí?

La persona con la que pasé la mayor parte de mi infancia y adolescencia tenía una relación sentimental con uno de sus veintiséis gatos. Cuando los vi por primera vez no se me ocurrió llamarlo así, pero ¿qué nombre le darían? El gato  lamía los labios de mi abuela después de cada comida y luego la miraba a los ojos (sin apartar la vista) durante un minuto, cronometrado por reloj. Todos los días. Supe que era un minuto exacto porque utilicé el reloj que ella misma me regaló el día que llegué a su casa. Ese primer día también abrí la boca cuando los vi y una mosca voló dentro y, en mi pánico, no se me ocurrió otra cosa que cerrarla y tragármela. Todavía recuerdo el cosquilleo que produjeron sus alas en mi paladar antes de que se humedecieran y dejaran de aletear. 

Luego dejó de sorprenderme.

Mi papá, su hijo, me dejó donde Mimi cuando mi mamá enfermó. Nunca volví a saber de él —ni siquiera me buscó cuando ella murió. Me enteré un año después, cuando descubrí la esquina de un periódico amarillento estampado con el parte mortuorio. Lo encontré en una de las cajas de arena de los gatos. Mimi me asignó dos tareas al llegar: darles de comer y limpiar sus cajas dos veces al día. Cuando una caída la dejó en cama tres semanas y no pudo salir a comprar arenilla, me pidió que, hasta que pudiera manejar otra vez, volviera confeti la pila de diarios que se acumulaban en el patio para reemplazar la arena. El patio era un rectángulo en el centro de la casa donde, a lo largo de siete décadas, se habían acumulado las sobras de todos sus habitantes; ni los gatos permanecían afuera cuando se aventuraban allí a través de la puerta de la cocina. A mí me encantaba. No tenía un desagüe y, aunque olía a una mezcla de vinagre, materia descompuesta y aceite rancio, los charcos que se formaban en el suelo reflejaban el cielo y el sol temblaba sobre su superficie.  Fueron dos tardes en las que me transportó un tornado de destrucción. No sé por qué me puso tan feliz romper el papel, pero lo hizo. El primer día estuvo nublado, pero cerca de las once de la mañana del segundo día, un día en que la luz perforaba el aire,  mis pies se plantaron sobre uno de los charcos y la furia del brillo me encegueció. No me detuve, seguí rompiendo el papel. Si a alguien se le hubiera ocurrido colocar un termómetro bajo mi axila habría descubierto que me cocinaba en fiebre. No lo recuerdo, pero la vecina que nos trajo comida los días en que mi abuela no la pudo preparar, me contó que mi risa sonaba como a una metralleta y que, hasta que mi cuerpo dejó de temblar, había perdido por lo menos diez libras. Ni siquiera entonces desaparecieron las llantas que acolchaban mis caderas infantiles. 

Lo único que yo recuerdo es que cada vez que terminaba de volver confeti una pila de periódicos, cerraba los ojos y lanzaba el papel al aire; mientras caía a mi alrededor, atacaba la siguiente pila de papel.

Llovió el mundo.

Llovió la noticia de la muerte de mi madre.

Llovió sin que supiera qué llovía.

Desde que encontré el recorte en la bandeja, ya manchado, tres semanas después de haberlo vuelto confeti, el mundo nunca dejó de hervir ni el silencio de apuñalarme. 

Pero, concha su madre, descubrir que no le importaba a nadie fue como descubrir el timbre de mi voz. 

Qué liberación.

Mimi era lo más cercano que tenía y, creo, que lo intentó, pero cuando llegué a su casa su mente revoloteaba en la oscuridad tanto como la mosca que chocó contra mi paladar.  

Había un hermano, diez años mayor, pero se fue de la casa mucho antes de que mi mamá enfermara y luego viajó a Estados Unidos. Ni siquiera recordaba su rostro.

Así que, mientras viví con ella, era normal que su gato pelirrojo, Carlos, no solo lamiera sus labios y la mirara, sino que se metiera bajo su falda y que su áspera lengua se arrastrara por su entrepierna mientras ella gemía. No era una ocurrencia diaria, pero sí constante. Cuando entré a la adolescencia ya me habían expulsado del colegio y uno de mis mayores entretenimientos era observarlos. Era mejor que la programación de la televisión. Algunas noches Carlos se envolvía alrededor de su cuello y lamía el lóbulo de su oreja por horas. Cuando lo hacía, pensaba que algún día querría algo tan íntimo como lo que ellos compartían.

