Tierra en los dientes: las ruinas de Tenenbaum

(24 horas en la zona cero)

Rebecca Blackwell/AP

El aire dice que una vez sonreímos por nada,
y que nos conoce, desde antes que supiésemos quiénes somos,
cuando éramos fantasmas entre ruinas
contempladas por estrellas muertas hace siglos

JORGE TEILLIER, La fiesta (fragmento)

Algunas veces uno desconoce, por más que se remonte al estudio del origen, cuán profundo es el eco de ciertas palabras, de ciertas frases. Aunque entonces él y yo desconocíamos quién era su autor, mi padre solía articular estas palabras de James Allen, una y otra vez, casi como mantra, allá, en los lejanos días de mi infancia: «Las circunstancias no hacen al hombre, lo revelan». En una ocasión me contó cómo un sujeto había ideado y lanzado al espacio el mensaje perfecto para decirle a los extraterrestres: aquí estamos, esto somos. Años después, en un libro llamado Los dragones del edén, hallé el mensaje: una reproducción de las Placas de Pioneer. Helas ahí, la representación física del ser humano en la desnudez de un varón melenudo y de una chica de labios carnosos despojada ―existe un tipo de ironía llamada cósmica― de su sonrisa vertical; también un estallido electromagnético; una peculiar configuración química; nuestras coordenadas en el universo y el rumbo de la sonda mensajera capturada en la quinta órbita planetaria del Sistema Solar. Hoy, mientras escribo esto a pocos días del desastre, pienso que el mensaje de Carl Sagan es inexacto. Si yo pudiera enviar una misiva a inteligencias de otros mundos para retratar esto que llamamos la especie humana, entonces probablemente contaría lo que viví como brigadista en una de las Zonas Cero que dejó el terremoto. Pero, aun así, es posible que el mensaje siga siendo impreciso y acaso no defina a la humanidad entera sino solo a estos seres contradictorios que somos los mexicanos, y tal vez no me refiera a todos los mexicanos, por supuesto, sino nada más a los capitalinos, o, vaya, a lo mejor no a los capitalinos per se, quizá solo esté hablando y solo pueda evocar la lucha y el coraje de los que estuvieron ahí, defeños o no, qué va, en el número 4 de la calle Edimburgo, esquina con Escocia, el 24 y 25 de septiembre de 2017, cinco días después de la tragedia. Nuestra definición primera no la delinea la anatomía. No habitamos la tercera roca, vivimos en la circunstancia y la circunstancia, como experimenté en carne propia y ajena hace unas horas en las calles de la Colonia del Valle, no hace al hombre: lo revela. Eso somos.

NOS HAN DADO LA ENMIENDA
(9:00 a.m. a 11:00 a.m., aproximadamente)

Después de tanto tiempo de caminar sin encontrar algo útil que hacer, estando ahí, sentado en la banqueta, primero en la línea, ataviado con un casco, un chaleco, un par de botas encasquilladas, unas gafas y un par de guantes de cuero, una brigadista escribe con plumón negro en mi antebrazo izquierdo mi tipo sanguíneo y número telefónico de casa; alguien más me vacuna contra el tétanos. «Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas […] Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza». Palabras escritas por un fotógrafo, hermano de todos nosotros, en páginas que siguen retumbando a la deriva. Y la catástrofe cruje todavía muy allá. Es un olor a gas LP el que la acerca y lacera. Estoy en la cuchilla que constituyen Heriberto Frías y División del Norte, somos cincuenta, nos formamos en doble columna. La brigadista en jefe dicta instrucciones, serán mínimo dos horas de trabajo, cuatro cuando mucho. Antes de avanzar, un escuadrón de voluntarios vuelve cubierto de polvo, a cada uno se le ve exhausto, nos observan. Su mirada pesa. La brigadista recibe una confirmación, damos el primer paso, nos desprendemos, nos desanclamos en conjunto como lo hiciera una nave, como lo hicieran las sondas espaciales Pioneer, protegiendo un propósito valioso, pero a la saga de la incertidumbre; hay nerviosismo, no sabemos qué haremos, no sabemos a ciencia cierta qué encontraremos. Doblamos a la derecha en San Borja, pasamos Nicolás San Juan, torcemos a la derecha en Gabriel Mancera y al final de la cuadra, justo donde la avenida interseca con Eugenia, sin mediar orden, súbitamente lastimados, paramos en seco. Miramos, absortos, la magnitud de la desgracia.

