Contrato de espera
Miro las ruedas levantar polvo durante horas. Desde las gradas, la pista es una maqueta infantil con un karting a medida, podría tener un comando con el que manejar a las personas, pequeños superhéroes que pasan a toda velocidad. Las bicicletas ruedan en círculos y si entrecierro los ojos se forma una estela constante, el zumbido de una heladera antigua que resuena sin interrupciones. La pista resplandece, un espejismo de agua a la altura de los puentes me hace creer en los espejismos. Así debe ser el desierto. Así debe ser montar a caballo en la llanura. Así se siente el líquido espeso a través de la sonda, cuando ya no hay tensión en los músculos ni resistencia en las articulaciones y las visiones se manifiestan en el interior de los párpados. Luces y puntos blancos o rojos. Un cielo estrellado, un sol en el vértice. Quiero la oscuridad pero no llega. Quiero la noche en el vacío. Mi noche es parcial, igual a todo el resto de las cosas en este mundo sin absolutos. Junto mis cosas, una bolsa tejida y otra de nylon, un mate, un paquete de galletitas. Vuelvo al hospital. La sala de espera de las tomografías está pintada de rosa, el pasillo de verde. Dicen que los colores tienen un efecto cognitivo en la sedación de los pacientes. Dicen que esta playa que pusieron en el techo podría calmarme. Tienen razón. Miro paredes el resto del tiempo, todo el tiempo. Un encuadre que podría ser un tipo de ceguera. Quisiera saber si esto también es meditar o una instancia de curación o algo así como fundirse con el mundo. Entro a mi habitación.
Lola mira absorta la pantalla de su celular tirada en mi cama, las piernas en alto, el pelo rubio larguísimo. Dice que el mañana es mejor aplica siempre, incluso después de vacaciones inolvidables, de viaje en avión hacia playas paradisíacas, de caipiriña bajo sombrilla de paja. La frase, repetida en la punta de los dedos, cubre cualquier cosa que pueda tocar: siempre mañana es mejor. Y mientras vomito, tirada en el piso del baño, Lola grita que tampoco cada día es el último día de mi vida, que no sea tan pelotuda. Incapaz de hacer nada, miro fijo los azulejos, la lluvia del lavamanos, y la escucho gritar que si necesito puedo ir a casa de su mamá, para que un reiki acelerado me armonice algo relacionado con la energía vital universal. Ya no creo en nada, salvo cuando las puertas del subte se abren exactamente en el lugar en el que estoy o alguien dice al mismo tiempo lo mismo que yo. Escucho detrás de mi respiración agitada el obsesivo teclear de Lola, sus dedos flacos y elegantes dejan algo de sabiduría en el golpeteo lento y premeditado, como si cada letra llegara después de una búsqueda en la cual, en el mundo de Lola, solo una opción fuera la correcta. Abro la ducha y me meto así como estoy, ropa y alma sucias. La esponja en forma de guante fue muy práctica hasta que me di cuenta de que hay que cambiarla de mano para enjabonar el brazo que hasta entonces se usaba para lavar. Me duele todo un poco y más que nada los dientes que, apretados, me oprimen la mandíbula, los siento latir, independizarse, silbar entre las corrientes de aire; están rasposos por culpa del ácido estomacal, el dolor que ya subió hasta las encías. Abro la boca debajo de la ducha porque el mar cura todo y, de lo que tengo, esto es lo más parecido.
Hay que tirar del centro hacia adelante, las cintas un abrazo firme de telaraña. La compresión escurre la carne hasta dejar la tela adherida a los huesos. Una segunda estructura de sostén, un puente sobre las costillas. Agarra el sombrero de paja, el balde que a duras penas puede cargar cuando está lleno. A lo lejos los gallos no siguen las inclemencias del tiempo ni del clima, suenan a todas horas, como alarmas de autos forzados en la madrugada. Ella no lo piensa así, con esas palabras: no se piensan los sonidos que son parte de la textura habitual de los días, los autos todavía no tienen alarmas. No está segura de haber escuchado sobre algo llamado auto. Baja descalza por el camino de tierra que se convierte progresivamente en arena. Mira el mar por primera vez en el día. Tampoco lo piensa, no se piensan los paisajes cotidianos. Al atravesar los ojos sobre la línea turquesa del horizonte le hace un sutil ademán con la cabeza, una leve inclinación como un saludo a la distancia en una fiesta, una reverencia a un vecino de cuadra. Empuja hacia la espalda su trenza de color indefinido, gastado por los años de sal. Sigue camino hacia la laguna, las palmeras altísimas forman una cebra, sus sombras un lomo de dinosaurio en la arena blanca. La presión del balde en la cintura se intensifica, hace pequeños ajustes en la postura de sus brazos, sopla un mechón rebelde que cae sobre sus ojos. Sus músculos se marcan fuertes, relucientes en la mañana. Día por medio camina más de tres kilómetros para buscar agua dulce o para lavar ropa o para esconder entre las rocas a la vera de la laguna algo más de las provisiones que junta desde hace meses para escapar. Sí, piensa en escapar pronto, piensa en eso todo el tiempo. Cuida a unos hijos que no son suyos. Cuida a las gallinas. Cuida la leña y la ropa blanca. No pasa hambre, no conoce ni va a conocer verdaderamente en toda su vida lo que es el frío. Pero quiere irse. Todo lo que sabe de la ciudad lo sabe por terceros. Y hay una promesa. El chico que dijo que podía esconderla en la parte de atrás de la carreta.