Lalo

Él también escribía. Escribía y publicaba sus textos sin apuro, ajeno a la competencia que por ratos interrumpía el flujo liviano del grupo, la sensación de ser amigos desde siempre. Algunos otros y yo, casi de casualidad, igual que con todo lo demás, ya habíamos comenzado a ver nuestros nombres impresos en revistas y periódicos, en esa mínima medida avanzábamos. Pero lo de Lalo era distinto. El consenso era que nadie escribía tan bien como él.

       Lalo, acaso el mejor de nosotros.

      Publicaba lo que quería y mejoraba a pasos largos, sin nunca dejarnos ver lo que pasaba en el medio. Y a la espera de su próximo gran texto estábamos todos, siempre. 

        Soy objetivo al decir que la confianza del grupo le sobraba. 

        También que a él parecía no importarle demasiado.

       Era como si Lalo se colocara a sí mismo un poco afuera, orbitando. Como si además de talento también tuviese una certeza diferente, mayor, algo que los demás aún tardaríamos en descubrir.

        Yo intentaba no darle mucha atención a ese gesto que a veces encontraba en él, la mirada intranquila, medio disociada, el punto de fuga que vibraba con cautela. 

        Igual, acepto que en el fondo sí guardaba la esperanza: que a sus ojos yo también fuera el mejor.


No habíamos crecido juntos, no veníamos del mismo cole. Fue recién a los diecisiete que Lalo y yo coincidimos en aulas donde todas las horas olían a estreno. Cada uno llegaba con amigos de otra vida, pero solo nosotros compartíamos la joda detrás de las carpetas, las agonías de las últimas semanas del ciclo. Si alguna relación habría de perdurar, con seguridad sería la nuestra. Pocas cosas te unen tanto a una persona como jalar el mismo curso, probar juntos las drogas nuevas, acoger al otro en el cuarto de atrás para evitar problemas en casa, escuchar sus lamentos por chicas que entonces podían iluminar o destruir el futuro.

        Durante muchos años estuve seguro de aquello que configuraba mi amistad con él. Nunca dudé. No sospeché. Hasta que lo escuché contar su historia aquella vez y sentí que hablaba de nosotros o sobre una vida que yo no le conocía. Dos ideas que me atormentaron en igual medida.


Se acercaba el fin de un tiempo concreto. Vivir era salir, hacer amigos, creer que podrías conservarlos. Hasta entonces, ninguno se había enterado de cómo se sentía perder el centro. Caminábamos mucho, fumábamos mucho, chupábamos siempre. Y en ese camino tan natural, cándido sin duda, acabábamos las carreras casi por inercia, otros las estiraban sin preocuparse demasiado, bastaba con que nuestros viejos se convencieran de que hacíamos el intento. Nada era serio todavía. La angustia recién afloraba, más por las ganas de hablar sobre ella que por una urgencia real, las terapias que más adelante yo sí entendería como una necesidad, la importancia de salvarme.

        En esos años a nadie se le habría ocurrido que el mundo superaba los márgenes que habíamos hecho costumbre. Lo entendíamos como aquello que anidaba en nuestro territorio, al alcance, las rutas diarias que delineaban un único mapa. El resto no interesaba. La vida era una red de amistades que pensábamos eternas y hasta parecía posible asegurar que todos conocíamos a todos o que pronto lo haríamos.


Lalo dijo que le había pasado al amigo de un amigo suyo. Era diciembre. Sin tener que acordarlo, nos juntábamos a cada rato, todos, más que antes, un martes, un miércoles, la forma más sencilla de asegurar que nuestra amistad seguiría viva al año siguiente. Un departamento pequeño. Él y yo al final de la noche, a poco de que amaneciera. Los otros roncando. Lalo acababa de contarme su plan: que pensaba irse pronto, abandonar Lima, alejarse del grupo. Lo soltó de una, sin drama ni pausas, como quien avisa que mañana no tendrá señal, que mejor no lo llames. Palabras para llenar esos últimos minutos de juerga. No supe qué decirle.

        Después, a razón de nada, comenzó a contarme aquella historia que no le había pasado a él. No mencionó nombres y yo no pregunté. Dejé que hablara, pensé que era importante escuchar su voz un rato más, acordonarla, fijar su cadencia, una canción que pronto me haría falta.

        Hoy no encuentro el sentido: ¿por qué acepté que aquello pudiera haberle pasado a gente que yo no conocía? ¿Acaso sus amigos no estaban entrelazados con los míos? Sentí que hablaba sobre nosotros, pero era imposible: Lalo y yo nunca habíamos hecho un viaje. Recuerdo que lo pensé de pronto: ¿tantos años de amistad y ni siquiera una ida y vuelta al sur chico? Ahora entiendo que fueron celos.

        Un cuento sobre dos amigos. Quizás el cuento sobre el fin de aquel tiempo…


Giacomo Roncagliolo

Giacomo Roncagliolo (Lima, Perú, 1989). Publicó cuentos y poemas en el desaparecido fanzine Morfina entre 2011 y 2013. También ha compuesto letras para su banda de rock (Luis Guzmán). Ha trabajado de periodista, subeditor, profesor, redactor gastronómico y cocinero de fastfood. Su novela Ámok, publicada en 2018 (Editorial Pesopluma), fue finalista del Premio Clarín de Novela, en Argentina. Su segunda novela, El fantástico sueño de aniquilar esto, se publicó en 2024 con la editorial Random House.

Foto: Luciana Goytisolo.

Anterior
Anterior

Dependencia

Siguiente
Siguiente

832 rue Galt