Manuel Guedán con el pasado en las manos

Manuel Guedán ha publicado recientemente con Alfaguara Los sueños asequibles de Josefina Jarama, una novela estructurada como el Lazarillo de Tormes: cada capítulo, un oficio (o más bien, cada capítulo, un jefe). Alejada de ciertos vicios abundantes en la literatura española contemporánea, la novela no recurre a la sátira política, sino a la picaresca; no retrata el mundo del trabajo desde la más estricta «precariedad», sino desde la ideología velada en la servidumbre, y aleja a su protagonista del paradigma oficial del trabajo cultural, tan representado en novelas. Una Bildungsroman entre la Ruta del Bakalao, la desindustrialización y una moto de Delypizza.


Voy a empezar por el título. Me sorprende la sonoridad del nombre de la protagonista, la apuesta por un título largo… En Últimas tardes con Teresa, que es más corto, Juan Marsé jugaba con la sonoridad de ese «ts» tan pijo.

Sí quería que fuera un título largo, y por un lado tira de tradición de títulos del siglo de oro, y con «La vida perra de Juanita Narboni», con todo ese tipo de estructuras, y desde luego apostar por la sonoridad, me apetecía que fuera sonoro, y tenía claro que la primera letra del nombre tenía que ser la misma que la del apellido, y también quería que hubiera un río detrás, porque como es un calco de la estructura del Lazarillo… Entonces estaba entre el río Jarama y el río Amador de mi pueblo: o Amparito Amadorio o Josefina Jarama, y me incliné por la J, que sonaba más fuerte. La editorial propuso acortarlo a «Los sueños asequibles», y yo dije que sí, pero al final se retractaron. Pero sí, el título largo es más difícil de recordar.


Tratas de tú al lector.

Tenía dudas y barajé distintos destinatarios, uno de los cuales llegó a ser el ministro Moscoso, que daba nombre a los días festivos en España, y eso me parecía muy importante, aunque luego decidí que no. Ella se dirige a la descendencia de clase que no va a tener: no va a tener empleados, gente por debajo, que es la fantasía de cualquier persona que sueña con el ascensor social; ella se dirige a esa quimera de la herencia en términos laborales.


Josefina tiene una relación con los jefes de «servidumbre voluntaria» basada en una especie de profecía de promesa, una promesa que no se hace evidente, pero ella cree constantemente que les debe a algo, y ahí funciona la estructura machista implícita que muestras en la novela. ¿Dirías que esta relación es análoga a la que se establece entre un autor y un lector?

Ella tiene una cierta vocación por servir, claro. Para empezar, aunque no lo sabe, entiende el trabajo de una manera mucho más amplia y compleja de lo que parece y de lo que ella sabe. Hace poco una lectora me dijo «la novela va de una mujer que salva a cuatro hombres», y yo nunca lo había pensado así, pero acertó claramente, precisamente porque Josefina entiende el trabajo como de verdad es, como una relación de subalternidad, y no de precariedad. No es una novela sobre la precariedad, no está centrada las condiciones laborales de Josefina, sino su condición de persona servicial. Cuando sirves a alguien, no le sirves en la materia circunscrita de un oficio, porque de hecho la vida de Josefina va de no tener un oficio, pues ella no tiene el conocimiento técnico ni las destrezas específicas para desarrollar una tarea, sino en un sentido amplio: sostener emocionalmente a sus jefes, reforzar su estatus y, por supuesto, desempeñar determinadas tareas. En ese voluntarismo no hay rebeldía, yo quería hacer una novela que tuviera perspectiva de clase y de género sin un personaje rojo y feminista; ella va desarrollando una cierta conciencia quizás con el tiempo que nunca llega a articularse verbalmente. Como escritor tenía un compromiso con hacer que las ideas estuvieran fuera del discurso del personaje, en los diálogos con los jefes, de una manera un poco cervantina para mí: una dialéctica a dos bandas en la que los personajes van recorriendo diferentes espacios.

En cuanto lo que dices del lector, no había pensado esa relación, pero desde luego se da; lo que pasa es que el lector tiene más mecanismos para desafiar la voz del autor de los que aquí tiene Josefina, al menos de entrada. Es una cosa propia del personaje picaresco: te cuenta un mundo que no es, y aquí se ve, y se ve para que el lector desafíe el relato de éxito de Josefina, como en el fondo tenemos que desafiar los relatos de éxito de nuestro alrededor, pues se sustentan sobre cimientos que en general no son muy válidos.


