Una casa sobre el agua

Vuelves a encontrarte en el punto de partida. Todavía te separan las mismas palabras, el mismo silencio, de lo que quieres decir. Todo a tu alrededor va tan rápido que tienes que correr a máxima velocidad para mantenerte en el mismo sitio. Luego de la muerte de tu padre ya no puedes detenerte. Duermes poco. Trabajas todo el día. Ya no miras películas ni te detienes en la calle a contemplar. Cumples tus compromisos, o los inventas, con la convicción de que una simple pausa podría matarte. Esa es la sensación permanente: morirás, morirás pronto, morirás joven y sin hacer lo que debes, aunque no sepas exactamente qué, ni si hay un deber seguro, ni si existe un qué que valga la pena. Por eso lo haces todo. Te diriges a una intensidad que no es del reino de los hombres. Tu primera persona tiende a ser abolida o fagocitada por la segunda, por lo que la tercera se resigna a ser un pasivo testigo del horror. Apenas comienzas a explicarte, te recuerdas que tu vida ahora es demasiado corta para entrar en detalles. Has pasado semanas pensando en quién será el próximo en golpear la puerta, en hacer el llamado. Semanas. Te olvidas de comer: te alimentas de inquietud. Te encuentras tan profundamente absorto en tu trabajo que te sientes solo en lugar de sentirte satisfecho. Te disciplinas en ser disciplinado. Sigues pensando que todo el mundo tiene derecho a odiar, pero el odio no es un derecho sino un error, ni tampoco el error pertenece enteramente a quien lo comete. ¿Por qué a veces, al contemplar los árboles, piensas en candelabros? Se diría que en tu cabeza, con toda honestidad, más que árboles hay candelárboles, ardiendo en el funeral del día. Nunca más deberías tomarte en serio las cosas que no dependen de ti: el amor, la amistad, la gloria. No te escuchas. Siempre estuviste enamorado de ti mismo, hasta que sufriste una desilusión irreparable porque te engañaste con otro. Y ese otro eras tú. Sufres en tu vida y creas al tú de tu escritura para salvarte. Sin embargo sufres igualmente si el tú que escribe no coincide con el tú que vive, del mismo modo que sufres al imaginar una coincidencia. Por las noches has comenzado a dibujar retratos maltrechos de gente imaginaria y postales de calles de ciudades que no conoces. Figuras los sitios supuestos por donde vaga el alma de tu padre. Existe un algo que te fuerza a interrumpir cualquier actividad, por agradable que sea, para hacer otra. Después de cuarenta años tienes la sensación de no haber avanzado, excepto que se llame progreso a la resignación. No toleras ver que alguien permita que lo veas cortándose las uñas o limpiándose la boca, tú haces esas cosas en la más absoluta soledad, o con la más absoluta vergüenza. En definitiva, no toleras lo que no se te parece. En ocasiones crees que lo más inteligente sería oponerse a la inteligencia, y lo más compasivo negar la compasión. Hiciste el intento de llevar un diario pero recaías inevitablemente en una escritura esporádica, interrumpida por otros proyectos que, a su vez, otros proyectos interrumpían, incluyendo el diario. Te enfrentas otra vez a esa proverbial ineficiencia tuya para gestionar el tiempo. Dos por tres recuerdas que Stendhal pensaba que la alegría era el distintivo del hombre profundo, una afirmación que debería estar escrita en la frente de todas las personas «profundas» que conoces, por no hablar de tu propia frente. Piensas en Dios como un fantasma que vaga por todos los nombres y las formas que le han dado. Tus momentos de tregua son, en realidad, una tregua bélica, una guerra fría secretamente recalentada, una agonística, una paz litigiosa. Hace tiempo que veneras el adjetivo «litigioso», lo atrapaste en el libro de un amigo, aunque por otro lado detestas el sustantivo «litigio» que asocias enseguida con «prestigio», esa palabra sospechosa a tu sensibilidad, o nunca bien fundada. Miras la realidad por la ventana de la cafetería con la sensación de estar presenciando una máquina antigua manejada desde lejos por alguien que hace mucho olvidó para qué servía. Por eso supones que Dios, después de la creación, abandonó el universo a su suerte, al menos hasta cierto punto, del mismo modo que lo hace con los hombres, sus cuerpos, sus enfermedades, sus tímidas victorias. Tu relación con el resto de las personas debería ser el asunto que más te interesa y que más te ocupe. Hasta ahora creías que tu punto débil era la voluntad, pero no. Debes luchar contra la autocompasión. Algún día sabrás lo joven que eras a los cuarenta, pero ahora mismo es una edad aterradora. Crees que la raza humana está enferma y que esa enfermedad es incurable. A diferencia de tu madre, nunca creíste lo suficiente en que tu padre se salvaría. Recuerdas las palabras textuales de