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LAS BATALLAS EN EL CEMENTO
(11:00 a.m. a 6:00 p.m., aproximadamente)

Toda tragedia, por naturaleza, deja expuestos y abiertos los vasos comunicantes de otras realidades trágicas. Hacia una de ellas marchamos, es una cruenta colección de estampas sórdidas… Suena la radio y la brigadista dice: «¡Avancen!». A partir de entonces todo es vértigo. Hay gritos, golpes metálicos, estruendos rasposos… Corremos. Tres de las cuatro bocacalles que conforman el cruce de Gabriel Mancera y Eugenia están bloqueadas por camionetas policiacas. En la esquina próxima de Edimburgo, brigadistas apilan tarimas y polines; más allá, también sobre Eugenia, tres camiones de carga reciben escombros acarreados en botes por voluntarios; el cascajo llega desde lo que fuera el edificio departamental de Edimburgo número 4, ubicado justo al final de la calle, esquina con Escocia. La situación es irreal, brigadistas y militares cargan pedazos tremendos de cemento abrazados a castillos y varillas, también trabes y maderos. A los costados, las cargas de cascajo no dejan de fluir a través de largas cadenas humanas; cuando un bote llega a mí, yo voy corriendo hasta el primer camión a entregar el cascajo. Comienzan las declaraciones: alguien grita de pronto: «¡Punta!», y la exclamación la repite quien recibe la carga, así hasta llegar al final; son vidrios, varillas segadas, palos angulares. En ocasiones la carga es inaguantable y la prevención es gritar: «¡Pesado!», uno por uno, hasta que el eco llega a los camiones. Hay momentos en que el peso es tal, que dos o tres personas deben intervenir para trasladar la carga. Y ahí están los voluntarios, indoblegables. El esfuerzo es desgarrador, se percibe en los rostros, en los quejidos, pero ellos siguen y no quieren detenerse por más que los brigadistas en jefes vociferen una y otra vez que pueden hacerlo, que los cansados pueden marcharse, que quien tiene tres o dos horas en el lugar, incluso menos, si acusa malestar, puede retirarse. Oigo los gritos, los gemidos de dolor apenas si contenidos por la tráquea de adolescentes cuyas espaldas, cuyos hombros amoratados, cargan pesos increíbles segundo tras segundo, veo cuerpos sometidos y cuerpos rebeldes a su suerte, contemplo brazos que flaquean y brazos que los levantan, es la armonía sufriente de organismos hinchados en ácido láctico, la lucha del ahínco versus el destructor poder de la entropía. Y alrededor el sol, la sed, el polvo. Los quiero en silencio, los quiero en secreto. Los quiero sin decir. Y sigo cargando, y sigo acarreando cemento, vidrio, piedras, hombro con hombro. En un momento comienzan a surgir… no dejarán de hacerlo: las primeras fotografías, diplomas, credenciales, pedazos de títulos académicos. Cuando estos documentos llegan a mí entre ladrillos partidos y fierros doblados, replico un grito recién escuchado: «¡Archivo!», y el eco va permeando hasta que un brigadista se aproxima a toda prisa desde el confín del pabellón. Me pide los papeles, pero no quiero desasir los valiosos testimoniales porque siento que, de hacerlo, habré ignorado una llamada, una silente voz de auxilio que clama por significar