Hay un aspecto sociológico en la novela, que desde luego no se hace evidente, que me apetecía resaltar, quizás por una condición generacional: es esa especie de odio o desprecio cultural al funcionariado, sobre todo para los que pasamos nuestra infancia, como yo, en la era del boom inmobiliario.

Era muy fácil, creo, parodiar el lenguaje del emprendedor actual. Yo me quería ir más atrás, porque si no me iba a salir inevitablemente una sátira, un capítulo de El intermedio, y era algo que no quería hacer. Quería provocar una risa confusa. Josefina no representa la mentalidad del emprendedor actual, pero desde luego sí una cierta ideología del éxito, y por tanto para ella ser funcionario es poco apetecible. Por otro lado, he visto a varios lectores que problematizaban el hecho de que la madre, siendo revolucionaria, acabase trabajando de funcionaria, y quiero decirlo muy claro: no hay ninguna contradicción en ello. Esa es una lectura que me ha alucinado. La madre reivindica una de las prácticas más efectivas de los partidos comunistas: infiltrarse en los puestos de poder del estado. Yo recuerdo en mi familia, que eran militantes de izquierdas, hablar de eso. Uno de nuestros problemas generacionales es que muchas personas de izquierdas nos hemos ido al trabajo cultural, que está muy bien, pero necesitamos arquitectos de izquierdas, ingenieros de izquierdas, ¡jueces de izquierdas! Y esto la madre lo explicita para que no pudiera haber ningún asomo de duda de que como es un personaje que tiene un sueldo deja de ser de izquierdas, es que no está reñido para nada con ser revolucionario.

A la madre, digamos que Josefina «se le escapa» pedagógicamente; ella tampoco ejerce una pedagogía muy fuerte, pero la relación con la madre queda marcada en la mente de Josefina como lo radicalmente opuesto a la aspiracional. En un momento, la madre le dice a su hija: «No sé como ha podido suceder, pero el Señor Santos se ha convertido en un referente para ti».

Jordi Costa me dijo en la presentación del libro en Barcelona que Josefina era una «hija de la contracultura», algo que se vio más en Suecia y en EEUU, donde hubo una generación hippie muy fuerte. Pero sí le pasa algo así, tiene ese movimiento pendular en términos familiares. La madre es viuda, no llega a todo, tiene un trabajo muy por encima del que tenían las mujeres en la época, tiene la militancia, y de alguna manera a lo mejor tiene menos oportunidad material para controlar la educación de su hija; además, su hija, como buen personaje cómico, raja por los codos, por lo cual la madre no puede utilizar terminología marxista, no puede hablar de plusvalor ni de patrón, porque su hija podría ir aireándolo por ahí. Además, se da otra circunstancia, que es que madre e hija no están en sintonía. No es que la madre no quiera a su hija, es que le da rabia: y esto no tiene que ver con el amor, pero sí puedes tener mayor o menor afinidad. Le da rabia, la ve empollona, súper aplicada, chivata… Y de repente que sea chivata a la madre le resuena en términos políticos y eso le da rabia, lo que acompleja a Josefina. Para una hija también es duro tener menos ideales que su madre. Quizás por eso Josefina se convence de que el trabajo (a su manera entendido) transforma el mundo.



Adjetivas muy bien. Poco y bien. Huyes de los adjetivos comodín, de los adjetivos naturalizados. Siento que es una de tus líneas rojas como escritor.

«Sueños» es una palabra que leo en el banco y en el gimnasio, sitios a los que no me gusta ir. Jamás pensé que la utilizaría en un título, pero lo he hecho por el placer de contraponerle un adjetivo económico. Dudaba entre módico y asequible, opté por este último, que me sugirió Carlos Pott. Cuando el adjetivo sirve para desenmascarar una cualidad del sustantivo y no solo para reforzarlo como imanes que se atraen de forma demasiado natural, eso me gusta. Lo trabajo mucho en los talleres de escritura, donde problematizo la relación entre adjetivo y nombre. Dostoievski dice de un personaje «malvado y sentimental». Los adjetivos nunca pueden salir solos en la escritura, no pueden ser extravagantes, pero tampoco gratuitos.

En cuanto a tu carrera como profesor, ¿dirías que escribes «mejor» desde que das clase?