Con tantas horas libres, inventé mis propias actividades. Por la mañana revisaba el diccionario bilingüe que mi papá me regaló cuando Alberto se fue a Estados Unidos. En la biblioteca de Mimi había otro diccionario, uno en español, y antes de buscar la traducción, solía revisar las definiciones. En los ocho años que pasé con ella, llegué hasta la J. Aprendí algunas cosas en ellos e intuí otras y, aunque admiraba la conexión que tenía con Carlos, sospechaba que seguía una trayectoria irrevocable. Hacia un precipicio. Era como si ella fuera la presa de su propia caza.

Aunque no lo supe hasta mucho después y solo porque pensaba que lo que había vuelto pudin a su cerebro estaba haciendo lo mismo con el mío, nunca habría sospechado de los gatos. Ella los amaba tanto. 

Podía ser Carlos, o todos. Un virus en el tracto intestinal de uno de ellos (que viajó de un ratón hasta allí cuando se lo comió) continuó el viaje hasta el cerebro de mi abuela dada la cercanía entre ella y los gatos. Una vez allí, lo volvió un emplasto blando que no podía distinguir el peligro de un atardecer o determinar si habría consecuencias si traspasaba ciertos límites. El parásito T.gondii manipula tanto la química del cerebro que los roedores pierden el temor a los gatos y los humanos se vuelven proclives a las situaciones peligrosas. Como yapa: inhibe la sensación de miedo, elimina la ansiedad y el temor al fracaso. Los vuelve impulsivos, tanto a los roedores como a los humanos.

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Cuando leí los síntomas de la enfermedad, mi personalidad marcaba todas las casillas. No sabía que algo externo a mí cortejara que me partieran la cara o que rompieran mis costillas, como tampoco sabía que la toxoplasmosis había devorado los centros que, en lo más profundo de mi cerebro, debían sonar la voz de alarma.

Alerta, alerta. 

Y, un día cualquiera, indistinto de cualquier otro, Mimi se desplomó. Cuando eso ocurrió, yo seguía siendo menor de edad. 

No recuerdo cómo me enteré, pero pronto llegaron noticias de la muerte de mi papá años atrás.

No quedaba nadie. Salí al patio, me apoyé contra la pared y me dejé caer al suelo. Por una vez miré al cielo, no a los charcos.

Unas semanas después Carlos murió y, más adelante, los demás gatos escaparon y desaparecieron.

Y, entonces, llegó mi hermano. Cuando lo hizo, en lugar de sentir alivio, sentí ansiedad, pero poco a poco fui reconociendo sus facciones: su quijada cuadrada cubierta ahora con la sombra de tres días de barba, sus ojos melancólicos, su nariz fina, sus abundantes cejas  y, cuando se acercó, su peste a alcohol. Ni siquiera me abrazó. 

Lo amé. 

Recordé su energía y algo que había escuchado muchos años atrás. No sé si lo hice atrás de una puerta, o si fue él el que se lo contó a nuestro papá durante algún desayuno cuando compartíamos una casa.

 Solía reunirse en la 9 de Octubre con sus amigos a beber cerveza y, ocasionalmente, cuando era de madrugada y las calles estaban vacías y tenía ganas, a besarse con alguno de ellos, sin sentir la necesidad de esconderse para hacerlo. No era una provocación. Tenía 17 años, eran los sesenta, no quería cambiar el mundo, solo olvidarse de todo y coger con alguien que le gustara. Antes de conocerlo, alguno de ellos, chicos del vecindario con los que jugaba fútbol en la liga interbarrial, iban a las afueras de la ciudad y se reunían en la oscuridad bajo un bosque de ceibas. A Alberto nunca se le ocurrió cruzar Guayaquil para manosear a alguien que le gustara. La primera vez que acabó en el río fue cuando le tuvo ganas al delantero de su equipo y tomó una jaba de cerveza y bajó del cerro. Los otros jugadores lo siguieron como se sigue a un border collie cuando al final de la tarde reúne al rebaño. No lo hizo para probar algo, no le importaba tener la razón. Pero si hubiera que buscar alguna razón, apostaría a que estaba cansado de ver cómo nuestra mamá se moría. Él la visitaba más que yo, yo era un pobre pendejo que hacía lo que otros le decían. Alberto iba todos los días y sustituía a las agotadas enfermeras del hospital público y limpiaba sus heridas, la alimentaba y cambiaba sus sábanas cuando las manchaba. Cuando salía, no iba a esconderse de nadie, y, todo ese olor a muerte, lo ponía caliente. Fue el día en que le dieron la noticia (porque no encontraron a papá) de que el cáncer se había regado y las medicinas ya no hacían nada, cuando buscó la esquina de la 9 de Octubre, destapó una botella, y la mitad del equipo se instaló a su alrededor. Para las tres de la madrugada había una guitarra, alguien cantaba un pasillo, una señora les había lanzado un balde de agua para que se callaran, y unos hijueputas desocupados que paseaban en un carro lo vieron lengüetear al astro del equipo y dieron vuelta en U y los metieron en el auto y arrancaron con dirección al río antes de que los otros pudieran reaccionar. Estacionaron frente al monumento a San Martí y Bolívar, y los lanzaron al agua. 