la doctora, una mañana soleada, la primera vez que estuviste frente a ella, la primera de otras veces que vendrían, una mujer ridícula y obesa con hoyos en la cara, los labios estirados, ponzoñosos, rojos contra la envidia o las maldiciones, «cara de pato» dijo tu madre, y el cuero de las sandalias a punto de rajarse, pantorrillas paquidérmicas, una camisa con flores por debajo del uniforme, su torpeza en el teclado y escribiendo en mayúsculas, la letra imposible en el bloc de las recetas, veloces garabatos, y tus manos juntas pero ocultas entre las rodillas mientras hacías la pregunta, la única posible en esas circunstancias, una pregunta que rezaba sobre el tiempo, la esperanza, el amor, el miedo, y muy pronto la respuesta: «Sé que va a morir de esto». Fue el día en que tu corazón se rompió quizá para siempre, y quieres que sea para siempre. Ni siquiera recuerdas la fecha. Ni recuerdas el mes o la época del año. Solo recuerdas que a la salida abrazaste a tu madre, te despediste de la madre que habías conocido, y dijiste a modo de recibimiento: «A partir de ahora tenemos que llevarnos muy bien». Y pese a los incontables pesares, por encima de todo necesitas creer en la alegría, la pureza y la audacia del alma. Avanzas por la avenida de la confusión. Vas. Nadie viene. Te gustaría no volver a pronunciar el nombre de Shakespeare, Joyce, Beethoven, etcétera, nunca más, salvo en contextos sumamente definidos. ¿Te acuerdas de la época en que cualquier crítica a tus textos por parte de los amigos hacía que quemaras novelas enteras en tu cabeza? Era sin duda una época feliz: ahora las quemas voluntariamente. Aprovechas tan poco lo que descubres que te sorprende haber alcanzado dos o tres sueños en tu vida. Te esfuerzas mucho en vivir frugal, cuidadosa y saludablemente, aunque con resultados desiguales. No te enorgulleces en absoluto de admitir que detestas a los mochileros, a los músicos ambulantes, a los malabaristas, los agentes de viaje, los agentes de seguro, las promotoras, los modelos, los periodistas del espectáculo, los ejemplares de la farándula, más o menos en ese orden. No tienes ni idea de cómo se hace eso de «amar al mundo» y agradecer cada momento. Lo tuyo es trabajar hasta que se acabe. Te molesta usar las mismas palabras que cualquier otro escritor o no escritor. Te consuelas pensando en relaciones nuevas, pero las combinaciones, lo sabes, son también pautadas, dirigidas por los otros, miles de otros, furtivos bajo la gramática. Te espían por las rendijas entre las letras, con ojos suspicaces y múltiples: ojos por donde cruzan las miradas de miles, millones de otros con la carga millonésima de otros tantos. Te anonadas al verte atomizado por la Historia que la propia Historia se ha inventado para inventarse. Claro que tu corazón volvió a romperse días después de haberse roto para siempre. Fue en la consulta con el terapeuta que dejarías de ver para cuidar a tu padre, el momento en que ese hombre calvo que quieres pero no puede quererte te miró a los ojos y dijo otras palabras después de las noticias, porque siempre las palabras y no otra cosa te han hecho pedazos: «Leonardo, tendrás que despedirte». Persiste esa rara inquietud cuando descubres que el ritmo del segundero no se acompasa al ritmo de tu corazón. Adoras mirar por la ventana, en especial durante las tardes soleadas de domingo en que la gente sale a pasear. Hay culpa, hay vanidad en saberte dentro para quedar afuera de las costumbres. Muchas de tus convicciones son de carácter negativo. La luz te resulta sospechosa porque no tiene envés: no te oculta nada. Crees en las sincronicidades pero no crees en Jung, ¿cómo lo explicas? Despiertas lleno de buenas intenciones. Te entrenas en distinguir entre el compromiso que supone estar vivo y la vida misma, que no es un compromiso sino un don. No niegas que eres un poco paranoico a condición de que no te persigan para que lo admitas. Dejas caer tus poemas como migas de pan en el sendero, un vago rastro solo visible a tus ojos, para volver a la casa de la que nunca saliste. Últimamente has tenido buenas rachas de trabajo, pero ahora mismo parece que las musas te han abandonado, o quizá solo estás exhausto, por lo que irás más allá de la fatiga para abolirla. Eres así. Cruzas la cerca para tentar al perro, dejas que muerda creyendo absurdamente que así ya pasa lo peor, porque se supone que lo que más duele más rápido se cura. Nunca has querido salvarte. La muerte de tu padre fue un pretexto inexpugnable. Te inventas la salvación para desesperar a los otros, necesitas verlos desesperar para confirmar que te aman. Sin embargo, paseas por la playa solo para que digan: «¿Verdad que está mucho mejor?». Buscas el trauma en la trama. Hay veces en que miras fijamente