Palinuro de México

Todas las novelas, todos los cuerpos, todas las muertes

Jessica Ruscello

Every life is many days, day after day. We walk through ourselves, meeting roberts, ghosts, giants, old men, young me, wives, widows, brothers in love. But always meeting ourselves. 

JAMES JOYCE, Ulysses

¿Cuál dios, oh Palinuro, te arrebató a nosotros y te precipitó en medio del piélago? Dímelo pronto, porque Apolo, que antes nunca me había engañado, solo me engañó al vaticinarme que cruzarías seguro la mar y llegarías a las playas ausonias. ¿Es ésa, di, la fe prometida?

VIRGILIO, Eneida, 341 -373


Palinuro de México comienza con una muerte y culmina con un nacimiento, pero para ambas ocasiones la novela no modifica ni un ápice el ánimo de recepción o despedida. Es decir: el funeral y el bautizo (muerte y vida) actúan como pretextos necesarios para que, en mi contexto, el mexicano arroje la casa por la ventana. Desde aquí observo dos inversiones: la del proceso orgánico, de esa suma arbitraria de días en el calendario que llamamos vida humana; y la de lo solemne, la de la ceremonia para el difunto, que deja de ser un oficio funesto para volverse una fiesta de vida, y viceversa. Medicina y fiesta son arterias que irrigan Palinuro de México, novela concebida constantemente como cuerpo que se erotiza, y que difiere la muerte con un espíritu dicharachero. 

Pues, así como esos tomos médicos que seguramente leían Don Próspero y después Palinuro no acaban porque las ediciones actuales introducen un concepto nuevo, una pieza magistral de literatura como ésta, desbordante por su magnitud, su extensión y su profusión, revela su desapego de la rigidez literaria a través de la verborrea incesante. La novela, revisando desde el ojo crítico de la medicina otras instancias como la imaginación, la memoria y el lenguaje, da fe de la ambición de unir cuerpo y espíritu. No puede menos que descubrir su miscelánea voluntad por vivir en la absoluta dispersión de un humor fantástico (que no con pocos motivos Ibáñez Molto califica de surrealista), en la desproporción de su cuerpo que encara la simetría humana con la fusión de todas las voces culturales, y en el ineludible compromiso social que milita desde sus esquinas más imaginativas. Más que una novela, Palinuro de México abre sus páginas con la desvergüenza rebosante de un cuerpo asimétrico, grotesco, variado, ingenioso, voluptuoso, desmesurado, jovial, alegre, ocurrente y, por todo ello, profundamente mexicano.

La lista inacabable de adjetivos insiste en la clave multifacética de la novela que solo puede responder a la «ambición totalizadora casi monstruosa» que González Crussi notifica en su prólogo a la edición del 2013, publicada por el Fondo de Cultura Económica. Aspiración por crear una novela absoluta, ya presente en colosos literarios como Ulises, La Montaña Mágica o En busca del tiempo perdido, cumbres a las cuales Palinuro rinde solemnes homenajes caracterizados por su espíritu chabacano y juvenil; su prestigiosa herencia, he de aclarar, se enlaza hasta Cervantes y, por razones más que palpables, Rabelais. Pero está claro que estas novelas apenas ponen el acento en esta obra donde, mezclándose con la algarabía presente en el juego de palabras, el albur, el chiste y la parodia, cobra vida el pesado lenguaje oximorónicamente muerto de la racionalidad médica. 

En todo su esplendor, esta novela desconoce el encasillamiento organizador. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy teorizan en El absoluto literario sobre la naturaleza indefinible de la novela como género. En ella se da «la unión […] de la poesía y la filosofía, la confusión de todos los géneros arbitrariamente delimitados por la poética antigua, la interpenetración de lo antiguo y lo moderno, etc.» Añaden a continuación: «el Género es […] un Individuo, un Todo orgánico capaz de engendrarse a sí mismo […], un Mundo, el Organon absoluto» (341). Imagino estas concepciones acertando los procederes escatológicos y eruditos que, donde sea que se abra cualquiera de los libros de Gargantúa y Pantagruel, retoñan. 