Alberto no intentó zafarse. Al otro muchacho, el que trató de escabullirse, lo desvistieron antes de botarlo al río. Esperaron a que salieran, pero cuando la luz de un farol encendió los ojos de mi hermano y vieron su cuerpo tenso y musculoso, retrocedieron y se fueron.

Alberto no dejó de ir a esa misma esquina todos los fines de semana con quien lo quisiera acompañar a pesar de que ellos continuaron volviendo. No siempre eran los mismos. Hasta que mamá murió. Después de eso se largó a Mississippi y yo me quedé con Mimi, y la toxoplasmosis comenzó a erosionar el temor que le tenía al mundo.

Cuando ella murió y él reapareció, lo seguí. Para entonces, él llevaba el mismo número de años en Estados Unidos que los que yo había pasado junto a Mimi. Tenía un acento extraño, arrastraba las palabras en español como si hubiera pasado un rastrillo sobre ellas y las hubiera partido. Cuando me habló en inglés no entendí nada de lo que salió de su boca. A parte de que las palabras estaban rotas, parecía que tuviera una tusa de maíz tierno atascada entre los dientes que impedía que enunciara con claridad.

–Pedí que te den un trabajo en la fábrica, but ya better watch it. They´ll mess withya, sure as hell they will.

–¿Quién? –le dije por decir algo.

–Los renekos que trabajan ahí.

–¿Renekos?

Sure, como carne cruda antes de ponerla a la parrilla.

No insistí, pero siguió repitiendo la palabra hasta que me di cuenta de que eran dos: red neck/cuello rojo. Llegué a conocer a muchos, aunque en el diccionario no existieran.

No viajamos juntos, yo lo seguí una vez que conseguí la visa y la casa de Mimi se vendió. Con el dinero compré el billete de avión, pagué los gastos del funeral y cambié a dólares lo que sobró.

Cuando llegué al aeropuerto de Jackson, luego de darme la mano, me dijo que ese sería el último día en que hablaríamos en español. Conocía a la clase de imbéciles con los que trabajaría y mientras más rápido aprendiera inglés sería mejor para mí. No se me ocurrió decirle que conocía todas las palabras en inglés hasta la jota. ¿Por qué clase de idiota me hubiera tomado? Pero tanto preámbulo resultó inútil, apenas lo vi —el único día que hablamos también fue el último día que lo hicimos. No había conseguido otro trabajo desde que llegó, seguía en la misma fábrica de planchas de aluminio, aunque había ascendido de cargador a chofer. Ya no tenía que verse con nadie, solo esperaba en la vereda a que otros cargaran su camión antes de desaparecer todo el día. Nunca le pregunté porqué seguía ahí. Jackson, Mississippi en 1964 era un caserío partido por fronteras imaginarias por donde podía o no podía circular alguien de acuerdo al color de su piel. Su casa era de madera y tenía la forma de una pistola, un cuarto comunal al final de un largo pasillo oscuro lleno de cuartos con puertas cerradas. Utilizaba uno de ellos para guardar basura, el otro me lo dio a mí y el tercero, que nunca debía abrir, era el suyo.  Luego me dijo que el día siguiente me presentaría en la fábrica y me explicó cómo llegar. También me dijo que el carro era del negocio y no suyo y que, por eso, no me podía dar un aventón en las mañanas: «No querríamos que pensaran que abusamos de su confianza». Después de esa defensa de la propiedad privada y respeto a las normas, supe que algo muy atractivo lo mantenía en esa casa de un andar con suelos de tablón y una guarida de mapaches bajo los cimientos.

Decidí no hacerle caso, no lo conocía o apenas lo hacía. Tenía algo de dinero, una visa, trabajo, el comienzo de una vida. ¿Por qué debía estar sobre alerta? Al salir al camino de tierra en la mañana me topé con dos ardillas y a lo lejos, dentro de un maizal, distinguí la cabeza de un venado. Me puso de buen humor y por eso entré con una sonrisa de idiota a la planta y, ni siquiera cuando me hicieron tres zancadillas seguidas, pensé que eran ataques deliberados. Eso hizo que fuera peor. Me pensaron un idiota de verdad.

