No te quiero pero no quiero que te vayas

Tiko Giorgadze

El mensaje que recibió una mañana al llegar al trabajo era escueto, pero lo decía todo.

«Sabemos lo que estás haciendo».

Número desconocido, mensaje de texto, de esos que ya solo se leen de casualidad. Pero allí había un plural observándola, oculto quién sabe dónde. Magalí se alteró. Desde luego, al final no había hecho nada. Pero acaso eso fuera peor, porque podría perderlo todo sin siquiera tener los ecos de un disfrute. Y luego estaba la cuestión de demostrar que no había hecho nada. Eso, hoy día, ni con llantos ni con pruebas, ni con ruegos, eso ya nadie te cree. Y después de varios minutos, de muchas vueltas en la cabeza, le llegó un mensaje fulminante, una amenaza que presagiaba un final indigno. 

«Le vamos a contar a tu marido».

Luego de haber recibido ese par de mensajes, estuvo todo el día pensando en qué hacer. Tal vez, lo mejor fuera confesar. Sí, me gustaba alguien, solíamos hablar.  No, no pasó nada. Sí, ya se terminó. A lo mejor, de esa manera, enterraba el asunto y podía seguir con su vida. Esa noche, mientras veía a su marido sentado frente al televisor, boqueó como un pez varias veces, pero las palabras no le salieron. Él se veía tan en paz. Si algo hay que postergar, que sean las peleas, pensó.

Magalí sabía que esa relación podría ser tan escandalosa, que debía ser descartada desde el principio. Al fin y al cabo, ¿qué podrían tener en común, ella, una mujer encumbrada, reconocida como una profesional cabal, madre de un adolescente a poco de entrar en la universidad, con aquel muchacho veinte años menor, recién casado y con una niña pequeña? Un par de miradas divertidas en alguno de los eventos de la cámara de construcción, un saludo al paso en la fila del banco, un eventual negocio en el que él participó, no en la mesa de los grandes, sino como asistente de su jefe. Más nada.

Ni siquiera valía la pena. Pero de a poco le llegaron los mensajes. Profesionales y distantes al principio, luego él se despedía con alguna frase simpática, algún chiste autoinfligido, y ella valoraba ese sentido del humor joven, más libre. Y se siguieron en redes sociales, y ella vio con nostalgia a ese muchacho de músculos firmes tomando de la cintura a su joven esposa de pechos duros y hombros brillando en alguna playa, y siguió por las noches analizando la sonrisa de desenfado y ojos algo perversos que miraban desde la pantalla de su celular, mientras al lado, el marido sexagenario dormía, cadavérico.


Magalí no pensaba tanto en el joven arquitecto. Un poco, sí. Pero más pensaba en esa mujer que no fue. Durante demasiado tiempo, creyó que aquello que vivía todavía no era su vida. Y ahora, de golpe, se sabía madura. Y como para una fruta, de la madurez al basurero hay solo un parpadeo. Una vez le dijo a la joven hija de una amiga: «Si yo hubiera nacido en tu época, qué quilombera hubiera sido». Lo decía en serio.



Cuando vieron las notas del final de semestre, Magalí y su esposo decidieron que su hijo debía volver a terapia. Menos mal que ahora la idea ya no sonaba como un estigma. Incluso ellos dos fueron a una psicóloga en algún momento. Ella confiaba en la psicóloga, él solo lo hacía por ella. Los roles terminaron invirtiéndose. Él ya no veía la hora de volver a hablar en la cita siguiente. Por fin podía hablar. Era curioso que debiera tejerse un triángulo de personas para poder decir algo a quien estaba a su lado. Como jugar squash. Las palabras rebotaban en la psicóloga y tocaba a Magalí devolverlas. Tanta verdad liberada terminaba por agotarla. Aun así, nunca devolvió el golpe macizo que se guardó. Se casó con él porque era brillante en un país escaso de gente brillante. Porque confiaba que sería siempre un hombre a su altura. Porque así, Magalí, que era tan rutilante, podría ser ella misma cómodamente. Las mujeres inteligentes y libres, solo podrían ser putas o lesbianas. Necesitaba de un marido y de una maternidad para demostrar que no era ni una ni otra. Aunque lamentaba no ser un poco puta.

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En redes sociales prefería mirar que ser mirada. Rara vez alzaba alguna foto o historia. Detestaba esa pornográfica exhibición de la cotidianidad. Pero últimamente lo hacía más a menudo. Compartía canciones, fotos y pensamientos. Posaba. Luego revisaba ansiosa quién marcaba «me gusta». Algunas decenas de corazones y pulgares. No era suficiente. Seguía revisando cada minuto. Al cabo de varias horas, cuando ya le corroían la vergüenza y las ganas de eliminar el posteo, aparecía el like de él.