y ser, más que por permanecer. Relajo la tenaza de los dedos, sigo cargando… una memoria ajena me es extirpada para siempre… Y en el polvo se desfiguran los fantasmas. Desde mi cuero cabelludo fluyen hilos calientes de sudor y forman coágulos de mugre espesa en mis pestañas que luego de unas horas atascan mis conductos lagrimales. Trato de ahogar la flama de la introspección. Atiendo el vaivén de los brigadistas: ofrecen agua, bebidas energéticas, chocolates. Los soldados y policías insertos en las hileras descansan cada hora. En consecuencia, los voluntarios recorremos varios lugares y nuevos brigadistas se unen a las ringleras. Hacia las seis de la tarde, cuando estoy de espaldas a Edimburgo 11, más allá de la mitad de la calle, las ruinas de Edimburgo 4 son ya visibles con toda claridad. La imagen es poderosa: un rescatista perfora el centro de una enorme superficie de techo desgajado. Atrás de mí, dos mandos policiacos charlan. Corpulentos, embutidos en trajes negros y colgando sendas charolas en el pecho, ponen y quitan policías de la línea. «¿Por qué tenían que ir?», dice uno de ellos, mezcla, intermite y dirige sus dichos a su colega y a un interlocutor virtual. «Ya le había advertido que no fueran, ese siempre ha sido el pedo, que nunca me ha hecho caso. ¿Para qué vas a una boda a Tierra Caliente si las cosas están como están?, le digo yo, pero necia… y luego, para acabarla de chingar, hasta Altamirano…». «No, pues si está de la chingada, comandante», dice el otro tipo. «Luego en pinche camionetón… No la dejé ir, me dejó de hablar un rato, no le hace, pero no la dejé ir, y pasó lo que le dije, ahí en la 51: les pararon el camionetón, ¿pues cómo no?, iba la madre, el hermano, la hermana y su hijo; que quiénes son, que a dónde van, que quién los manda. Yo le dije: la pinche maña es cabrona, van a creer que ustedes son lo que no, y luego en pinche camionetón… ahí nomás te digo. Pero ella no, que no pasa nada… Y los dejaron ir. Pero a cambio del chavo». «¿Su sobrino, comandante?», inquiere el subordinado y, como si la palabra de este no valiera, el comandante responde así: «Y todavía les pidieron feria, dizque un millón; me habla mi esposa, que quieren tanto, que venda el coche, que pida prestado; pero ni madres, te dije, yo te dije, yo te dije bien claro qué iba a pasar, ¿querían ir agüevo? El muchacho ya está muerto, anda de sicario o ya se está pudriendo en una pinche fosa, yo te dije. Total, que solo juntaron trescientos mil pesos y no les entregaron al chavo. Tenía catorce, la edad de mi hijo. Van cuatro años. Está muerto, uno que está en el bisne hace lo que hace y se la sabe: ya no lo van a encontrar». El ambiente olía a mierda, el drenaje del edificio había quedado expuesto. Edimburgo 4 cayó ese 19 de septiembre de 2017, pero la sociedad mexicana ya había colapsado años atrás. Los escombros levantábamos escombros por la mera voluntad de resistir. Olía a mierda, el drenaje de nuestra estructura social quedó cuarteado al aire libre. Toda tragedia, por naturaleza, deja expuestos y abiertos los vasos comunicantes de otras realidades trágicas. Nunca sabré si aún vive aquél muchacho; si hoy viviera, tendría ya 19 años.

