El pájaro y su sombra
El cuento se parece
a la conversación con un amigo en un café.
Dura eso.
Federico Falcó
¿No te cansas de icebergs y ámbitos subterráneos a la hora de meditar sobre el cuento?, me pregunta Miroslava Palacios mientras bebemos un café. ¿No crees que estas imágenes pétreas de Hemingway y Piglia solidifican hasta la atrofia el cuento? El iceberg me congela las yemas al tacto, dice, y la dimensión de raíces, bulbos, rizomas y hálitos térreos me obliga a encubrirme con la máscara del topo. O al menos con la del minero, pero a diferencia suya, no busco vetas de oro ni veneros preciosos, sino esa segunda historia, anunciada de refilón, sin saber siquiera si podré hallarla. Te internas a ciegas, tiembla la caverna, los puntales crujen, se renueva el riesgo del colapso. Y no sé a ti, continúa, pero la mera idea de ser enterrada con vida me aterra.
Miroslava y yo charlamos de nuestros planes y proyectos; nos interrumpimos mutuamente todo el tiempo y derivamos, cada uno, en ofensivas monologuísticas: nos oímos perorar de nuestras obsesiones. Coincidimos: los proyectos que más me asombran y gustan, dice MP, son los sencillos ⸺conviene no confundir «sencillez» con «simplicidad»⸺: los que parecen estar ahí, al alcance de la mano y uno se los pierde, como con Elvira Navarro, Alejandra Kamiya, Ismael Ramos, Laia Jufresa, Federico Falcó, Magalí Etchebarne, Sara Mesa. MP se ha acercado a la perfección narrativa en un libro de cuentos que se niega a publicar, libro cuyas versiones y revisiones he tenido el placer de leer y aplaudir, pero que mi amiga corrige hasta el extremo, sin apresurarse a darle cierre ni mucho menos a enviarlo a un dictamen. Me dice que las editoriales mexicanas no se interesan por el cuento. Al postularse como un género inamovible, dice MP que escribe Daniel Sada en «El cuento y sus fórmulas», encerrado en sus propios cánones, a nadie debe serle raro que el cuento ⸺de calidad, al menos⸺ esté cada vez más a la baja. El cuento no vende, única pretensión de estas casas; si se arriesgan a sacar un libro de cuentos en lugar de una novela ⸺el género aglutinador⸺ o el tratado light, lo hacen como una curiosidad o extravagancia de algún autor ya encumbrado.
Le pregunto qué opina de los premios de cuento, por qué no manda un libro de relatos. ¡No!, me interrumpe, no son «relatos», son cuentos. Hace un breve paréntesis, explica que la diferencia es muy sencilla: el relato utiliza la brevedad para enseñar un estado del mundo o puede articularse como la síntesis secuencial de acontecimientos que dictan una narrativa, o la fábula, según los narratólogos; el cuento va más allá y amputa una porción de ese estado; el cuento es el acontecimiento de lo que se está contando, y por eso hay cuentos donde «no pasa nada», de los cuales es casi imposible desprender una fábula; el cuento es un corte, un estallido, pero en términos de Ludmer, pero mira, Emilio, me dice, tú sabes que leo mal. Mis dioptrías indican astigmatismo y corren un velo entre la percepción alcanzable de mis ojos y la página ante mí. Y se quita sus anteojos, los acerca a su café, como si fuera a remojarlos. Muestra que refulgen bajo el mediodía, se los vuelve a colocar, algo empañados por la acción de la taza.
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