Horrores ya disueltos en el agua donde nacemos: Elegías de Duino, en versión de Juan Rulfo
El libro comienza con un quejido. Tras la quema que todo lo consume, Rilke se sabe solo frente al valle de los muertos. Todo grito de auxilio es inútil, pues en la naturaleza de lo hermoso radica lo terrible, y si un ángel respondiera a su llamado, terminaría por aniquilarlo con su sola presencia.
Rainer Maria Rilke forma parte de ese grupo de poetas que presenciaron la Primera Guerra Mundial. Textos como las Elegías y La tierra baldía, de T. S. Eliot, reflejan la incertidumbre ante lo paradójico de una civilización capaz de organizarse para autodestruirse sin el más mínimo reparo. Y si la muerte sistemática y colectiva era algo que acechaba al filo de cada amanecer, ¿cuál es, entonces, el propósito de los poetas si lo único que pueden hacer es dejar un legado por medio de la escritura? ¿Quién leería los vaticinios de la hecatombe en una tierra donde el sacrificio ya ha ocurrido?
Bajo este contexto se construyen las Elegías de Duino, una serie de diez poemas que hacen frente al desasosiego del hombre en aquel entonces moderno, cuyas preocupaciones siguen siendo tan actuales como las nuestras. El autor adopta una de las formas poéticas más antiguas para hablar de los terrores más recientes. Y es que no resulta para nada extraño que cuando se nos augura un porvenir incierto, regresemos a la seguridad que nos provoca lo clásico, aunque se trate solo de un efecto de nostalgia.
La versión de Juan Rulfo resulta por demás pasmosa porque no se trata de una transcripción, sino de una reescritura a lo Pierre Menard: a partir de las traducciones de Gonzalo Torrente Ballester y Mechthild von Hesse Podewils, y la de Juan José Domenchina, Rulfo redescubre a uno de sus poetas fundamentales y lo reinserta en el panorama literario de su tiempo, con una cadencia más propia de El llano en llamas, así como una imaginería que vuelve difusa la línea entre los muertos de las Elegías y los de Pedro Páramo. Sobresale además de otras versiones que se afanan en darle una voz anquilosada que poco refleja el carácter atemporal de su poética. Por poner un ejemplo, donde Jorge Mejía Toro pone «Pues lo bello no es nada más / que aquel comienzo de lo pavoroso», Rulfo lo asimila y redirige como «La belleza no es / sino el nacimiento de lo terrible». No tiene miedo de encararlo, arroja la luz sobre la lobreguez para deleitarse en su espanto.
El primer poema dicta el tono de los demás: se trata de una disertación filosófica sobre la desesperanza. El canto en forma de monólogo permite a la voz lírica cambiar de receptor siempre que lo necesita, aunque generalmente se dirige hacia los ángeles, esos «casi mortales pájaros del alma», quienes parecen observar la desdicha humana con extrañeza, pues lo humano y lo divino son agentes antagónicos en el poemario. La respiración es solemne porque no se trata de un sufrimiento visceral, sino ontológico, el hablante es incapaz de separarse de esa mirada intelectual que le impide reconocer las formas del amor y de la vida como son, aceptando su fugacidad. En ese mismo hilo de ideas, surge la noción de que solo los muertos recuperan su eternidad, y es desde este punto que se nos sugiere un indicio que tomará fuerza conforme avanza la obra, implanta imágenes en el lector semejantes al desierto helado de la Divina Comedia y que comulgan con los heraldos negros de César Vallejo. En ese sentido, la muerte no es un estado, es un sitio; tiene relieves, densidad y población.
«Es penoso estar muerto y, trabajoso,
ir recobrando poco a poco un mínimo
de eternidad».
A pesar de que los versos de arte mayor predominan en la obra original, Rulfo concede a ciertas palabras o ciertas frases el peso de un verso completo: este «de eternidad» se une a otros ejemplos como «el corazón», «goces» y «de la sangre». Reconoce su vastedad semántica sin romper con la cadencia que maneja la estrofa, pues estos elementos son los que acongojan al hablante, que sigue empecinado en preguntarse…