los ojos de las personas sin que lo adviertan y notas con extrañeza que, en lugar de tener los ojos tristes, como se dice, tienen un ojo triste, habitualmente el izquierdo, como si la tristeza se desviara de un modo espontáneo para acumularse de ese lado y, a su vez, desviara ese ojo que mira y delata un más allá, o tal vez un más acá, de las cosas. Quieres ganar tiempo y robas limosnas por doquier. Ahora preparas el café sin azúcar, así demoras menos. Detestas la palabra «clínica». Algo ha cambiado en el espejo. Cada día tienes más claro lo que significa la muerte y la brevedad de la vida. Podrías hacer tres o cuatro comentarios vagos sobre las comisuras de tus labios y la posición de tus ojos, pero no lo harás. Sigues. Tienes que seguir. Presagias un futuro espantoso. Ante una persona dolorida, aplaudes su entereza y su resignación, pero eso no impide que te apiades. Aún no averiguas por qué prefieres un poco más a Dovzhenko que a Eisenstein. Hay unos cuantos amigos que quisieras presentarte, estás seguro de que te caerán muy bien. Vas encontrando el gusto del sarcasmo, esa cualidad que hasta hace poco condenabas. Si el lector estuviese ahora sentado junto a ti, podrías hablarle en otro tono. Escribes porque mientras lo haces nadie te está mirando. No solo recuerdas sino que no puedes olvidar. Otras veces desearías olvidar lo que aún no recuerdas, descartar así toda chance de verte atacado por la memoria. Sigues sin poder explicar la sutil diferencia entre un momento y otro de éxtasis. El placer te parece, en su ápice, tan incomprensible que te da miedo. Miedo. Llamarías a todas las cosas con ese nombre, como si fuera el término oculto y real bajo los nombres convenidos. Por la mañana abrigas tu cuerpo con miedo y te diriges al baño para mirarte en el miedo del espejo, orinas miedo, agua con miedo lava tus manos, revuelves el miedo con dos cucharadas de miedo y te lo bebes, abres el miedo para que entre la luz e ilumine los miedos de la cocina, lees miedo sobre la página, anotas miedo en el cuaderno, sales y transitas por las cuadras largas y miedosas, entras con miedo en la cafetería donde un miedo te despacha y deja la comida envenenada sobre el tembladeral de la mesa, te despides de todos los otros miedos en su pausa del trabajo, y todos te devuelven los buenos miedos, de regreso desandas los miedos de tus huellas, la llave en la puerta descifra el miedo y te da paso, tomas una ducha de miedo caliente, envuelto en el vaho del miedo extiendes el brazo hasta alcanzar el miedo que te seca, atraviesas el miedo del pasillo para llegar al miedo silencioso de la cama, y otro miedo encuadernado que te espera, cierras los miedos para dormir, sueñas miedos en la siesta, un miedo desde la calle te despierta y pronto, breves miedos después, en el miedo te sientas frente a la computadora para conquistarlo. Así debería contarse. Así es. Si no fueras un escritor, te dirías un completo cobarde. Tienes mucho de puritano. Desconfías del psicoanálisis pero no lo suficiente. Te metes demasiado en la piel del «hombre razonable». Tu ignorancia es tal que te da por trajinar y consumir pastillas y venenos a ciegas. Siempre dices algo más. Te cuesta mucho decir de menos. Si te detienes aquí, te activas allá. Tu padre murió a medianoche. Al despertar por la mañana, aturdido, quisiste hablar con él sobre el asunto. Casi dieciocho meses más tarde leíste que a Joan Didion le ocurrió algo semejante enseguida de la muerte de su esposo John, y desde entonces, cada vez que piensas en Joan Didion o alguien dice su nombre, o acaso ves por casualidad uno de sus libros, recreas esa larga conversación que no tuviste con tu padre, y él te explica la nadería de la muerte, su corte neutral, la interrupción indolora del respiro, y te repite que no temas porque la muerte no duele al muerto, dice, porque el dolor es patrimonio de los vivos.

Leonardo de León

Leonardo de León (Minas, Uruguay, 1983). Profesor de literatura y miembro correspondiente de la Academia Nacional de Letras, ha obtenido numerosas distinciones por su obra poética y narrativa, entre las que se destacan el Premio «Narradores de la Banda Oriental», el Neruda para jóvenes poetas, el de la Casa de los Escritores, el Ariel y el Nacional de Literatura del MEC. En narrativa publicó el libro de cuentos No vi la luna (2010) y las novelas La vida intrusa (2019; 2021) y Me acuerdo (2021). En poesía es autor de Confirmación del aliento (2012), Otra piedra de sol (2015), El hacha del bufón (2017), El bardo bifronte (2019) y El santo horror (2022), entre otros títulos. La vida enferma (Estuario, 2023) fue una de las diez obras finalistas en el concurso internacional de novela La bestia equilátera.


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