Villa 25
Llegué a casa el 10 de septiembre del 2000, catorce días después de haber nacido. Mi nacimiento estaba previsto para la segunda semana de octubre, pero me adelanté. No sé qué me impulsó a salir de la panza de mi madre para terminar en una incubadora. Nací de treinta y dos semanas. Según fuentes médicas en internet, a un bebé que nace antes de ese tiempo se le considera «muy prematuro». El médico que atendió a mi mamá le dijo después del parto: «Durante las primeras veinticuatro horas puede ocurrir una muerte súbita». En la primera página de Literatura infantil, Alejandro Zambra utiliza el término «aguafiestas» para referirse a una enfermera que le recuerda que los recién nacidos a veces se olvidan de respirar. Mi mamá ya lo sabía; todos los padres reciben esa información. En las consultas con el ginecólogo y tocólogo, es un tema que se menciona días o semanas antes del parto. No imagino a mi mamá buscando formas de insultar al doctor. Seguramente asintió a las palabras cruciales y las recibió en su cuerpo como un dolor más intenso que los espasmos del posparto. El miedo a perder lo que protegió durante meses debió doler más que cualquier lesión en su piso pélvico.
Transcurrió el primer día y no morí. El nerviosismo de mi mamá disminuyó por unos segundos. Al mediodía, el médico le informó que yo no estaba en condiciones de salir de la maternidad porque mis pulmones eran muy frágiles: estaban inflamados y dificultaban mi respiración. En ese instante, él realmente fue un aguafiestas.
Mi mamá, que nunca me ha descrito el parto, debió haber estado exhausta sobre una camilla en la antigua Maternidad Enrique Sotomayor, que dejó de funcionar en 2016 y, cuatro años después, se convirtió en un espacio de atención para pacientes con coronavirus. El lugar donde nací ya no existe. Tampoco tengo videos ni fotografías que documenten el momento en que mi cuerpo salió al mundo a través de la vagina de mi madre. Ni siquiera hay una ecografía guardada en el sobre que contiene mi partida de nacimiento. Una amiga conserva la ecografía que le hicieron a su gata durante su primera gestación; al parecer, la ecografía de una gata es más valiosa que la mía. Mi papá no estuvo presente en el parto. Las hermanas de mi mamá tampoco.
Imagino a mi mamá en esta escena: rodeada de mujeres y hombres desconocidos, vestidos con batas, gorros y mascarillas quirúrgicas que ocultaban sus rostros, mientras la observaban sudar, temblar y pujar…