Solo una noche
Lo tiré al pasar. Sin esperar nada. Cada vez que nos íbamos para La Paloma, las ganas de volver a ver nuestra casa reaparecían.
—¿Y si pasamos por La Vela?
Esta vez la respuesta fue otra a la siempre repetida «la próxima, ahora no tenemos tiempo».
—Dale —me contestó Jimena, mirándome como un niño a punto de hacer una travesura.
Puse el señalero a la derecha y salí de la ruta. Tomé la auxiliar y, un kilómetro después, doblé a la derecha otra vez. Calles de tierra llenas de pozos, niños andando en bicicleta.
—Qué distinta hubiera sido la vida de Martina acá —dijo Jimena—. Imaginate, en vez del apartamentito de tu madre.
Habían pasado más de diez años, pero supe el camino de memoria. Al llegar a la esquina lo vi; aquel saliente blanco y curvo, aquel barco encallado en plena calle.
Jimena alargó su mano y la puso encima de la mía. Me acarició primero y luego me la apretó.
—Es tuya. Tu cerebro hizo eso.
—No es mía, no es nuestra, andá a saber a quién se la regalé.
Vio mis esfuerzos por controlar las lágrimas.
—Te amo. Como siempre, para siempre —me dijo.
—Como siempre, para siempre —respondí.
Frené nuestro autito del lado de enfrente y nos quedamos en silencio admirando la casa de nuestros sueños.
—El color no es el correcto —dije.
—De acuerdo, no es blanco pleno, tiene que ser blanco pleno.
—Y esa santarrita tapa todo.
—Esa santarrita debe tener por lo menos diez años.
—Un crimen.
Miré las curvas de las ventanas, el tanque de agua camuflado en una escalera curva y frontal, los planos que se cortaban unos a otros con gracia y delicadeza.
—Le pusieron rejas —dije.
—Todo el mundo le puso rejas a su casa. Por lo menos no son las que tapan todo estilo búnker.
—No fue hecha para tener rejas.
El viento soplaba enojado, el frío cortaba los labios y lastimaba las mucosas. Levanté el cuello de mi campera, agarré a Jimena de la mano y enfilamos hacia la casa.
La santarrita había tapado a medias mi nombre; se leía: Arq. J GUT.
—¿Nunca le dijeron que es muy buenmozo, señor Gut? —me dijo Jimena.
—Todos los días, señora Gut —contesté y me volví a levantar el cuello de la campera.
El mar rugía a pocos metros. Eran las cinco de la tarde y faltaba poco para que oscureciera.
—¿No estaremos interrumpiendo? —me preguntó.
—No los molestamos en diez años, no creo que les moleste que los molestemos solo una noche.
Miré por la ventana curva del comedor hundida en la fachada y noté movimiento detrás de unas cortinas con vivos rojos. Alargué la mano y toqué el timbre. Timbre con tono.
—Timbre con tono, ¿qué le pasa a esta gente? —pregunté.
—Shhh, cállate, ahí sale alguien.
Vi una cabeza asomar por la puerta principal. Una puerta con eje corrido, que se deslizaba sin roce y sin tener que hacer fuerza.
—¿Sí? —preguntó la cabeza.
Nos presentamos y le explicamos que yo era el arquitecto de la casa y que siempre que pasábamos por la zona pensábamos en pasar a verla. Que si no era mucha molestia nos gustaría pasar. Pero sin compromiso, claro, que si no podían no pasaba nada, solo queríamos ver cómo había quedado.
—¡Pero claro que no es problema! Ya les abro —dijo, y la cabeza volvió a desaparecer. Demoró un par de minutos, en los cuales intercambiamos miradas. Vi una sombra ir y venir varias veces en la ventana curva de la fachada. Alguien ordenando a toda prisa por la visita inesperada. Por fin se abrió el portón automático y entramos.
En el umbral nos esperaba una pareja que pasaba los sesenta años. Iluminados desde arriba por una luz cálida, justo sobre sus cabezas. La misma luz que iluminaba las ventanas de la escalera curva y frontal. Dos personas promedio, parecían salidos de un cuadro de Velázquez, pero al acercarnos, sus imperfecciones quedaron a la vista. Él tenía muchos kilos de más, pelado con los típicos pelos en medialuna atrás y a los costados. Llevaba puesto un buzo de lana verde inglés lleno de bolitas y un jean. Su cara era redonda y sus ojos chicos. Ella, más bajita y menudita; todo en ella merecía un diminutivo. Su cara tenía algo pequeño y nervioso, que hacía pensar en un roedor. Pelo marrón reseco. Vestimenta en tonos marrones, también sus perspicaces ojos.