De su lado, la novela delpasiana asimila discursos pertenecientes a textos culturalmente dispares, así como a la oralidad parroquiana de la cantina de Pepes, con el objeto de integrarlos en su materia y constituir aquel cuerpo expansivo que el papel no agota. La ambición totalizadora impide que la novela cese, que después del punto final haya una sólida conclusión; e incluso, con las continuas analepsis, estira su comienzo más allá de la primera página.

Podríamos decir que lo que le dota de aliento a este organismo novelesco no es tanto la historia o la fábula, entendidas como la cadena de acontecimientos que fraguan la marcha de algún individuo; algo de eso está, por supuesto, en cada uno de los capítulos de esta imponente obra, pero lo que inaugura la inventiva en la novela es el tratamiento impecable de la palabra. La superposición de registros lingüísticos de procedencias distintas deshace cualquier jerarquía de la palabra. Es decir: las disertaciones traviesas que Palinuro sostiene con el narrador, con Molkas y con Fabricio están a la misma altura que las conversaciones de los parroquianos caricaturescos, que los eruditos monólogos del primo Walter donde la desesperanza corroe sus palabras, y que las intervenciones enciclopédicas de Don Próspero. No obstante, esta enumeración supone restringir hasta cierto punto las fuentes inagotables que componen la novela; también ella está hecha de ese acervo intelectual que nutre a cada autor y le moldea un sello particular, con lo cual la totalidad se instituye en un perfil, en un individuo: Palinuro. Novela que es a la vez el personaje, el narrador y que, en palabras del propio autor, «recrea la persona que fui, la que pude ser, la que quise haber sido» (García, 27). 

Este indicio sobre la representación de la personalidad refuerza la idea que sostenemos, según la cual esta novela se configura, a través del juego especular que emprende con el lenguaje, como un cuerpo, si bien no humano, sí literario, multiforme e incesante, cuya organicidad casi empata con la biológica. Como efecto de esta ambición que agiganta Palinuro de México, observamos una dispersión que señorea sobre el narrador y los agentes narrativos, que a su vez repercute en la consagración de la identidad. ¿Qué define la capacidad de asegurar el «yo»? Álvarez Lobato investiga los recursos que emplean los Palinuros (hasta ahora distinguimos el personaje, el narrador y la novela) para buscarse a sí mismos. Para ella, «uno de los problemas fundamentales de la novela de Fernando del Paso: la búsqueda de identidad, individual e histórica» (125). Decir quién es quién… el autor mexicano muestra una preocupación verídica por la alteridad en su novela.

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Conviene subrayar cómo György Lúkacs en Teoría de la novela aborda la complejidad latente en ese género problemático: «La composición de la novela es una fusión paradójica de elementos heterogéneos y discretos en una organicidad repetidamente denunciada, recusada» (113). (Las cursivas son mías). Dentro de la vena romántica, el filósofo húngaro concita en la integración literaria que posibilita el epos de la novela la respuesta a la pregunta formulada en el párrafo anterior. La identidad novelesca o su esencia está necesariamente determinada por el cuantioso número de influjos cuyo rastro, de un modo u otro, aparece en la textura; textura que aquí llamaríamos la profusa epidermis de Palinuro: para él resulta vital la absorción de los focos culturales; conque su discurso abundante y festivo oscila entre lo corporal a lo intelectual. Son numerosos los ejemplos donde la expresividad del personaje es notoria, pero por la discusión que dinamita el asunto, nos centraremos en «Mi primer encuentro con Palinuro», donde el narrador toma distancia y delinea el perfil de sí mismo, es decir, de Palinuro a través del otro:

Y así fue, te juro que no lo voy a olvidar: bajo aquella luz de celofán oleoso, en medio del cuarto y a tiro de flecha de la ventana que daba a la calle y a la tarde, estaba Palinuro desnudo de la cintura abajo y de la cintura arriba, recetándose un baño de asiento en una tina de aluminio llena de vinagre. Para entonces era tal el escándalo y reincidía tanto aquel vaivén dulcísimo del Invierno de Vivaldi donde se demoraba un helecho de notas esbeltas, que tuve que acercarme al tocadiscos y apagarlo. Palinuro se levantó escurriendo vinagre, se puso su chaleco de rombos de colores, levantó un brazo en actitud flamígera, y dijo: «Pero antes de continuar, hermano, déjame saludarte: ¡Salve! Bienvenido a esta reencarnación decadente de los personajes más conocidos de la fauna médicoliteraria… (46).

La extravagancia que recalca el narrador se manifiesta en las oposiciones que Palinuro resuelve con soltura. Las abluciones avinagradas, que más tarde nos enteramos se las receta para deshacerse de las ladillas púbicas, chocan por su naturaleza grotesca con el entorno musicalizado por Vivaldi. A partir del encuentro, descubrimos la dualidad que traza al narrador y a Palinuro: ellos son uno mismo, pero requieren la escisión con bisturí que la medicina, en el plano en el que no sucede la novela, es incapaz de brindar. Para Álvarez Lobato: «La existencia humana no puede resumirse en una sola verdad, en un solo sexo o en una sola ideología, sino que debe revisarse en su complejidad y ambigüedad» (134). Para conocerse no basta lo que uno pueda decir de sí mismo: Palinuro es un individuo poliédrico en cuyo curso vital descubre episodios que le han fraguado la identidad, tanto presentes como pretéritos. Toda su genealogía, que comparte con su inefable prima Estefanía, le ha dado dos sangres: la biológica y la espiritual. Palinuro exige de un narrador (él mismo desdoblado) o de Estefanía para empezar a descubrir su identidad genuina, y no mantener solamente la apariencia arlequinesca que le confiere el chaleco de rombos, símbolo de la obra, pues con el postulado de Álvarez Lobato es la prenda con lo que «los personajes aprenden a mirar la realidad desde el arte, la inversión, lo inacabado, lo fragmentado…» (131). En este punto el erotismo innovador delpasiano interviene decisivamente.

Palinuro se reconoce y descubre también y principalmente en los lances amorosos con Estefanía: nuevos acercamientos rehacen el cuerpo, la identidad, el espíritu y la racionalidad. El ritual erótico se aleja de toda convención, porque, como la medicina examina nuevas posibilidades de abarcar la totalidad corporal, la cópula entre los primos se desliza hacia terrenos inexplorados por la mayoría de las parejas. Por ejemplo, el encuentro en «La muerte de nuestro espejo», donde la comunicación falla y los personajes recurren a la gestualidad y a otros lenguajes silenciosos para expresarse: «Un día la besé en francés. Ella se limitó a bostezar en sueco. Yo la odié un poco en inglés y le hice un ademán obsceno en italiano. Ella fue al baño y dio un portazo en ruso. Cuando salió, yo le guiñé un ojo en chino y ella me sacó la lengua en sánscrito. Acabamos haciendo el amor en esperanto» (149). El acto copulativo hecho en esperanto cercena los disensos de la pareja y juega simultáneamente con la consigna de esta lengua inventada, según la cual hermanaría a todos los terrícolas bajo un mismo idioma.

