832 rue Galt
Recién volviste al 832 rue Galt. Pensabas que no regresarías nunca, pero las huellas encontraron el camino de regreso. No pudiste dormir durante el vuelo, pero no estás cansada. Te instalas en tu antiguo cuarto y miras la ventana. Tus plantas a la intemperie, muertas por el frío y por el peso de la nieve. Dibujas algo con los dedos sobre el cristal. Un esbozo en forma de espiral, y te sientas al pie de la cama. Te miras las manos y comienzas a arrancarte los pellejos de los dedos. Encuentras un cierto placer en ese dolor que surge por debajo de la carne, por debajo de las uñas, y te gusta mirar la lúnula de tu dedo más ancho. Recuerdas que algún día quisiste hacerle un poema a esa parte de tu cuerpo. Después te acuestas, miras hacia el techo y te gusta que esté alto. Piensas en los departamentos de La Roma o La Condesa, tan sobrevalorados, tan inaccesibles. En el falso glamour de la Ciudad de México. Recuerdas la Ciudad de México, y te dan ganas de llorar. Pero te sientes segura. Intentas pensar en francés, después lo pronuncias, susurras un francés oxidado. Te dices que ya habrá tiempo para recuperar todo lo perdido. Hoy no vas a deshacer maletas. Tal vez mañana. Te levantas de la cama y pones los pies sobre la duela, sientes el crujir de la madera, observas que el piso ha perdido un poco el lustre que tenía. Ahora parece un piso antiguo. Te acuerdas de cuando tenías veintiún años y te miras al espejo diez años más tarde. Una línea atraviesa tu entrecejo, la estiras con los dedos y se desvanece, luego sueltas la piel y vuelve a aparecer. Prendes una vela y vas a la cocina. Una mujer está sentada en una silla y mira hacia afuera. Tu nueva compañera de piso. Bonsoir, le dices. No contesta y tratas de ser silenciosa, por si acaso está en una suerte de meditación o trance. Entras a la cocina y hierves un poco de agua. Te preparas un té y regresas a tu cuarto. Se te empañan los lentes. Revuelves tus maletas y encuentras tu pijama, percibes el olor de la casa que compartiste con tu esposo durante cinco años. Toda tu ropa huele a esa casa, especialmente la pijama. Te reconforta la mezcla de aromas, pero también te duele. Un poco como la carne viva debajo de las uñas. Buscas tu cepillo de dientes y te diriges al baño. Abres la puerta y encuentras a otra mujer en la bañera. No estás segura de si esto está sucediendo o te estás disociando. Le buscas la mirada, pero está ausente. Y parece que todo fuera parte de una escenografía, un montaje en pausa. Recuerdas la última frase de tu esposo y lo ves mirando hacia abajo, decepcionado, aturdido. Te lavas los dientes ahí, junto a la mujer de la bañera que no dice nada, y te diriges al cuarto. La mujer de la silla sigue en la silla y te encuentras con otra en el pasillo: de pie, erguida mirando un muro azul. Te acercas. Sientes ese tintineo en los dientes, esa sensación caliente que te surge de la garganta hasta la frente, y le rozas el hombro. No hace nada. No reacciona. Estás teniendo un brote psicótico, crees. Tu primer brote psicótico. Piensas en tu padre y lo recuerdas al borde del abismo. Te encierras en tu cuarto y pones el seguro. Tomas media tableta de Quetiapina y te metes en la cama. El efecto surge rápido y te quedas dormida. Una mujer entra a tu cuarto y se acuesta junto a ti. La percibes, pero no dices nada. Buscas a tientas la otra mitad de la tableta y te la pasas con un trago de té frío. Sueñas que estás en una playa de noche y el mar te arrastra hacia adentro. Ves las olas, sublimes e intentas no debatirte. Recuerdas el consejo de tu hermano: hay que clavarse en las olas antes de que rompan. Te dejas llevar e intentas penetrar en el oleaje. No puedes. El sueño cambia de dirección: Estás afuera de una antigua casa en la que viviste por un tiempo, y las puertas y ventanas están cerradas. Tu padre ha cometido una locura y de alguna manera esto se relaciona con el sueño del mar, pero no entiendes cómo. Después todo es negro. No recuerdas el sueño. Despiertas, tienes frío. Te cuesta salir de la cama. El día está nublado y la nieve y el cielo se unen en una gama de blancos. Te paras, descalza, y te acercas al calentador. Está frío. Subes la temperatura y vas por un vaso de agua. Las tres mujeres están sentadas en el comedor y ahora hay otra, son cuatro. Bonjour, susurras, y vas a la cocina. Abres el grifo y dejas correr el agua unos segundos. No puedes estar alucinando; no estás alterada…