Entonces ella, una noche, le envió una invitación a una cata de vinos. Dudó primero, porque era tarde, y qué pensaría de ella. Dudó, además, porque el marido seguía por la casa hablando del día, compartiendo videos por el celular e indignándose ante el noticiero. No, no eran horas para hablar con otro. Pero después de dudar, envió la invitación. Y tres minutos después, la declinatoria: «Gracias, me encantaría ir, pero me toca cuidar a mi nena. Ya ve usted, hay que saber negociar con la patrona». Sonrió, pero enseguida se sintió humillada. Se había descubierto, había iniciado ella la conversación. Fingió para sí que ello no importaba, si total, ella era una mujer grande y podía hacer lo que quisiera, incluso invitar a un colega joven si le daba la gana. Ni siquiera contestó el mensaje, como para dejar en claro que la invitación no tenía nada especial. Pero no se tragó su mentira. Siguió pensando la noche entera y el resto de la mañana siguiente en cómo había sido tan tonta de tener una iniciativa no tan inocente.

–Un capítulo más del Hombre Invisible y la Mujer-Sin-Cariño.

–¿Qué me querés decir con eso?

–Nada. 

Magalí hizo un gesto de fastidio y se dio la vuelta. No estaba con ganas de sucumbir a peleas, ni escaladas de reclamos, ni dolores de cabeza, ni ausencias en su cama.

Magalí siempre había preferido las películas europeas a las de Hollywood. No por la búsqueda de una falsa distinción. Se aburría igual que cualquiera. Pero las mujeres europeas, en particular las francesas, tenían algo del carácter rebelde del que carecían las americanas. Una mujer hermosa no es solo un ornamento. Una mujer hermosa es un huracán que lo revoluciona todo a su paso, activamente. ¿Seguiría ella siendo hermosa? Él le escribió: «Recuerdo la primera vez que te vi: las cataratas del Iguazú entraron por la puerta». Sí, lo era. Le hacía bien tener a mano esa clase de recordatorio.

Decidió que concentrarse en lo suyo era lo mejor para olvidar el mal rato. Siempre es así, pensó. Ocuparse para no pensar. Pero los pensamientos la asaltaban, entre medio de una conversación, entre la lectura de una noticia, en el breve tiempo de una ducha. ¿No estaría bien transgredir alguna vez? Y cuando más vagaban sus pensamientos contradictorios, la pantallita del celular se iluminaba, y no, no era él, no era él, no era él, hasta que una vez sí fue.

Le invitaba un café.

Una ya es grande, se dijo, sabe para qué son esas cosas. Pero estaba harta de vivir esa resignación a la que llamaba vida. Aceptó.

Sintió algo de ternura con ese muchacho, hombre ya, que intentaba parecer dominante al otro lado de la mesa. Ciertos detalles lo hacían atractivo. Era inteligente, educado con la moza, miraba siempre a los ojos, sabía intercambiar silencios y ponía signos de interrogación a las frases de Magalí para alentarla a seguir hablando. Pero cuando Magalí hacía sus preguntas, de verdadero interés, desarmaban ese caparazón y afloraba el muchacho algo dañado que había debajo. Se sintió un poco mamá y seducida, presa y cuidadora, de ese joven cazador que tanteaba un terreno en el que sus experiencias no servían. Al final, la tensión dejó de ser tal, porque Magalí había ejercido un dominio al cual el otro no pudo más que rendirse. Lo había superado. Se despidieron bien, pero sin erotismo. Magalí se sintió a la vez exultante y decepcionada. Conservaba un poder del que siempre fue consciente, pero que ahora resultaba trascendía hasta hombres que podrían ser sus hijos. Y ejercer poder sobre un hombre, siempre tiene algo de emocionante. Por otro lado, supo que no cometería una tontería contra su marido por ese joven, por muy atractivo que fuera. El matrimonio, así como la había llenado de hartazgos, había urdido una coraza de prudencia ante ciertos estímulos externos.

Aunque también fue decepcionante llegar a casa y ver a su hijo adolescente metido en su mundo, y a su marido inexpresivo, desviándole la mirada. Y apenas minutos después, él se dormía, dejando demasiado espacio para la frustración, los mensajes, los intercambios de fotos, el porno. ¿Cómo puede, en este mundo lleno de preocupaciones, dormir como un tronco? Si alguna vez ella quería sexo, él no se enteraba. Siempre dormía antes.  Escribió un mensaje de buenas noches a su admirador joven. Después de mucho pensarlo, lo borró…

Ricardo Loup

Ricardo Loup (Asunción, Paraguay, 1986). Abogado, escritor, guionista y docente universitario. Es autor de la obra Este lado de las cosas (Arandurã, 2017), una colección de cuentos, publicados con el patrocinio de la Sociedad de Escritores del Paraguay y de la antología personal Comandante Mosca y otros cuentos inconexos (Arandurã, 2021). Incluido en antologías nacionales e internacionales de cuentos, varias de sus obras han resultado premiados en el Paraguay en concursos literarios de cuentos, novela y ensayo. 

https://twitter.com/RicardoLoupO
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