—¡Pasen, pasen! —dijo ella levantando la voz—. Adelante. ¿Quieren darme el abrigo? Tengo el aire acondicionado a todo lo que da, por los techos altos, vieron. Pasen, qué gusto que hayan tocado timbre. Yo soy Elsa, y él es Gerardo, mi esposo. ¿Cómo se llaman ustedes?
—Yo me llamo Jimena Rotondo, y él, mi marido, el arquitecto Juan Farragut.
—Juan Farragut —dijo ella al mismo tiempo—. ¡Ya lo sabía! ¡El arquitecto! ¡Qué honor! Acá en nuestra casa, Gerardo, ¿podés creer?
—Gerardo López, ingeniero civil. Ya retirado —me dijo, tendiéndome la mano. —Escuché algunos cuentos sobre usted.
Elsa colgó los abrigos y nos hizo pasar al living. Una mesa ratona de madera clara, dos sillones individuales y un sofá de dos cuerpos.
—Siéntense acá los dos —dijo Elsa. Dio unos golpecitos en los respaldos de los sillones individuales, también decorados con vivos rojos, y nos sentamos. Ellos en el sofá.
En la mesa ratona el cenicero aún olía a cigarro, aunque estaba vacío. En el medio de la mesa, un bol azul de cristal de Murano que funcionaba como recolector de cachivaches: una cajita de fósforos, un control remoto, monedas y un par de sobres de edulcorante viejos. Me sentía sofocado por el calor del aire acondicionado, que quedaba justo frente a mí. Me desabotoné un poco la camisa.
—Bueno, acá está la casa, es toda de ustedes —dijo Elsa levantándose y estirando sus manos—. ¿Quieren tomar algo? Gerardo, ¿por qué no les servís algo de tomar?
Giré mi cabeza intentando escapar del aire acondicionado y a mi derecha vi la estufa a leña. Apagada, llena de cosas, como un mini depósito.
—¿No usan la estufa a leña? ¿Le pasa algo? —pregunté mientras moví disimuladamente el sillón unos centímetros a mi derecha, fuera del alcance del aire.
—Claro, ¿qué quieren tomar? —preguntó Gerardo—. Tengo cerveza fría, pero con este día… ¿Capaz mejor una grappamiel? ¿Si no un whisky? Tengo un single malt abierto que vale la pena.
—No tomo alcohol, gracias. —contesté.
—Gerardo, ya sabés que no toma alcohol, ¿no? —dijo Elsa levantándose y yendo hacia la estufa—. No le pasa nada a la estufa; preferimos el aire acondicionado.
—Yo sí acepto algo con alcohol, el single malt suena bien —dijo Jimena.
—Perfecto. Para vos —dijo Gerardo, girando su cabeza hacia mí— ¿agua, refresco? podemos hacer jugo de naranja, ¿o capaz un café?
—¿Cómo que prefieren el aire acondicionado? —dije—. ¿En qué sentido? ¿Agua tónica tienen?
—Creo que no, agua tónica no, pero lo que tengo es Sprite seguro —dijo Gerardo—. El aire acondicionado es más cómodo y limpio. Y es más barato. Es un botón, es instantáneo, no ensucia, no tenemos que llamar al de la leña, no hay que estar trayendo la leña del garage, no hay que limpiar lo que se va cayendo afuera de la estufa, no me tengo que preocupar por las chispas en la alfombra.
—Para mí jugo de naranja con Sprite y hielo y, si hay alguna rodajita de pepino o limón, mucho mejor —dije
—¿Les preparás, Gerardo? Yo un vaso de agua con gas, por favor. —dijo Elsa.
—Voy. ¿Hay que traer algo más flaca? —preguntó Gerardo a su esposa.
—Algo para picar. ¿Quieren? —nos preguntó.
—Bueno, si no es molestia —dijo Jimena.
—Algo para picar gordo, fíjate qué encontrás ahí abajo de la mesada.
Gerardo se retiró y a los segundos lo oí moverse por la cocina. Se escuchaban las puertas golpear una y otra vez, como quien no sabe muy bien qué y para qué busca algo.
Volvió al poco rato para interrumpir la lenta y pasmosa charla sobre el clima que estábamos teniendo con su mujer. En la bandeja, un vaso de agua con gas, otro con jugo de naranja, dos vasos cortos, el single malt y una hielera. También tres bols blancos con snacks del tipo de bolsa, papas chips y similares. Sirvió primero los dos whiskys al tiempo que acercaba el vaso de agua a su mujer. Agarré el vaso de jugo de naranja y le puse hielo.
El jugo con hielo, simulando un trago. En los grupos nos dicen que eso no hay que hacerlo, salvo que estés al borde, que las ganas de tomar sean difíciles de controlar. Y lo eran…