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La oficina, ese infierno compartido. Un infierno con táperes que preparamos con resignación el día anterior. Táperes con manchas que no se van, espagueti, arroz, calabaza, ensalada, atún, garbanzos. Pimiento. Siempre el puto pimiento. Aromas del Mediterráneo, olor a tierra y aceite. Ninguno huele a lomito saltado, arroz con pollo, frejoles con seco, a casita. Putaquétriste. Táperes que se calientan en un microondas estoico en cuya puerta se refleja la carita de chicas y chicos recién salidos de la universidad que dicen cosas como networking, picar piedra o deadline y que viven a cuotas y nerviosos y comparten piso y toman muchos vuelos low-cost para escapaditas de finde. Y en una escala solo un poco más arriba, chicas y chicos que ya no cargan más táperes en el bolso y que alguna vez vivieron a cuotas y ahora son seniors con profesiones que ni existían cuando yo iba a la universidad y coquetean con su primera hipoteca y no van a restaurantes a comer sino a tener experiencias y que miran con envidia, que disfrazan de admiración, a sus jefitos y jefitas under 40 que siempre comen fuera o a puerta cerrada en sus oficinas unipersonales mientras que al resto le toca compartir escritorio y espacio porque el concepto de la oficina es open space. Jefitos y jefitas que visten con ropa confeccionada con algodón sostenible y en Pantones sobrios que combinan con zapatos de cuero-cuero y no de polipiel cosida por niños en Bangladesh. Jefitos y jefitas que se mueven con esa liviandad y ese pelazo que da el tener un colchón financiero que los sostendrá cuando quiebre este su emprendimiento, digo, negocio, digo, startup en el que he venido a parar.   


«Aquí somos muy desenfadados», lo dicen a bocajarro y sin que se les caiga la cara de vergüenza. Jefita y jefito me dan así la bienvenida y la sonrisa que finjo desde niña aparece. Jefita es latina, como yo. Ella transmite esa energía de primerita de la clase, de niña aplicada que se comía las cutículas cuando obtenía menos de 10 en sus deberes. Entre nosotras, las aplicaditas, las chanconazas, nos leemos, olemos, conocemos. Porque pasarán más de mil años muchos más, pero esa ansiedad de aprobación no se va, no, no, no. Esta es de las mías. O eso parecía.  


Jefito es catalán. Él tiene la piel lozana de quien no ha tenido que compartir piso en su vida y lleva chaleco como los que usan los fin bros y me dice algo así como: «Aquí somos de work hard y party harder», y la frase queda suspendida en el aire tres segundos eternos y la engancha de inmediato con lo de «Esto es más que ropa, es un estilo de vida, muy aspiracional, onda old money, pero modernillo, macarrín también. No queremos solo que describas los materiales o las tallas o los diseños, sino que transmitas la experiencia de llevar la marca, saps? Parlas català, oi?».


Jefita sonríe. Me entrega el kit de bienvenida que consiste en una camiseta, una sudadera y unas medias de la marca. Aquí hay por lo menos trescientos euros, que es lo que cuesta vivir la experiencia old money moderna macarra. Jefita dice: «Literal te vas a poner la camiseta», y siento cómo se me contrae el esternocleidomastoideo. 


Desde mi escritorio compartido codo a codo con otros copywriters, que es como me dicen ahora, tengo vistas a todo lo que odio de esta ciudad: los edificios enormes con cristales oscuros, el mar lleno de caca, los guiris en rickshaws conducidos por jóvenes pakistaníes, las terrazas con paellas radioactivas, parejitas con sospechosas diferencias de edad, skaters-patinadores-malabaristas. Pero-qué-demonios-es-un-artista-de-la-calle. 


Desde este gran impoluto corporativo ventanal no se ve aquello que no odio. Decir «amo» no me va. No puedo divisar el bar del Raval donde nacieron amistades y amores, la librería en la que me saludan con mi nombre y me invitan café, la avenida del primer beso foráneo, los parques para perros (me niego a decirles «pipican») con nombres como Leopoldo o Nuna, la carnicería en donde la señora Pili y yo casi nos pusimos a llorar hablando de violencia sexual mientras ella descuartizaba un pollito para estofado. Barcelona en slow motion.


Pienso de repente en Marquiño. El único al que salvaría si este edificio se incendiara o se partiera por la mitad atravesado por un avión como yasabestúqué. Marquiño, el barista de la planta uno con el que compartimos nacionalidad y que, al darme las monedas del vuelto, me coge la mano en un gesto discreto y cálido que yo traduzco como «Estamos juntis en esto, amiga». Marquiño me dice que…

Carmen Escobar

Carmen Escobar Velarde (Lima, Perú, 1978). Es periodista y editora. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima y tiene un Máster en Edición de Publicaciones en la Universidad Autónoma de Barcelona. Publicó el libro de relatos La única chica del grupo (Paracaídas Editores) y el libro de crónicas Me vestí de reina: diez historias de vida drag en el Perú (Academia Antárctica). Ha participado de la antología Intraducibles: relatos de barcelones_s que nacieron fuera de España (En Palabras). Vive en Barcelona desde el 2014.

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