La caída

Rachael Cox

 Juan posa sus largos dedos sobre el teclado. Mira hipnotizado sus uñas afiladas. Las notas del órgano sumergen la bóveda en un penetrante silencio. Las personas, reclinadas, distantes, están separadas por líneas blancas marcadas en el piso que refulge. 

Antes de entrar quedaron alelados por el brillo de las hojas en los árboles, chocadas por el sol. Las más verdes despedían un intenso fulgor. Era un cielo estrellado en pleno día. Ella se lo hizo notar. Él se sumergió en la miríada de luces.

Fueron hasta la Capilla del Santísimo. Juan había dejado de tocar. Entró antes que ellos. Oraba. Miraba absorto la pared de orlas doradas. El silencio era absorbente. Recordó cuando Juan deambulaba por los parques vecinos. Hay dos. Pasaba el día en uno y dormía en el otro. Ayudaba a barrerlos y mantenerlos aseados. Los vecinos le daban comida. El parque dormitorio es donde los muchachos juegan fútbol sobre una alfombra de grama simulada.

Muchas veces lo observó. En una oportunidad estaba acostado en la calle y veía al ras del piso una alfombrilla de flores moradas que cubría el asfalto y la acera bajo el árbol que las derramaba. Juan era un loco tranquilo. Ahora es el sacristán de la iglesia. Callado, aprendió el repertorio necesario del órgano.

—Si quedaras parapléjico, yo te seguiría amando —le dijo ella.

Aquella frase, lejos de estimularlo, lo inquietó. El Túnel y la mujer de Juan Pablo Castel vinieron a su mente. No podía imaginar una vida de entrega y servicio, como se viera era una expiación, una vida poblada de castración. Su concepción del mundo era contraria. 

—Me dedicaría por entero a cuidarte  —continuó ella, mirándolo, devota.

La iglesia, el oratorio, comenzaron a cernirse sobre él. Siente el Eros de la abnegación. Tiene náuseas. Mira a Juan que observa la miríada de árboles a través de la ventana; luego se desplaza en la silla de ruedas. Va al órgano de nuevo. Todos se han ido. Comienza a tocar un adagio.

—Amor, tengo hambre —dice él.

Iban agarrados de la mano. Al llegar al edificio no hay luz. Subieron por las escaleras largas y oscuras desde la planta baja hasta el primer piso, ella adelante. Al llegar arriba un gato salta del pretil, la asusta, ella voltea repentinamente. Él la mira a los ojos. Ella lo empuja con fuerza. Él cae hacia atrás dando vueltas y tumbos. Segundos después, tirado en el piso, semiconsciente, con un tibio redondel rojo oscuro bajo la cabeza, ve brillar miles de hojas. 


Parece contento en la silla de ruedas, tiene una media sonrisa congelada. Ella no lo abandona ni un instante. Le pasa la mano por el rostro. Acaricia sus piernas. Él no siente su contacto. La sigue con la mirada. Da gracias de tenerla a su lado, no sabe muy bien a quién…

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Alvaro D' Marco

Alvaro D´Marco (El Tigrito, Venezuela, 1956) Licenciado en Letras y Maestría en Literatura Venezolana por la UCV. Director Corrección Perpetuum Escuela de escritores. Autor de las novelas Gracias Ulises por tus Batallas (Freeditorial.com, 2018 - La Sultana del Lago Editores, 2020), Sin despedida (La Sultana del Lago Editores, 2019), y de los cuentos de Contrapeso (La Sultana del Lago Editores, 2021). Participó como antólogo y prologuista para varios proyectos con La Sultana del Lago Editores y como asesor literario para El Maquillador (obra de teatro) y Dealers (serie de YouTube).

https://www.instagram.com/alvarodmarco/
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