Otro ejemplo que se aboca al descubrimiento personal, pero no de Palinuro, emerge de «Unas palabras sobre Estefanía»: la descripción que emprende Palinuro de ella lo lleva a utilizar cuanto adjetivo conozca para nombrarla (así como los amantes dicen «te quiero» en el capítulo antes mencionado), a la vez que narra su baño de semen y los desaforados coitos para las que ambos se disfrazan. Tal parece que aquí los personajes, desde todas las posibilidades concebibles, buscan expresar su cariño, aunque para ello necesiten transgredir la «normalidad» de la relación sexual. Nos parece, empero, que «Todas las rosas, todos los animales, todas las plazas, todos los planetas, todos los personajes del mundo» plantea una renovación en la forma de hacer al amor: hacerlo desnudos-vestidos o vestidos-desnudos. Fernando del Paso metaforiza la piel, la que se esconde debajo de la ropa, e invierte el recubrimiento, de modo que los vestidos que se adaptan a sus cuerpos o el body-paint modifica la exigencia para el rito erótico: «Nunca supe cuál de las dos formas de hacer el amor fue mi favorita. […] siempre fue un gran placer comenzar haciendo el amor con una carne ajena, y acabar haciéndolo en la propia» (632). La extravagancia de ambos primos los traslada de la extrañeza del Otro hacia la certeza del cuerpo personal. En pocas palabras, los primos van encontrándose a medida que exploran la otredad más distante.

Justo porque el erotismo se aleja de cualquier anquilosada restricción es que la imaginería exuberante del novelista mexicano crea esta sensación de corporeidad. Como en pocas obras, el Verbo se hace carne. En numerosos episodios eróticos, la palabra cancela el simple informe detallado del coito; el derroche de vocabulario erudito se mezcla con la finura lingüística y con la jerga, y converge en una narración íntima los amoríos incestuosos. A partir de ellos, de sus inspecciones sexuales que con no poco humor escribe el acreedor del Cervantes, el mundo es inaugurado. Y, dentro del rito erótico ocupa una posición primordial el espacio de sus coitos clandestinos; se vuelve el ombligo del mundo para ellos, donde se solazan casi a diario. Una fotografía donde Estefanía aparece sentada bajo un roble americano es el primer objeto que trueca el simple espacio habitacional en un hogar, el cual da la pauta para la apertura del resto de objetos: 

Con el tiempo, mandamos hacer una pared especial para colgar la fotografía y más adelante, cuando habíamos ahorrado lo suficiente, mandamos hacer tres paredes más. […] Por otra parte, nos pareció que lo más conveniente para la fotografía era que nuestro cuarto tuviera cuatro pisos abajo y arriba sólo el cielo que se transparentaba por un tragaluz que mandamos hacer especialmente a fin de que los pájaros, los gatos, los aviadores y sobre todo el pobre hombre que limpiaba el tragaluz, tuvieran oportunidad de ver el retrato. […] Como es natural, mandamos hacer una ciudad alrededor de nuestro edificio y decidimos que fuera la ciudad de México por la simple y casi única razón que ya habíamos nacido en ella. Después mandamos hacer un país alrededor de la ciudad, un mundo alrededor del país, un universo alrededor del mundo, y una teoría alrededor del universo […] En otras palabras, tuvimos que mandar hacer -también a la medida- un tiempo antes del retrato y un tiempo después (113-115) (Las cursivas son del autor).

La objetividad del mundo sufre un trastocamiento necesario: debido al capricho de los amantes, el mundo existe como sostén verosímil de su escenario para la cópula poetizada. Este es precisamente el punto que Ibáñez Molto subraya en su lectura del capítulo: «Sponsalia Planetarum y el cuarto de la Plaza de Santo Domingo»:

En efecto, este surrealista humor de Fernando del Paso está basado en el absurdo, en la incongruencia, en la radical alteración de un orden lógico y en el triunfo absoluto de la fantasía y la libertad creadora del autor sobre la realidad. Por ello, el cuarto de la Plaza de Santo Domingo, escenario del multiforme amor de los amantes, de su erotismo, pero también de la muerte de su hijo, se construye, literariamente, partiendo de algo tan nimio y accesorio, aunque simbólico, como la fotografía de Estefanía sentada bajo un roble, y mediante una concatenada y humorística progresión, siempre referida al retrato, se alcanzan las categorías absolutas del espacio y del tiempo.  (160).