Alberto decidió no intervenir. Pasaba al lado mío, manejando el pequeño camión, cuando yo transitaba del camino de tierra hacia el asfaltado y para cuando llegaba a la fábrica, ya salía con las planchas. Volvía a la casa cerca de las nueve de la noche, cuando el día era una carga oblicua a mis espaldas y se derrumbaba sobre el colchón. Los sábados dormía hasta pasado el mediodía y nunca coincidí con él un domingo. Trabajé como nunca lo había hecho, bueno, nunca lo había hecho, así que no sabía si abusaban solo de mí o nos explotaban a todos. Mis compañeros, pobres, se aburrían tanto que me tomaron por su juguete. Imitaban sonidos de mono, se encorvaban y rascaban sus cabezas cuando pasaban cerca mío. Debí cobrar por entretenerlos. Cada moretón que provenía de alguna intervención suya, la anotaban raspando el filo de una navaja contra la pared. «Fuck them». Mandarlos a la mierda, eso lo aprendí pronto. El único que era diferente era Rick. Rick nunca levantaba la mirada del suelo, y a la hora del almuerzo, iba a una esquina para comer su sánduche solo. Todos usaban overoles de mezclilla menos él; no sé cómo lo soportaban porque dentro del galpón con techo de zinc donde trabajábamos se podía cocinar un huevo con solo dejarlo dentro de un vaso de agua. Rick usaba pantalones cafés cortados sobre la rodilla y nunca llevaba camisa. El sudor resbalaba por sus pectorales como gotas de ámbar. Nadie tenía que sacar su pie para que tropezara cada vez que él atravesaba mi campo de visión. Tenía que hacer un ejercicio consciente de no mirarlo porque si mis ojos se hubieran detenido en su pecho, habría tenido que buscar sus pupilas, como Carlos hacía con las de Mimi. E imaginaba que la reacción de mis compañeros de trabajo habría sido muy diferente de la mía cuando presenciaba esos encuentros. Pero no podía dejar de pensar en él. Un día, luego del trabajo, me quedé merodeando en las afueras de la fábrica, esperando que saliera, y lo seguí. Caminó por el camino principal hasta que terminó y luego se internó por una bifurcación que llevaba a un sendero de tierra que conducía a un descampado donde se extendía una hilera de casas de madera. A un costado se podían ver sacos de basura y un inodoro mugriento tirado entre la hierba crecida.  Siguió avanzando y yo seguí atrás de él. En algún momento debí atravesar una frontera invisible porque un perro bizco ladró, y él se dio vuelta. Unas cortinas se descorrieron. Rick, como si yo no estuviera allí, como si no lo hubiera seguido hasta su casa, me atravesó con su mirada y continuó caminando. Cuando el perro se acercó para olisquearme, me tuve que detener y bajé la vista, en ese momento, en lo que me tomó bajar y subir los ojos, lo perdí. Una mujer salió de un portal y llamó al animal. Si hubiera visto la puerta a la que entró la habría tocado, pero sin saberlo, no tenía por qué estar allí, y di media vuelta y me fui.

El tiempo pasó, mis moretones siguieron multiplicándose, aunque aprendí a evitar a mis compañeros de trabajo. Rick nunca habló conmigo, ni para preguntarme porqué lo había seguido. Cerca de navidad, Alberto dejó un regalo sobre el colchón de mi cama. Era un libro sobre un lagarto llamado Gaston que salvaba la Nochebuena junto a San Nicolás en las ciénagas de Mississippi. Era un libro para niños escrito como las palabras sonaban y no con su ortografía correcta, gracias a ellas y los dibujos, comencé a entender algunas frases que me habían eludido hasta entonces y luego comencé a enunciarlas en voz alta junto a esas personas del pantano. 

Los había imaginado más interesantes de lo que eran. De ahí en más el único misterio que persistió fue esa especie de contraseña que usaban cuando se referían a mí (y que tampoco aparecía en el diccionario): spic

Después de seis meses comencé a dudar de qué hacía en Mississippi. Cualquier luciérnaga, por más pequeña que fuera, habría iluminado las razones para no permanecer allí, pero decidí que no iba a desistir y fui a un bar para convencerme de que todo estaba bien. Pedí bourbon y me lo sirvieron puro. Cuando iba por el quinto, una mujer se acercó, insistió en llamarme honey, y en sacarme a bailar. Lo hice y cuando volví a la barra, esta vez, pedí una cerveza. No había tomado ni medio vaso cuando alguien tocó mi hombro, era un tipo con sombrero de vaquero. El primero que vi desde mi llegada. Me dijo que no me metiera con Sherryl…

Gabriela Alemán

Gabriela Alemán (Río de Janeiro, Brasil, 1968). Ha escrito ocho libros de ficción, entre ellos Humo (Random House, 2017), Álbum de familia (Panamericana, 2012) y Poso Wells (El Cuervo, 2022). Formó parte de la selección Bogotá39/2007, recibió una beca Guggenheim, es miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y es una de las fundadoras de la editorial El Fakir de Ecuador. Sus libros han sido traducidos al alemán, portugués, hebreo, francés, mandarín e inglés.  

https://www.instagram.com/gabrielalemansalvador/
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