Todo lo contrario: soy mejor profesor después de escribir más novelas, y no tanto al revés. Entre mi primera novela y esta hay un salto muy fuerte en visión del mundo y conciencia del lenguaje. Es cierto que ha pasado mucho tiempo… Me gusta lo que dice Oscar García Sierra, de construcción de la novela en términos de «problemas a resolver», anti místico: no se me aparecen cosas en mitad de la noche, los personajes no «me hablan»… Mi proceso creativo es mucho más terrenal. Con esta novela de 170 páginas estuve tres años, y el principal hándicap es la incompatibilidad con el trabajo. Empecé escribiéndola en las dos-tres últimas horas del día, y así no avanzaba, y empecé a escribir antes de trabajar, de 8 a 10, y me sentía como un bohemio ridículo, con el móvil en silencio, mientras todo el mundo fuera está produciendo, y me sentía ridículo. Espero poco a poco ir sintiéndome más legitimado.



En cuanto a la estructura, me sorprendieron las elipsis violentas.

Cada capítulo es un oficio, con lo cual la novela deja fuera la vida sentimental del personaje, no es que la tenga o no la tenga, sino que no la cuenta: nos habla de los oficios, lo que pasa entre medias no lo va a incorporar en su narración. Lo primero que tuve claro era el calco del Lazarillo: cada capítulo un oficio, la relación con un amo. A partir de ahí se determinan los vacíos y las presencias de la novela.



Hay una serie de rodeos conscientes: no se trata de una novela centrada en la precariedad del mundo cultural, no es una sátira, ni una parodia, porque eso sería alienante, sino que es un humor basado en la familiaridad que el lector establece con el personaje y su narración. ¿Por qué esa vuelta a la picaresca?

Eduardo Mendoza, por ejemplo, la utiliza mucho. Los pícaros son los jefes, no es ella, sino los jefes; aunque los pícaros tradicionalmente siempre intentan eludir el trabajo, en la evolución de Josefina hay algo de eso: el descubrimiento de que no le gusta trabajar, que es el descubrimiento que vivió la sociedad española en 2010, aunque eso no esté en la novela: descubrir que los pícaros están arriba y no abajo. En cuanto al entorno profesional, esto quizás se lo debo a Belén Gopegui, que le da unos oficios a sus personajes que son los que menos se ven en las novelas y más se ven en la vida real: uno aprende mucho de la organización administrativa leyendo a Gopegui, y aquí no quería que hubiera trabajo cultural. En la próxima novela quizás lo haya, eso sí. Pero es normal: uno escribe sobre lo que tiene a mano, lo cercano, y el mundo cultural está cada vez más cerrado.

La picaresca permite un fresco social, un retrato de época, y quería que en esta novela cada capítulo fuera un estadio empresarial: desde el franquismo industrial al fin de la industria. Lo del humor es quizás más biográfico: el humor no estaba en mi primera novela, me lo echaron en cara y me di cuenta de que mi amigo tenía razón. Me he deshecho de la confusión de que algo, cuanto más oscuro, más verdadero. No me imagino escribiendo cosas sin verborrea, y la verborrea y el humor se llevan bien.



¿Qué sientes cuando le dan un micrófono a un ídolo de masas y suelta «Quiero que sepáis que los sueños se cumplen»? Esto lo he visto tanto en Drag Race como en las celebraciones de campeonatos de fútbol.

La madre le dice a Josefina: los sueños hay que despistarlos. Una de las experiencias más duras que he afrontado era la de asumir que buena parte de mis sueños no se iban a cumplir, y lidiar con tu frustración y tu ambición, con hasta qué punto hay que asumir lo imposible o seguir perseverando, es uno de los grandes dilemas y se libra cada día. Una vez gané un premio de emprendedores con una editorial académica digital, tuve unas sesiones con un coach que formaban parte del pack del premio y las malgasté todas porque yo iba en clave ideológica a desafiarle, mantuvimos un pulso y el tipo me acabó diciendo «ya sé que pensamos muy diferente, ojalá pudiéramos tomarnos unas cañas para dirimir esto». El otro día en Twitter alguien ponía «el no ya lo tienes, ahora ve a por el ataque de ansiedad», y era brillante: es como si no hubiera un precio por seguir perseverando, pero perseverar tiene un precio muy alto. No sé si hacemos bien, de todas formas, haciendo apología de la rendición: rendirse es una mierda. La tensión entre ambición, frustración y resignación es un pulso durísimo.

Pablo Caldera Ortiz

Pablo Caldera (Madrid, España, 1997) es escritor e investigador. En 2021 publicó su primer libro El fracaso de lo bello. Ensayos de antiestética con la editorial La Caja Books. Colabora habitualmente en medios como CTXT o A*Desk, donde ejerce de crítico cultural. 

https://twitter.com/p_abloc
Anterior
Anterior

Amalia Bautista

Siguiente
Siguiente

La intensidad del recuerdo: Presencias extrañas en la memoria de Héctor Torres