Entre otras menciones de validez proverbial, este «simbolismo» que recalca el investigador inaugura cómo aquí el hombre no es la medida de todas las cosas, sino que las cosas están hechas a su medida. En el cuarto se efectúa la misma actuación que en el altar. El contacto entre los cuerpos mueve toda la realidad; el orgasmo va descomponiéndola, en la dimensión donde cada acto amatorio organiza nuevas imágenes narrativas. Cada vez que los primos cometen incesto, realizan proezas inéditas con la realidad, conocida solo desde el lenguaje. La alusión esporádica del consumo de cannabis u otras drogas en la novela podría sugerir una explicación creíble pero sosa de la exaltación en este placer corporal que relaja, suelta, pausa y libera. 

Pero, aunque esta erotización otorgue univocidad al cuerpo, ¿genuinamente configura la identidad? ¿La afianza a una certidumbre permanente? Sí, los cuerpos se reconocen cada vez que las pieles se responden, sin rechazo magnético; pero esta gala deleitosa dura lo que aguantan las máquinas biológicas. No dudo de que Palinuro y Estefanía vayan hallándose tomados de las manos y de otras cosas, pues la pareja aprovecha su larga juventud para planificar el porvenir; pero, como hemos dicho, el conocimiento corporal solo es válido durante el rito erótico, y la identidad no se resuelve tan solo en la cáscara humana que los obligan a portar.

Llegado este punto, nos parece preciso rescatar este pasaje donde muere el espejo de Palinuro y Estefanía: 

“Eso es exactamente lo que quiero -dijo-, que hagan pedazos a nuestro espejo y a nuestros recuerdos” […] “Entonces, ¿estás segura de lo que quieres?”, le pregunté. “Sí. Eso es lo que quiero exactamente. Que cada uno se lleve un pedazo tuyo o mío. Que venga un águila y se lleve tus ojos…” Quedé un poco resentido por la ocurrencia y le dije en venganza: “Que venga una cacatúa y se lleve tu lengua.” “Que venga un murciélago y se lleve tu sangre.” “Que venga un colibrí y se lleve tu clítoris.” “Que venga un buitre y se lleve tu miembro.” “Que venga un ave del Paraíso y se lleve tu alma”, le dije, y nos quedamos callados (del Paso, 154-155).

Observamos que el ser se desmiembra. El cuerpo, pese a ser canallesco, indómito y excesivo, se corrompe, y la franca algarabía juvenil de Palinuro, de Estefanía, de Molkas, de Fabricio e incluso el primo Walter, traduce la ausencia de una cara fija. El humor contrarresta la angustia y el vacío de la existencia: en el organismo novelesco y en los personajes aparecen poros hechos por esta pérdida de los recuerdos que la muerte del espejo simboliza. Esta angustia se enlaza con la que experimentan los personajes cuando en «Una historia, otras historias», los adjetivos se desprenden de los objetos, de forma que los primos deben inventariarlos para asignarles el correcto. Y es también emblemático que el primer adjetivo que a Estefanía se le ocurre sea absurdo. Ibáñez Molto agrega: «Las raíces del absurdo son, algunas veces, la más estricta realidad» (164).

Aquí el Paraíso privado se empequeñece, a pesar de la tentativa por edificar el cosmos a partir del cuarto. Por desgracia, la realidad vence la fantasía, y no al revés: «Palinuro en la escalera o el arte de la comedia» ahuyenta el erotismo por completo y pone de manifiesto el tema vedado, lejano, que la impulsiva sexualidad desaforada de los primos dirime con sus hazañas. Hablamos de la muerte, que sobrevuela la novela…

Miroslava Palacios

Miroslava Palacios (Toluca, México, 1995). Estudió la licenciatura en Bellas Artes en la Universidad Autónoma de Querétaro. Se encuentra estudiando la maestría en Artes Visuales dentro de la misma institución. Ha publicado poesía, cuento y ensayo en el fanzine Mitote Literaria, en Revista Encuentro, en Revista Enchiridion. Actualmente es becaria del PECDA 2022-2023 en la categoría de Literatura, para la composición de un libro de prosa y verso. 

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