VIEJÍSIMOS SOMOS LOS HOMBRES
(6:00 p.m. a 10:00 p.m., aproximadamente)

Por fin el rescatista hace un agujero y engancha la plancha a una enorme grúa industrial apostada en la calle de Escocia. Los motores rechinan, cuando el techo se eleva un aroma peculiar invade el aire. Huele al panteón San Francisco el día que enterraron a mi abuelo. Huele al anfiteatro de la Facultad de Medicina de la UNAM el día que un par de bachilleres nos colamos a una cátedra como parte de una tarea y realizamos prácticas de disección en cadáveres de indigentes. Huele al extrarradio de Ecatepec, a esas calles aledañas a mi domicilio donde el crimen lanzaba extremidades de víctimas desconocidas durante los años más convulsos y desgraciados de esa quimera llamada La guerra contra el narco. El olor de la muerte humana es inconfundible. El rescatista alza su puño, toda labor se paraliza, cunde el silencio. Exactamente frente a mí un voluntario baja de sus hombros el bote que no alcanzó a llegar más allá. En la cima del cascajo yacen artículos de baño de bebé, sobresale un pequeño pony de peluche, morado. Alrededor de ese epicentro doloroso trepida la mirada de los voluntarios. Recuerdo aquel cuento endosado a un libro incierto de Hemingway, que en toda su extensión dice: «Vendo zapatos de bebé, sin usar». En la literatura, como en la vida, la gran brutalidad yace en las sombras. Un brigadista se aproxima de lejos y, sin más, cuelga el pony de peluche en su pecho, le sacude el polvo y esboza una sonrisa llamativa mientras anda de aquí a allá estrujando los pectorales, echando los hombros para atrás, moviendo el torso con gran masculinidad. Luego una selfie. Me siento profanado. Pienso en los motivos de cada quién para estar allí. A las diez de la noche miro de frente el esqueleto roto de Edimburgo 4; atrás de mí, varios metros más allá, en la esquina de Escocia con Gabriel Mancera, yacen los pedazos de otro edificio, un lugar ocupado por la Marina. Ahí, justo a un costado de una camioneta negra, desmadrada hasta la pérdida total, un puñado de soldados reposa; dos de ellos, los próximos a mí, comparten impresiones urgentes: quieren ver brigadistas chidas, quieren ver tetas chidas, quieren ver buenas colas: «¡Las de ayer, güey! —declara uno en voz alta, libérrimo—, ¡Las de ayer estaban más chidas!». De entre los escombros sale a la luz una cantidad impresionante de cuadros al óleo. «Mira todo lo que se va a agenciar», dice uno de los soldados. «¿Quién?», interrumpo. «¿Pues quién?», responde el soldado, «Yo por eso cuando es así no doy despensas. ¿Para qué?, ¿Pa’ que terminen enterradas esas madres?». «¿Cómo que enterradas?», pregunto enseguida. «En la sierrita». Contrae los dedos y los agita como si rasguñara el suelo, el aire. «Manos de chango: despensas, medicinas, ropa… de todo». Y finaliza, como para darme calma, como para no arrebatarme del todo la confianza, la admiración que a lo mejor intuye o da por hecho y sospecha amenazada de repente: «No siempre, ¿verdad?». Un rescatista en el techo del estacionamiento alza su puño y centenas de manos van comprimiéndose en el aire. Bajo la vista. Me es imposible ignorar el botín. De entre los cuadros extraigo un libro deshojado, de guardas rasgadas. En la página primera leo lo siguiente: 

«Viejísimos somos los hombres
nuestros sueños son relatos
narrados en un Edén
de mortecina luz».

Lo conozco bien: es un poema de Walter de la Mare. También el epígrafe que apertura Los Dragones del Edén, de Carl Sagan.

«¡Aquí hay alguien con vida!», grita de pronto el socorrista…

Adrián Eleuteri

Adrián Eleuteri (México, Distrito Federal, 1989). Se hizo lector en una biblioteca pública de su ciudad natal llamada Teocalli (recinto sagrado en lengua náhuatl). Gracias a sus grandes atlas empezó a imaginar travesías larguísimas a lo largo del continente americano. Los años de transición entre su adolescencia y edad adulta fueron azarosos y los vivió en el extrarradio feroz de la megápolis. Le gusta viajar por tierra, con frecuencia en una motocicleta de baja cilindrada o en aventón, a geografías que le permitan acceder a realidades significativas. Cree firmemente en la poesía.

https://www.instagram.com/roadbison/
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