Por qué subir una montaña
A Nora Rabotnikof
In memoriam
Aún hoy, después de años de vivir en su país y hablar su idioma todos los días, algunos alemanes cambian a inglés cuando escuchan mi acento o cuando me trabo con alguna palabra. Y es curioso, porque muchas veces su acento en inglés hace que les entienda menos que si hablaran en su idioma, además de que a veces son ellos los que se traban con alguna palabra.
Por suerte leí hace poco a Vasconcelos, que decía que una lengua extranjera es como un corsé que ciñe el alma y «¡ay de nosotros si llegamos a dominarla, porque es a costa del daño que deforma la sensibilidad!».
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También, aún después de años, cuando voy a las montañas con Güero, me siguen sorprendiendo las mismas sensaciones de las primeras veces, como si no las hubiera experimentado nunca. La emoción inicial de no saber lo que te espera, el entusiasmo de los primeros metros; más tarde, la caída en cuenta de que va a ser una empresa más dura de lo que pensaste, el cansancio cabrón a mitad de camino, el «no te detengas, porque se te va el impulso», el angustioso «¿cuánto falta?», el alivio al ver la cabaña en la cima finalmente y la frustración de que por más que la ves, no la alcanzas.
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En The Impossibility of Translating Franz Kafka, Cinthya Ozick habla sobre la relación incómoda que Kafka tenía con el alemán, a pesar de ser su lengua materna. Kafka pertenecía a una minoría de judíos germanoparlantes en la Praga de principios de siglo XX y su pertenencia a este grupo hacía que, aunque dominara la lengua perfectamente, no se sintiera con el derecho a escribir en ella. Esta incomodidad creó una ruptura entre su psique y su escritura, de forma que, si incluso en alemán perdimos una parte de Kafka, piensa Ozick, su traducción a otro idioma parece una apuesta perdida.