Rimana
«¡Carta canta!», leyó Rimana en silencio. Su madre picaba las verduras de espaldas a ella en su puesto del mercado, deja esa sonsera y trabaja que estamos tarde. Rimana cerró su tomo de las Tradiciones peruanas y fue a picar a su lado. Rimana comenzó a sollozar entre los golpes del cuchillo: don Ezequiel había muerto hace tres días de un derrame mientras leía, a mi abuelito le gustaba ese libro mamá, en la sala de su casa en el Rímac donde vivía con su hija, yerno y nietos. Sigue picando Rimana, a Mercedes no le interesaban los libros; su verdulería era todo. Tampoco le gustaba que su hija pasara tanto tiempo leyendo en lugar de trabajar, ya van a estar listas las diez bolsitas hija, por eso le disgustó que su padre le dejara sus libros.
Moisés había dejado a sus hijos en el colegio cuando regresó a casa por su comba. Su esposa todavía lavaba unas prendas por soles extra antes de ir al negocio, no alcanza para la verdulería, amor, las manos dañadas por la lejía, el Pancho se ganó veinte con dos de esos libros Mercedes, ambos sentían temor por no poder pagar los doscientos soles del puesto ese mismo día de diciembre. Fueron a la pequeña biblioteca del abuelo y pensaron que podían ganar ciento sesenta soles pidiendo diez por libro; la Historia general del Perú del S.J. Vargas Ugarte tenía doce tomos. Mercedes pidió a Moisés que los vendiera antes de volver a la construcción y que le llevara la boleta al Mercado Central, completamos algo más con las diez bolsitas de verdura que debo picar para la Irma, no quería que se lo gastara.
—Llama al Pancho —dijo Mercedes escribiendo ansiosa detrás de una boleta amarilla que tomó de entre todas, mientras Rimana ponía las bolsitas en una más grande— para que lleven la verdura a doña Irma. Estará peloteando o dándole vuelta al zumbayllu.
Rimana fue a la espalda del mercado donde jugaban fútbol (¿por qué debo ir a la verdulería después del colegio y el Pancho no? Ni leer puedo). Pásala, oe, pásala, encontró a su hermano de delantero.
—¿Pa qué tengo que ir —se quejó Pancho cargando la bolsa camino a la casa de doña Irma— si ni pesa? ¿Cuánto lo vende mamá?
—Dos soles por bolsita.
—¿Dos soles? Ya hermanita. —Pancho llevó la bolsa detrás de él—: mira, nos pelamos una, la vendemos y compramos una Inca Kola heladita.
En Quilca con Camaná, Moisés vendió cuatro de los libros. Se había ganado ochenta soles, salieron bien La palabra del mudo y Conversación en La Catedral, todavía le faltaban los doce tomos del padre Vargas Ugarte. Frente a Plaza Francia encontró el puesto de Lito, te los compro papá, ¿cuánto pides?, un viejo librero aprista. Moisés quiso doscientos. ¡¿Doscientos, carajo?! ¡¿sabes lo que tienes?!, pero Víctor Raúl le dio ciento treinta con su boleta amarilla según pidió Mercedes. Al salir, cerca del busto de la libertad, recordó una discusión con su suegro: «Leer es ser libre, hijo, porque haces cuanto sabes y puedes cuanto conoces. La ignorancia es el nombre y apellido de nuestros compatriotas y yo no quiero que lo tengan mis nietos. Ellos deben ser libres mediante los libros libres. No como nosotros, que solo trabajamos para sobrevivir el día».
Las suelas les quemaban (¿qué dice el Pancho? ¿Quiere robar ahora, como ayer, mis libros? «Ya saben ustedes que carta canta»), estaban a una cuadra de doña Irma en la avenida Abancay. Rimana se rehusó al plan y lo miró severa.
—Mamá dejó un recibo.
—Si la Irma ni sabe leer, oe.
—Pero sabe contar. Y agradece que tú sí sabes leer —dijo Rimana recordando a su abuelo con Panchito al lado de una vela; con el índice tullido don Ezequiel cosechaba las palabras para su nieto, que las recogía con atenta mirada—. El abuelo fue el único que te tuvo paciencia para enseñarte, porque en el colegio no das pa nada.
Don Faustino miraba las piernas de Mercedes, debe pagar el puesto señito, cuando su esposo se aproximó al hombre. Eran las once de la mañana, justo lo encuentro, don Faustino, aquí tiene los doscientos, las combis donadas por el Japón hacía unos meses preñaban de ruido la ciudad. El Faustino se fue escupiendo y Mercedes se sorprendió, déjame ver la boleta, le habían dado ciento treinta soles por los tomos, también conseguí ochenta de los otros, volvía la calma: gracias papá lindo.
Mercedes dejó boca abajo la boleta junto a otras amarillas en el lugar donde picaba las verduras. Todavía debía preparar lo de doña Irma para las dos: diez bolsitas surtidas de apio, zapallo y zanahoria. Tomó a su esposo de las manos callosas y rajadas y se despidió de él; llegaría tarde a la construcción.
Doña Irma los hizo pasar, hijitos tomen los veinte, recibió la bolsa y la dejó sobre la mesa de la sala. Pancho dio las gracias y apresuró a Rimana para irse. Un momento, doña Irma abrió la bolsa; Francisco sudó frío. Hay un recibo amarillito, léemelo, hijita. Rimana enmudeció un momento al leerlo, ¿qué pasa chinita?, dio vuelta la boleta y dijo compungida: diez bolsitas de verduras, veinte soles.
Gracias Rimanita, salieron por Abancay sin hablar hasta la verdulería. Rimana le entregó el dinero a su madre y Pancho se fue jugando con el zumbayllu sobre una palma.
—Vas a casa nomás, Panchito —dijo Mercedes bajando la puerta metálica del puesto.
Tomaron una mototaxi hacia el Rímac. Rimana vio el río envenenado y las casas sin tarrajear en sus laderas, llena de dudas (¿mi abuelo no nos dio su casa cuando vinimos de Ayacucho porque se incendió la nuestra por el ardor de una vela?, ¿en verdad vendieron sus libros?). Moisés dormía en la sala con tres botellones de Cristal, babeando por su labio leporino, había faltado al trabajo. Rimana fue a la biblioteca, ¡despiértate caracho!, ¡¿con qué plata compraste cerveza?!, pasó la mano por el estante vacío y dejó su tomo de las Tradiciones peruanas. Déjame dormir, chola…, fue del vuelto, y lloró. Moisés discutía con Mercedes por los diez soles cuando la puerta de la sala se abrió con violencia: entró Francisco llorando con las manos moradas e hinchadas y dejó algo en la mesa. Rimana se aproximó y vio la boleta de doña Irma junto a una botella de Inca Kola vacía. Mercedes ahora discutía con su hijo. Rimana los miraba pelear, supo que ellos eran su verdadera pobreza: el hermano ladrón y pendejo, el padre borracho y flojo, la madre superflua y codiciosa. Leyó en voz alta, esta vez, el lado que omitió en casa de su casera, y viéndolos con amarga decepción, dijo:
—Historia general del Perú, ciento treinta… (¿Eso valemos? ¿Eso valía mi abuelo?).
Quedaron en silencio. Un fuerte viento cerró la puerta derribando la botella, que se rompió a los pies de Rimana. La silueta blanca del Perú en la Inka Kola estaba fracturada cuando suspiró: Carta canta.